Juicio cristiano sobre el neoliberalismo
Pedro Casaldáliga

El gran desafío para cualquier conciencia humana, y evidentemente para toda 
acción pastoral, es, sin duda, el neoliberalismo, ese sistema, ahora único y 
señor, y que se cree definitivo, el "no va más" de la historia humana. No soy 
especialista ni en política ni en economía ni en sociología, pero quiero 
compartir, humanamente y cristianamente, con ustedes ese desafío mundial. 
Para salir al paso de cualquier ingenuidad, es bueno recordar que el 
neoliberalismo es capitalismo puro; más aún, es el capitalismo llevado a las 
últimas consecuencias. No es sólo el capital sobre el trabajo, sino el capital 
contra el trabajo; trabajo que sería un derecho de todos y que está siendo 
prohibido a una mayoría creciente, por obra del desempleo. El lucro por el 
lucro, que en el capitalismo neoliberal se constituye en el mercado total y 
omnipotente, haciendo de la misma humanidad una compraventa. La propiedad 
privada, cada vez más privatista y privatizadora: el neoliberalismo es el 
capitalismo de la exclusión decretada para la inmensa mayoría de la humanidad. 
Siempre el capitalismo impidió a muchos «tener», a la mayoría; hoy el 
neoliberalismo le impide «ser» a esa mayoría inmensa. Hablábamos de tres o 
cuatro mundos. Para el sistema neoliberal el mundo se divide redondamente en 
dos: los que tienen y cuentan y pueden vivir bien, y los que no tienen y no son 
y, por lo mismo, sobran. 
El capitalismo que podríamos llamar más tradicional se apoderaba de los estados 
y capitalizaba encima de ellos. El capitalismo neoliberal propugna e impone la 
estructura del estado mínimo. Con lo cual, de hecho, acaba negando la misma 
sociedad. Un mundo, con sus países, sin unos estados auténticamente 
representativos y garantes de los espacios, oportunidades y armonía de 
convivencia para los ciudadanos y ciudadanas, ya es un mundo sin sociedad. Y sin 
futuro también. El neoliberalismo es tan homicida como suicida. A los países de 
ese otro mundo, el tercero, les queda el desempleo, el hambre, la violencia. 
Una violencia que es reacción muy explicable de seres estructuralmente 
violentados. En nuestros países pobres la economía informal ya era 
aproximadamente el 70 % de la economía. Hoy día la violencia ha pasado a ser una 
nueva economía de sobrevivencia. Para el primer mundo, también, el creciente 
desempleo y la dramática perspectiva del sinsentido. Y para ambos mundos la 
marea incontrolable de la migración. Ya, analistas muy sensatos del futuro 
próximo, han definido el siglo XXI como el siglo de las migraciones. «Los nuevos 
bárbaros» habremos de invadir el nuevo imperio. O se le da espacio a la 
humanidad o la humanidad se lo toma. 
Y esa iniquidad toda del neoliberalismo, supuestamente acabadas las 
alternativas, las utopías, la socialización humanizadora, entraña la iniquidad 
de una impunidad total. A nadie ha de rendirle cuentas. Teóricos o teólogos, 
digamos, de esa religión-idólatra del mercado total, han tenido el coraje de 
aceptar que un 15 % de la humanidad tendrá de hecho el derecho de vivir y de 
vivir bien. La humanidad restante sobra. Un maltusianismo economicosocial 
definitivo. El Dios de la vida, PadreMadre de toda la humanidad, calculó mal, se 
empeñó ingenuamente y habrá de ceder su puesto a ese otro Dios de las minorías 
y... de la muerte. 
Para nosotros, el neoliberalismo es esencialmente inicuo, es pecado, pecado 
mortal, porque mata. Un juicio simplemente humano y con mas razón si es 
cristiano, sólo puede condenar de raíz el neoliberalismo, su filosofía y su 
práctica. No negamos, evidentemente, el derecho y hasta la necesidad del 
mercado. Siempre, a su modo, la humanidad, lo ha ejercido. Negamos, eso sí, la 
primacía y la totalidad del mercado. Ser humano no es solamente comprar o 
vender. El lucro a toda costa y sin otras consideraciones y el consumismo 
desenfrenado matan físicamente a los que no tienen acceso, y matan moralmente a 
los supuestamente beneficiados. Pero además destruyen el entorno humano. Son 
antiecológicos por definición. 
