El capitalismo y la Iglesia
1. El
Capitalismo. El capitalismo es un sistema económico, es decir, una forma
concreta de organización de la sociedad para resolver el problema económico,
muy vinculado en su origen al liberalismo filosófico, aunque en parte distinto
a él, y con implicaciones en el terreno sociológico, jurídico y cultural. Como
sistema está integrado, en un primer nivel, por elementos ideológicos:
concepciones de la vida, la persona, el mundo, creencias, etc., que inspiran,
en un segundo nivel, las instituciones -una de ellas es el mercado-, normas,
leyes que vertebran el sistema y regulan los modos de conducta. Además, en un
tercer nivel, están las leyes propias del ámbito, en este caso las leyes económicas
con su lógica específica. Por ello caben distintos tipos de capitalismo:
primitivo, radical, neoliberal, etc., según las diversas formas históricas en
que se ha concretado.
En el capitalismo, el grupo social propietario del capital productivo asume el
papel de sujeto del proceso social de la economía, quedando los demás en una
situación de dependencia, y origina enfrentamientos entre las clases. Pablo VI,
aunque reconoce su contribución positiva al desarrollo industrial, afirma que
un capitalismo puro es incompatible con la vida cristiana ya que considera «el
provecho económico como motor esencial del progreso económico, la libre
concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los
medios de producción como derecho absoluto, sin límites ni obligaciones
sociales» (Populorum progressio, 26). Además, considera el trabajo como mera
mercancía, la empresa como una sociedad de contratos en que el capital domina y
dirige la empresa siendo el trabajador remunerado a un tanto alzado (salario),
mientras el capital dispone de una remuneración variable denominada beneficio.
Pío XI, afirmaba que «no es condenable por sí mismo», condena sus abusos con
palabras durísimas (cfr. Quadragesimo anno,nn. 101-105). Juan Pablo II, en
Laborem exercens, declara inaceptable el capitalismo rígido como una forma de
economicismo y materialismo que considera el trabajo como una mercancía que
contrapone al capital (nn. 7, 11 y 13).
En la actualidad, el capitalismo primitivo no lo sostiene prácticamente nadie y
han surgido corrientes de pensamiento, bajo la genérica denominación de
neoliberalismo, que pretenden desligarse de las premisas filosóficas del
liberalismo individualista. Sus planteamientos son más bien la reivindicación
de una moderada libertad de la iniciativa privada frente a la inoperancia de
las burocracias estatales; reconocen la intervención jurídica y económica del
Estado regulando el mercado, la propiedad, la empresa y aliviando las
desigualdades humanas. A él se refiere Pablo VI en la Octogesima adveniens, 35
y Juan Pablo II en Laborem exercens, 8 pidiendo, por su raíz filosófica, un
prudente discernimiento.
2. Centesimus annus. En 1991, en la encíclica Centesimus annus, Juan Pablo
IIhace un juicio de valor de especial interés. Se pregunta si el sistema
capitalista es el modelo a proponer a los países del Tercer Mundo que buscan el
verdadero desarrollo y dice: «Si por "capitalismo" se entiende un
sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa,
del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para
con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la
economía, la respuesta es ciertamente positiva, aunque quizá es más apropiado
hablar de "economía de empresa", "economía de mercado", o
simplemente de "economía libre". Pero si por capitalismo se entiende
un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada
en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral
y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético
y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa».
a) Sistema económico y sistema ético-cultural. La respuesta afirmativa de la
encíclica es al sistema de mercado libre (empresa, mercado, propiedad privada
de los medios de producción, libertad en la vida económica); la respuesta
negativa se refiere a algo diverso del mercado en cuanto tal, pues es más bien
una interpretación ideológica: una errónea concepción de la libertad no
encuadrada en un contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad
humana integral. Ambos niveles se presentan en la práctica muy unidos: lo que
se da es, de hecho, una economía de mercado influida por esa y otras
concepciones; pero es necesario distinguir niveles. Y así la encíclica, al
criticar el capitalismo, repite que: «Estas críticas van dirigidas no tanto
contra un sistema económico como contra un sistema ético-cultural. En efecto,
la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana.
Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el
centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no
subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el
sistema económico mismo, cuanto en el hecho de que todo el sistema
sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado,
limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios».
