El curso de la crisis hace cada vez más presente la alternativa
histórica de socialismo o barbarie. Cualquier salida capitalista
implica, como mínimo, dar pasos de gigante hacia la barbarie: hambrunas,
devastaciones, destrucción a escala gigantesca de medios de producción,
de la naturaleza y de la humanidad misma, particularmente de los trabajadores
y de los pobres y el exterminio de pueblos enteros en guerras al servicio
del reparto del mundo entre los bloques imperialistas.
No hay un solo analista burgués siquiera que realice un
diagnóstico relativamente optimista. George Soros (el megamillonario
húngaro-norteamericano que es también uno de los dueños
de la Argentina) definió ante el parlamento estadounidense que “el
capitalismo se está destrozando” y que “un colapso general en Brasil
puede extenderse a la Argentina” (Clarín, 17/9/98). Esta declaración
constituye un verdadero alerta para llamar a la burguesía para actuar
racionalmente en consecuencia.
Pero más allá de la racionalidad, en el capitalismo
hay anarquía. Ella surge de su misma base, está en la competencia
despiadada que le es propia. De lo contrario, no habría explicación
alguna, por ejemplo, para las guerras mundiales ya que ellas –y en particular
la primera– pusieron en peligro la existencia misma del capitalismo (sobre
todo en Europa donde, además, todos los reyes eran parientes).
Los revolucionarios marxistas llegamos a este tramo pesado de la historia
con muchos problemas: no sólo somos pocos sino que también
los grandes hechos que signaron la caída del stalinismo y el estallido
de la crisis capitalista no nos encuentran con un arsenal político
suficiente.
Millones de explotados del mundo no saben cómo responder a la
catástrofe que se les cae encima y sólo atinan a defenderse
como gato panza arriba del feroz asalto del capital en toda la línea:
trabajo, salario, salud, educación, jubilación, inmigración...
Tener conciencia de estas dificultades es un requisito esencial
para superarlas. Es absurdo intentar engañarse –y engañar–
poniéndole montañas de pimienta a las luchas obreras o a
las fuerzas de los marxistas revolucionarios.
Es evidente que nos debemos un balance de nuestra historia, tanto del
movimiento comunista impulsado por el triunfo de los bolcheviques rusos,
como de la de quienes intentamos darle continuidad en la IV Internacional
(y en la Argentina) después de la degeneración contrarrevolucionaria
del stalinismo.
Es imprescindible intentar avanzar en ello, pero sabiendo que
un acuerdo sobre un balance acabado es muy difícil de lograr hoy
(el protagonismo de los más viejos en los hechos o la falta de un
conocimiento más de fondo por los más jóvenes conspiran,
entre otros factores, en contra de lograrlo). Pero además, ésa
no es la prioridad, salvo que uno renuncie a la lucha revolucionaria y
pretenda hacer su historia desde un Olimpo. También es seguro de
antemano que no podemos establecer un régimen de partido tradicional,
así sea en su forma leninista y no en su caricatura stalinista (algunos
de cuyos aspectos de forma y método reflejamos por la presión
de ese fenómeno material que dominaba la tercera parte del planeta).
Sí podemos poner en debate una plataforma marxista revolucionaria
mínima para trabajar en común, establecer una especie de
federación de fracciones y dotarnos –y dotar– de mecanismos y formas
político-organizativas que permitan incorporar a cientos o miles
de compañeros revolucionarios que hoy no pertenecen a ninguna de
las fracciones organizadas. Junto a ello, es imprescindible un mecanismo
sano de debate para todas las cuestiones que queden “abiertas” –y de otras
que surjan– y estructurar un cronograma tentativo de avance organizacional.
Simultáneamente, debemos tratar de fijar puntos de intervención
política común en todos los terrenos, que permitan ir conociendo
posiciones, y hasta lenguajes y terminologías que hoy incluso separan
apriorísticamente porque responden a distintas jergas provenientes
de un pasado marginal, al que no pudimos escapar incluso quienes combatimos
contra él.
El prerrequisito básico está en sostener una conducta
franca, respetuosa y leal entre quienes decimos querer encarar este reagrupamiento
de la vanguardia obrera revolucionaria.
A continuación, presentamos una serie de propuestas, que aportamos
como elementos de aproximación para una plataforma del socialismo
revolucionario. Para nosotros constituyen una base de trabajo, pero en
absoluto son un problema cerrado que no estemos dispuestos a debatir, corregir,
modificar o ampliar. Esquemáticamente, desarrollamos algunas de
nuestras propuestas para el debate.
