El cristalino mar azul
El vaivén cristalino de las olas seguían danzando como una procesión interminable bajo un joven, pero gastado cuerpo. Él lo sentía sobre su piel, pero su vista estaba fija en ese inmóvil cielo celeste. Estaba a la deriva, pero él realmente no lo notaba. Suponía que todo estaba bajo su control-su omnipotente control. Creía que las olas se movían debido a él, que él flotaba gracias a su sabia inspiración/expiración diaria, que el cielo y el mar existían por él, casi que para él.
Así se sucedían los días, nunca uno igual al otro, siempre distintos. Días de tormentas, días de calma, días de comprensión y días de soledad y silencio. Lamentablemente para él, un hecho fortuito le sacó de su ensueño de laureles y se lo llevó consigo: un día de tormenta, su cuerpo se hundió bajo la superficie y quedó allí, atrapado en una telaraña inmóvil, en una dimensión de limitación. Y sus ojos se llenaron de agu, y sus oídos, y su nariz, su boca; uno por uno, todos los mimbros de su cuerpo fueron atrapados por el agua. Pero él no se movió.
Sucedieron así días, meses, quizás siglos y él siguió bajo la superficie. Llegó hasta el punto en que no sabía si estaba sobre la superficie o bajo ella; si el cielo era otro al que veía distorsionado por sus húmedos ojos. Todo empezó a caer. Primero la confianza en sí mismo, luego sus ideales, luego sus pensamientos, hasta que llegó la hora de la esperanza. Y rezó. Rezó como siempre lo hacía, cuando siempre lo hacía (cuando estaba en problemas) y a quién siempre lo hacía: a Él, su padre.
Empezó a ver. No con sus ojos húmedos o su lengua reseca de algas y sal, o sus manos carcomidas por los animales oceánicos o sus oídos que hace tiempo no eran más que dos caracolas de mar: empezó (más bien volvió) a mirar dentro de sí. Algo que casi se le había olvidado, pero que como el viento nunca realmente se va, sólo se esconde. Vio su vida. Vio su familia, amigos, estudio, su corazón atribulado y su ya tan gastada conciencia y lentamente, muy lentamente empezó a ver. Primero entendió cómo el vaiven lo había llevado a cualquier lado, confundiéndole el rumbo, perdiéndole su centro de gravedad. Cómo se había dejado llevar por esas arrulladoras olas que no hicieron más que alejarlo de casa. Cómo esas ondulaciones afrodisíacas le habían corrompido el sentido del amor.
Pero él sigue allí. Sigue flotando bajo la superficie, pensando nuevamente en todo lo que había dejado de lado. Pero le queda mucho que pensar. Le queda mucho silencio que entender.
Philippe Andrade