Para la fe religiosa, la humanidad posee una genética divina. Está destinada a 
la vida. Y para la fe religiosa, el universo, con sus potencialidades, es una 
casa común: la oikos de todos los hijos e hijas del único Dios Padre-Madre. 
Tener fe en ese Dios de la vida y en su proyecto para la humanidad, 
necesariamente exige una total rebeldía frente a ese sistema excluidor, homicida 
y ecocida. 
Yo vengo propugnando el macroecumenismo, aun a sabiendas de ciertas 
susceptibilidades, y no precisamente para prescindir de mi identidad cristiana y 
católica. Creo en el macroecumenismo porque creo en el Dios único, Presencia, 
Llamado y Encuentro en todas las religiones. A partir de un macroecumenismo 
vivido con lucidez y sinceridad, es evidente que las grandes Causas de la 
humanidad se tornarán nuestras Causas. Porque son las Causas de Dios. Los 
derechos humanos son derechos divinos. En cristiano, la gran Causa de Jesús: el 
Reino, que es el proyecto de Dios para la humanidad. 
La teología de la liberación, precursoramente, salió al paso del neoliberalismo 
al proclamar la opción por los pobres y sus causas como la opción de la iglesia, 
y el criterio ético para la sociedad. Se ha repetido mucho la afirmación del 
Papa Juan Pablo II acerca de la teología de la liberación. Es bueno recordar que 
la teología de la liberación nunca fue comunista; que el muro de Berlín nunca 
fue la cátedra de la teología de la liberación; y que el neoliberalismo sí es el 
mayor muro que la humanidad haya levantado entre una minoría de privilegiados y 
la mayoría de los excluídos. 
Acerca de la vigencia de la opción por los pobres y de la teología de la 
liberación basta reconocer que hay pobres, cada vez más numerosos y cada vez más 
pobres; confesar todavía al Dios de los pobres y a su hijo Jesús, que los 
proclamó bienaventurados; y pensar en la relación entrañable que existe entre 
esos pobres y ese Dios, entre los pobres y el evangelio. 
¿Qué queda de la opción por los pobres? ¿Qué queda de la teología de la 
liberación? Son dos preguntas que se van haciendo impertinentes. La respuesta es 
más que sencilla, insoslayable: mientras exista el Dios de los pobres y haya 
pobres en el mundo y haya cristianos y cristianas que opten por ese Dios y por 
esos pobres, y haya cabezas cristianas que piensen la relación que existe entre 
los pobres y el Dios del evangelio habrá opción por los pobres y la teología de 
la liberación. La opción por los pobres no es, para la iglesia de Jesús, una 
opción facultativa, o una más entre otras: es la opción históricosocial de la 
iglesia, la versión político-económica del mandamiento del amor. 
Yo recordaba estos días las tres autodefiniciones de Dios:
-«Yo soy el que te saqué de Egipto», diice el Señor en el libro del Éxodo (20, 
l). Yo soy el Dios de la liberación.
-«Yo soy el que iréis viendo cómo soy»  (Ex 3, 14). Yo soy vuestro futuro, soy la 
utopía de la humanidad.
-«Dios es amor» o traducido más exactammente, «Dios consiste en amar» (1Jn 4, 
16). Dios es la solidaridad. 
Estas tres autodefiniciones divinas serían simultáneamente la más radical 
condenación del neoliberalismo, de la esclavitud del mercado, del fin de las 
utopías, y de la insolidaridad; y al mismo tiempo serían la garantía suprema de 
la esperanza de los pobres, en esta noche oscura que les quiere negar hasta el 
espacio de la sobrevivencia; y la confirmación revelada de la teología de ¡a 
liberación y de la política alternativa de la solidaridad, la participación y la 
igualdad fraterna. 
Hablo de la iglesia de Jesús, de las iglesias cristianas, y quisiera hacer 
constar que posiblemente sea ése el primer desafío: la vivencia y la expresión 
en el mundo actual de un ecumenismo real. La unidad de los cristianos no es sólo 
una especie de condición reconocida por el propio Jesús, diríamos, «que todos 
sean uno para que el mundo crea», sino también una condición sacramental para 
que el mundo viva. Si alguna misión tiene la iglesia en este mundo es, sin duda 
alguna, la de anunciar y practicar la filiación divina y la fraternidad y 
sororidad humanas. 