* El socialismo revolucionario lucha a brazo partido por todas y cada
una de las reivindicaciones obreras, populares y democráticas e
interviene en esas luchas sin ninguna precondición, sin ninguna
obsesión de diferenciación táctica pero sí
marcando los intereses generales del movimiento, o sea, desarrollando una
propaganda contra el capitalismo y sus propagandistas, en particular contra
los partidos burgueses y sus subalternos pequeños.
* Es de principios defender toda posición conquistada (sindical,
democrática, social y política), por más que ellas
sean frágiles y su continuidad precaria bajo el capitalismo. Jamás
debe renunciarse a defenderlas, en nombre de un planteo general anticapitalista
indiferenciado. Nadie, y menos una clase social, puede decirse capaz de
conquistar el poder si no es capaz de defender irrenunciablemente cada
posición conquistada. Simultáneamente, es un deber irrenunciable
el realizar la más firme, seria y constante denuncia del capitalismo,
incluyendo el aspecto específico en cuestión (en educación,
salud, jubilación, etcétera).
* El objetivo de los revolucionarios es la disputa por las masas o
sectores de avanzada. Y las disputamos allí donde ellas se encuentren
(por ejemplo, siguiendo a agentes burgueses–burocráticos en sindicatos
o centrales, en centros de estudiantes o en federaciones de ellos de tipo
“convencional”).
Es también de principios encarar en forma simultánea
la lucha contra la burocracia y sus estructuras orgánicas. Ello
requiere una actitud inteligente, paciente y conspirativa en las organizaciones
controladas por la burocracia. Por más contradicciones secundarias
que ésta pueda tener con el enemigo de clase, es su agente en el
movimiento obrero y de masas. Esas contradicciones pueden y deben explotarse,
pero teniendo como norma no hacerse –ni alentar– la más mínima
ilusión en que su accionar pueda llevar una lucha al triunfo y no
a un despeñadero, pretendiendo “planes de lucha hasta la huelga
general indefinida”, o consignas similares. Una huelga general de esas
características, que para ser victoriosa tiene que pasar a un estadio
revolucionario en la acción, jamás puede ser conducida a
la victoria por ninguna de las variantes burocráticas actuales (u
otras similares que puedan surgir en el futuro).
* La participación en las organizaciones de masas existentes
no pasa por luchar para ganarlas para una política revolucionaria
y conquistar las fosilizadas organizaciones burocráticas para una
política revolucionaria: ello es imposible en términos generales.
El órgano hace a la función y al igual que ocurre con el
parlamento –que está hecho para defender los intereses de la burguesía–,
tampoco se puede poner al servicio de la revolución a los sindicatos
dependientes del estado burgués, simplemente cambiando a su dirección.
* Los revolucionarios actuamos en las organizaciones burocráticas
y/o burguesas de obreros, estudiantes y sectores populares, para facilitar
la experiencia de las masas con sus direcciones; acompañarlas y
ayudar en su proceso de radicalización; ayudar a barrer a las direcciones
burguesas o proburguesas e impulsar nuevas formas de organización
que, para ser aptas para la lucha revolucionaria, deben ser necesariamente
democráticas y pluralistas. Así trabajamos también
para formar una conciencia anticapitalista en un sector de vanguardia.
* La lucha por la vanguardia obrera y popular y por las masas se da
en todos los terrenos y en todas las instituciones.
Los revolucionarios no tenemos –ni sembramos– la más mínima
ilusión en que la sociedad capitalista pueda ser destruida por una
vía electoral e institucional, pero tenemos el deber de utilizar
ese campo político para disputar a los explotados de la influencia
ideológica de la burguesía y luchar, también allí,
para que se orienten hacia una perspectiva anticapitalista y socialista.
El cretinismo antielectoralista no es mejor que el cretinismo parlamentarista:
es su simple contracara y la renuncia a disputar las masas, dejando que
la influencia burguesa se ejerza sin obstáculos.
Consideramos vigentes las expresiones de Lenin acerca de que
“mientras no se tenga fuerza para suprimir los parlamentos burgueses (_)
se debe actuar dentro de ellos porque es allí donde se encuentran
todavía obreros embaucados (_); de lo contrario se corre el riesgo
de convertirse en simples charlatanes (_) ¡Ustedes quieren crear
una sociedad nueva, y sin embargo temen las dificultades que implica la
formación de un buen grupo parlamentario integrado por comunistas
convencidos, abnegados y heroicos en un parlamento reaccionario!”.
