Una nota sobre la poligamia del Ratón Pérez.

Yo era un encanto cuando tenía cinco años. Tenía un amiguito, Alex, que quería ser bombero y piloto y todas esas cosas que quieren ser los niños a los cinco. Creo que ahora dejó la universidad y tuvo un hijo con su novia. Ehm. Bueno, a diferencia de él yo quería saberlo todo. Les digo, era yo un encanto. Estaba segura de que con el tiempo, cuando creciera, iba a saberlo todo. Claro, yo era estupenda. Nunca había ido a la escuela, pero sabía contar hasta veintinueve. A veces contaba espontáneamente, por placer. Uno dos tres cuatro, veintisiete veintiocho veintinueve, y veinte. De veras. Contaba hasta veintinueve y volvía a veinte. Después de pasar tres o cuatro veces por el veinte, mi natural genio y suspicacia me orillaban a suponer que algo andaba mal. Aquí algo anda mal, pensaba yo. Tenía yo sin embargo la firme convicción de que el problema se resolvería al paso del tiempo. Dejaba mi juego de contar y pasaba a cualquier otro juego. Uno de mis juegos favoritos era saltar zanjas. Vivía en algún lugar a medio urbanizar y en todos los terrenos baldíos había albañiles que hacían zanjas. Llegó un día muy feliz de mi infancia en el que mi papá me llamó y me enseñó la milagrosa existencia del treinta, del cuarenta, del cincuenta y siguientes hasta el cien. Eso fue fantástico. Pasé del veintinueve al cien en unos cuantos minutos. Unos doce años más tarde descubrí la diabólica existencia del teorema de Gšdel, pero en mi infancia de los cinco años el treinta representó un deleite exquisito. A ese paso, seguramente algún día podría saberlo todo. Siempre sentí esa seguridad. Siempre hasta que un día mi papá me llamó y tuvo a bien informarme... Ācómo lo dijo? "Hasta el viejito más viejito del mundo ignora más de lo que sabe". Debo decirles que mi papá sabía cosas fantásticas. Mi papá sabía de dónde tenía que venir la luz para que uno se reflejara en los ojos de las personas. Y qué ojos, los de mi papá. Yo podía ver la ventana de la sala, y a mí misma en los ojos de mi papá, que son cafés pero no como los míos sino mucho más claros. Mi abuelo tenía ojos verdes y mi papá unos ojos cafés como el té de manzanilla. Un día me llamó aparte y me dijo que nadie podía saberlo todo. Una certeza murió para mí; una forma de fé desapareció. Desde entonces me siento un poco más sola. Realmente mi infancia terminó ese día. Ahora, a veinte años de distancia, vuelvo a abrazar la curiosidad que sentía entonces y que ha seguido conmigo, siempre a escondidas. Mi curiosidad se cuida de no hacer obvia la paradoja de su inutilidad. En cuanto a lo de saltar zanjas, estoy considerando cambiar la gimnasia olímpica por el atletismo.

Mi abuela, la que se casó con un señor bigotón de ojos verdes, gustaba mucho de cantar. Mi hermanita la adoraba por eso. Era una abuela joven, mi abuela, cuando mi hermanita nació. Cantaba la canción de la hormiguita que se encontró un centavo y se compró un listón y así atrajo la atención del legendario Ratón Pérez. Mi abuela también sabía silbar y sonreír al mismo tiempo, cosa que yo envidiaba mucho; realmente no sé si la dentadura postiza tuviera algo qué ver en el truco. Mi abuela vive sola en su departamento de la ciudad de México; todos los delincuentes de su barrio eran niños cuando ella llegó, y ahora la saludan y le dan el paso. La casa de mi abuela está desvencijada ahora, pero la abuela sigue recibiendo a sus hijos y nietos y atiborrándolos de tortillas de harina los domingos. Es divertido visitarla porque me ofrece comida todo el tiempo. No sé si es una neurosis personal o si es parte de su rol de abuela. La cosa es que cantaba aquella canción en la que el Ratón Pérez se muere ahogado en la olla de frijoles. Hace un par de años una amiga cubana me informó de otra muerte del Ratón Pérez, no en una olla de frijoles sino en una de sopa, en la que cayó por quererse comer las cebollitas de la sopa. Aun más, mi amiga me puso al tanto de que la esposa del Ratón Pérez no es la hormiguita, sino la cucarachita Martina. He aquí, pensé, el Ratón Pérez es bígamo. Tiene una mujer en México y otra en Cuba. Para confirmar el caso consulté la red y encontré unas coplas panameñas, muy sangrientas, que comienzan diciendo

"Porque Ratón Pérez
se cayó entre la olla,
y la Cucarachita Mandinga
lo gime y lo llora"

Bueno, este Ratón es todo un caso de talk show. He aquí una tercera mujer del Ratón Pérez. Luego entonces la canción de mi abuela resulta no ser de mi abuela, sino todo un ejemplo de tradición oral hispana. Yo, que renuncié a saberlo todo, me siento un poco perseguida por mi inclinación a preguntar. ĀSería yo más feliz de saber que el Ratón Pérez le era fiel a la hormiguita que se encontró un centavo? No, no es eso. Más bien me asusta cómo una pequeña postal de infancia de pronto se transforma en un hecho relevante, casi en una posible propuesta de tesis doctoral. Creo que he crecido. Ahora en vez de ser un encanto soy un desencanto.


23 de octubre 2002
Hormiga
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