A lo largo de la historia la iglesia de Jesús muchas veces no ha sabido ser la 
diakonía que Jesús soñaba: ser proximidad, hacerse prójimo de los caídos a la 
orilla del camino de la sociedad; anunciar la buena noticia a los pobres y 
liberar a los cautivos; dar de comer, vestir, humanizar... El terrible 
antitestimonio de las diferentes guerras cristianas y las muchas cruzadas 
conquistadoras, así como el ansia de poder, el lujo y la insensibilidad frente a 
las injusticias institucionalizadas, dejan a la iglesia con una «deuda externa» 
cuya cancelación sería el paso previo para su credibilidad y para una 
evangelización verdaderamente nueva y eficaz. 
Uno puede temer, justamente, que la historia futura condene a la iglesia de hoy 
por no manifestarse con gallardía profética frente al neoliberalismo, como ya ha 
sido condenada la iglesia de ayer por no haberse pronunciado debidamente contra 
los colonialismos en América Latina, en Africa o en el continente asiático, y, 
muy particularmente, contra la esclavitud del pueblo negro. 
Pienso que como iglesia sufrimos una multisecular esquizofrenia, la dicotomia 
entre la fe y la política, entre la caridad y la economía, entre la escatología 
y la historia. En el fondo no acabamos de creer en la encarnación histórica de 
Dios, en esa unidad de lo humano y lo divino en la figura de Jesús de Nazaret. 
El paradigma programático más actual y siempre más evangélico para la iglesia de 
ese Jesús debería ser la evangelización liberadora, comunitaria e inculturada. 
En nuestro Continente, por la gracia de Dios, por la sangre de nuestros mártires 
la iglesia de América latina ha sabido, en teoría por lo menos, proclamar esa 
evangelización inegral. 
A partir del Concilio Vaticano II, y ubicando en nuestra hora y en nuestro lugar 
los signos de los lugares y de los tiempos, los tres grandes concilios 
continentales de Medellín, Puebla y Santo Domingo, asumieron, respectivamente, 
la opción por los pobres, la comunidad como «comunión y participación» y la 
inculturación. 
En una versión muy lúcida y práctica, la iglesia de Brasil en concreto, y no 
solamente ella, ha ido traduciendo ese programa renovador en las comunidades 
eclesiales de base, en las pastoraies específicas, en la multiplicación y 
diversificación de los ministerios y en programas nacionales de respuesta a 
situaciones de emergencia o a reivindicaciones populares. 
La «campaña de la fraternidad» que la Conferencia Nacional de los Obispos de 
Brasil viene organizando desde el año 1964, tuvo como lema en 1996 «Fraternidad 
y Política», y su lema fue la hermosa utopía del salmo 85: «La Justicia y la paz 
se abrazarán». Sólo con leer los temas y lemas de esas treinta y tres campañas 
anuales, ya se percibe la voluntad de encarnar la fe y de hacer social el amor. 
A raíz de la famosa afirmación del Papa, en el avión en que venía a 
Centroamérica sobre la teología de la liberación, me llamó un periodista de 
México para preguntarme si ya había muerto de verdad esa teología. Yo tenía en 
las manos, precisamente, el texto base de esa campaña de la fraternidad 
brasileña: todo él es pura teología de la liberación, en su contenido y hasta en 
su metodología de ver, juzgar y actuar. 
Por cierto que, el mismo Papa, en otro vuelo hacia América Latina, acosado por 
los periodistas, respondió categóricamente: «Yo también soy teólogo de la 
liberación». Y, en aquella carta ya histórica que el mismo Papa envió al 
episcopado brasileño en una ocasión de alta emotividad, Juan Pablo II afirmaba 
que «la teología de la liberación es no solamente oportuna sino útil y 
necesaria». El Concilio Vaticano II quiso ser el aggionarmento, la renovación 
moderna de la iglesia semper renovanda (que siempre ha de renovarse). 
Desgraciadamente para algunos, el Vaticano II fue un inoportuno soplo del 
Espíritu, o ya habría pasado también de actualidad. El gran teólogo Rahner 
pensaba, por el contrario, que nos llevará un siglo para implementar ese 
pentecostal concilio. 
Pues bien, esa constante renovación, la renovación mayor de la iglesia, 
solamente se dará en la medida en que ella se vaya convirtiendo al Dios de la 
Vida y de la historia revelado en Jesucristo, y a los excluidos de la historia y 
de la vida, crucificados con Él; en la medida en que también ella sepa que está 
en el mundo no para condenar al mundo sino para salvarlo. Con una salvación 
integral, que es liberación total. 
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