Los socialistas revolucionarios evaluarán en cada situación
precisa de la lucha de clases de un país dado, cuáles son
las mejores tácticas de intervención electoral, reservándose
siempre la más absoluta independencia para plantear el conjunto
de su programa sin ataduras o limitaciones externas.
* Todas las formas de intervención de los revolucionarios proletarios
–en las distintas condiciones que impone el capitalismo– tienen como objetivo
ayudar a preparar y a foguear a una vanguardia obrera y popular, y a la
organización como parte más consciente y organizada de ella,
en la perspectiva de intervenir para llevar al triunfo el irrumpir revolucionario
del movimiento de masas cuando las propias condiciones de la descomposición
capitalista hagan insoportable sus condiciones de vida materiales (sea
por una brusca exacerbación de las penurias “normales”, por condiciones
de colapso financiero, guerras o situaciones similares).
* Es imposible que la revolución comience, sin un irrumpir tumultuoso
de millones, muchas veces sin más que una cosa clara: no soportan
más el viejo orden, aunque carezcan de una clara conciencia acerca
de con qué suplantarlo.
Y es imposible que la revolución triunfe, sin que una
organización o partido revolucionario intervenga conscientemente
en ese proceso, facilitando un salto en la conciencia política de
millones que se concrete en la conquista de su propio poder revolucionario.
Salvo la rusa, donde un partido revolucionario canalizó las energías
de las masas hacia la conquista del poder (al margen de su degeneración
posterior), todas las incontables revoluciones del siglo, al carecer de
este elemento del partido revolucionario internacionalista, o fueron aplastadas,
retrocedieron, se barbarizaron o se quedaron en una expropiación
de la burguesía local, sin que eso significara el ejercicio social
y político del poder por los trabajadores y los revolucionarios
internacionalistas, con lo que se crearon las condiciones para el dominio
burocrático y el proceso de restauración capitalista y de
entrelazamiento también económico de la burocracia con el
imperialismo mundial.
* La revolución proletaria no es la extensión y ampliación
cualitativa de la democracia burguesa: es en primer lugar su negación
y superación revolucionaria.
El pasaje de la dictadura –bajo formas seudodemocráticas–
de una pequeña minoría de la sociedad, al poder de la mayoría
de los explotados y oprimidos, constituye la dictadura del proletariado.
Dada la prostitución burocrática de esta definición,
y la negación completa de su contenido, puede que tome otro nombre
que el que le asignara Lenin, pero esto no puede eliminar el contenido
de su concepto.
Está fuera de toda duda que el enemigo ofrecerá
una resistencia tremenda y violenta ante ella y será imposible vencerlo
si se facilita su trabajo contrarrevolucionario. La mayor o menor coerción,
el mayor o menor ejercicio de la dictadura, estarán directamente
relacionados con la magnitud de la resistencia y ferocidad que oponga el
enemigo de clase y sus lacayos. Pero no puede haber vacilaciones a la hora
de aplastar la contrarrevolución. Por eso, y para avanzar hacia
la nueva sociedad, es necesaria la más amplia democracia entre los
defensores de la revolución (lo que incluye también a quienes
no se alcen en armas contra ella ni trabajen directamente con quienes lo
hacen). La clase obrera, los explotados y sus aliados, deben ser quienes
decidan quién pertenece y quién no, a la legalidad del campo
revolucionario, así discrepe mucho con la mayoría.
La LSR está convencida de que el bolchevismo fue adoptando
el curso al que circunstancias excepcionales lo condujeron. Su actuación
no estuvo condicionada por una concepción teórica sino por
la derrota de la revolución europea, la concentración del
ataque de la contrarrevolución imperialista mundial armada, la destrucción
de condiciones económicas mínimas, y el aniquilamiento de
la clase obrera misma –en particular con la hambruna de 1920–. El desarrollo
de la historia determinó un comportamiento que debemos analizar
críticamente para no repetir errores, pero sin caer en un reverso
pequeñoburgués democratista, como si pasar de la sociedad
de clases a la eliminación de las mismas pudiera ser un proceso
indoloro y no traumático, no violento y carente de errores.