En otras palabras, distingue entre capitalismo como «sistema económico»
(economía libre de mercado) y capitalistmo como «sistema ético-cultural», y sus
críticas al sistema capitalista se dirigen a un nivel más elevado que el
meramente económico. Se dan en lo que llamábamos primer nivel, el conjunto de ideas,
creencias, teorías, concepciones científicas, que Juan Pablo II denomina
«sistema sociocultural». Es decir, en el conjunto de ideas sobre el hombre, su
ser, su fin, su sentido, su relación con los demás hombres y con todas las
criaturas (antropología) que forman la cultura actual. Esa antropología, a su
vez, determina las elecciones y los fines de los agentes económicos, inspira
las instituciones, las leyes, y conforma la concepción ética y religiosa de la
actividad humana. A este propósito considera que «la negación de Dios priva de
su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden
social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona (Centesimus
annus, 13).
A juicio de Juan Pablo II, lo que no es aceptable del capitalismo son muchas de
las ideas y valores que constituyen la cultura del mundo occidental en gran
parte debidas al liberalismo, en lo que tiene de mecanicista e individualista,
cuyo concepto de libertad incondicionada es el que critica. Por eso dirá más
adelante que «la solución de los graves problemas nacionales e internacionales
no es sólo cuestión de producción económica o de organización jurídica, sino
que requiere precisos valores ético-religiosos, así como un cambio de
mentalidad, de comportamiento y de estructuras». De ahí que reclama «un cambio
de mentalidad, de comportamiento», referente a algunas de las actuaciones y
conductas frecuentes en la cultura actual: un «estilo de vida que se presume
como mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no
para ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como
fin a sí mismo» (n. 36); el consumismo, «al reducir al hombre a la esfera de lo
económico y a la satisfacción de las necesidades materiales» (n. 19); la
alienación en el trabajo «cuando se organiza de manera tal que «maximaliza»
solamente sus frutos y ganancias y no le preocupa que el hombre, mediante el
propio trabajo, se realice como hombre» (n. 41).
b) La economía de mercado. De otra parte, la opinión del Papa sobre la economía
de mercado, como instrumento técnico, es favorable: «da la impresión de que el
libre mercado (es) el instrumento más eficaz para colocar los recursos y
responder eficazmente a las necesidades» y más adelante dice: «ciertamente, los
mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a
utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos». En ese
sentido Juan Pablo II invita a todos a hacer un análisis crítico riguroso de
los sistemas y de los regímenes económicos para discernir los diversos niveles,
corregir los influjos de ideologías individualistas o de otro tipo contrarias a
la verdad del hombre y fomentar un cambio en las instituciones.
Una teoría del mercado que lo considere movido por sujetos amorales y
espiritualmente neutros es una pura abstracción irreal. De hecho, los sujetos
económicos están animados por una cultura, una idiosincrasia, un ethos y un
espíritu que influyen decisivamente en el destino del mercado mismo. Por eso,
junto a este reconocimiento del mercado como instrumento técnico, señala un
conjunto de limitaciones, ya conocidas por los expertos, y que es necesario
suplir: el mercado sólo resulta viable para los que tienen algo que ofrecer
quedando fuera los que no disponen de medios o «no tienen posibilidad de
adquirir los conocimientos básicos» y, por lo tanto, «no se les reconoce, de
hecho, su dignidad» (n. 33); el libre mercado «vale sólo para aquellas
necesidades "solventables" con poder adquisitivo» (n. 34). Pero hay
necesidades humanas fundamentales que deben ser atendidas, que no tienen
manifestación económica y no puede cubrir el mercado: Finalmente, «existen
necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante
sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay
bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar».
c) La función del Estado. Igualmente, considera como función del Estado
«determinar el marco jurídico dentro del cual se desarrollan las relaciones
económicas»; garantizar la igualdad de condiciones de los distintos agentes
económicos poniendo «en defensa de los más débiles, algunos límites a la
autonomía de las partes que deciden las condiciones de trabajo»; «intervenir cuando
las situaciones particulares de monopolio creen rémoras u obstáculos al
desarrollo»; «proteger la libertad de todos» y «vigilar y encauzar el ejercicio
de los derechos humanos en el sector económico»; la provisión de bienes
públicos como «un sistema monetario estable», «servicios públicos eficientes»,
«seguridad jurídica», «la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son
el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar
asegurada por los simples mecanismos de mercado»; según el principio de
subsidiariedad «secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que
aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sean insuficientes o
sosteniéndola en momentos de crisis» y «ejercer funciones de suplencia en momentos
excepcionales».
Carlos Moreda de Lecea
(Tomado de Razón Española)