Para el partido socialista revolucionario la estrategia es la
conquista revolucionaria del poder en el país donde actúa
y la liquidación de “su” burguesía. Pero alcanzado este objetivo,
el poder conquistado es sólo una valiosísima palanca táctica
en la lucha internacional por aplastar a la burguesía a escala regional
e internacional.
* La revolución socialista es un proceso social, político
y militar que tiene una evolución internacional pero también
“nacional”. Es inconcebible que la revolución proletaria se “exporte”
en la punta de las bayonetas, por más proletario que sea el ejército
invasor. Esto no niega que un gobierno revolucionario no debe vacilar en
colocar todas sus fuerzas para colaborar militarmente en el aplastamiento
de las fuerzas burguesas que enfrenta el proletariado revolucionario de
cualquier otro país, si ese proletariado así lo reclama realmente.
* En la LSR estamos convencidos de que es necesario impulsar ya mismo
el reagrupamiento de todos los revolucionarios marxistas, socialistas e
internacionalistas. Todo paso que podamos dar en ese sentido es invalorable
en el camino de la reconstrucción de una organización internacional
del socialismo revolucionario. Al mismo tiempo, estamos convencidos de
que la hipótesis más probable para dar un salto hacia una
internacional revolucionaria de masas, es el proceso que dio lugar a la
Tercera Internacional, en el sentido de que una revolución triunfante
en cualquier país es el más colosal envión para la
construcción de una internacional revolucionaria de masas que combata
al imperialismo a escala planetaria.
El desarrollo de la historia puede presentar vericuetos inesperados,
pero la tarea más importante de un poder revolucionario triunfante
en un país (chico, mediano o grande) es la de impulsar esa internacional.
Dicho poder debe, por supuesto, tomar medidas internas y no descuidar en
absoluto este frente, pero incluso el destino mismo de los trabajadores
del país revolucionario se juega en la arena de la revolución
socialista internacional. Cualquier otra política constituiría
un remedo patético del “socialismo en un solo país” con iguales
o peores resultados que a los que condujo el stalinismo l
Así estuviéramos todos completamente de acuerdo con las
propuestas enunciadas –lo que seguramente no sucederá–, sólo
estaríamos dando un paso, fijando un rumbo, para debatir todos y
cada uno de los problemas presentes, pasados y futuros.
Hay que encarar ese camino superando la perversión stalinista
de que los revolucionarios sólo podrán unirse si son capaces
de superar previamente todas sus diferencias. Si así fuese, estaríamos
ante una especie de versión ligth, posmoderna, del partido monolítico
(sólo que ésta, además, no conduciría a ninguna
parte; o, más precisamente, conduce a una sucesión de distintos
pantanos).
Ese camino “monolítico” no sólo es la negación
del bolchevismo hasta 1917, sino también la de la unificación,
en junio/julio de ese año, del partido de Lenin con la importante
–en calidad y cantidad– Organización Interdistritos dirigida por
Trotsky.
Se trata nada más ni nada menos que de terminar con casi
tres cuartos de siglo de monolitismo (transmitido de una u otra forma también
a quienes luchamos contra el stalinismo) y de infalibilidad de los dirigentes
del nacionalismo burgués o de los comandantes guerrilleros.
La realidad ha puesto en el tapete la necesidad de profundizar
un debate que recién está en sus comienzos.
Pero no puede caerse en el grave error de contraponer debate
con acción, ya que esto ni siquiera posibilita un buen debate. Hay
que hacer camino al andar, usando las piernas y la cabeza, coordinando
los movimientos.
Esto no significa imponer algún tipo de “centralismo democrático”,
salvo en lo que se esté dispuesto a aceptar como programa y como
acción común acordada. Para quienes tienen confianza política
en tal o cual organización y dirección, naturalmente la cuestión
es distinta. Pero ese criterio no puede imponerse a la abrumadora mayoría
de socialistas revolucionarios que logremos organizarnos en común.
Las invocaciones generales al “centralismo democrático”
en las actuales condiciones, o son una piedra puesta (intencionadamente
o no) en el camino del reagrupamiento de los revolucionarios, o un vulgar
pretexto que responde a los axiomas impuestos por el stalinismo en el pasado.
O se horizontalizan al máximo las decisiones para agrupar
a los socialistas revolucionarios (y ni que hablar, si se tratara de la
izquierda en general), o no habrá más posibilidad que la
de conformar una grotesca caricatura de aparatito.