Dice a sí.
Las novelas son como
edificios. Los cuentos, en cambio, se parecen más a las personas. Difieren de
ellas, ay, en un punto importantísimo: un buen cuento siempre será capaz de
tenerse en pie, hazaña que no todas las buenas personas alcanzan.
Tengo veintitrés años. Quise
escribir un cuento.
Por principio, el eterno
parloteo académico: unidad de tema. Un cuento trata un asunto; uno y sólo uno.
Elige tu asunto. Cuenta tu cuento.
Las tres parcas de mi cuento,
Destino, Fatalidad y Desatino, se enteraron en seguida y vinieron a verme. Como
de costumbre, hicieron escala técnica en mi cepillo. Practican esa maña desde
que quise escribir un hai-ku y se me empezó a caer el pelo. Según ellas, uno
nunca sabe qué puede escapar de la cabeza al amparo de un cabello viajero.
Pasaron por la báscula, pues, al las cerdas del cepillo y apareció así una
obsesión escapista. Una y media, si somos estrictos: la tautología, con su
hijita la redundancia. Elegido el asunto, faltaba ya solamente escribir el
cuento.
Volví a la academia en busca
del paso dos inciso “a” del manual “Cómo componer un cuento y aderezarlo
sabrosamente con las más refinadas artes de la glosa y la retórica, además de
otros variados secretos del oficio nunca antes publicados.” Encontré, cierto,
muy diversas recomendaciones sobre cómo empezar, extender y concluir un cuento,
y leí todos los debates sobre la relación autor-lector. Ninguno de los
discursos del manual, sin embargo, tenía relación con mi cuento. Declaré inútil
a la academia. Después, conversando con los amigos, aprendí excelentes técnicas
para deshacerse de cuentos inconclusos. En eso todos se mostraron muy
conocedores. Y muy crueles.
Mi escasa experiencia en
cuentos se debe a que nunca logré meter a mis textos en cinturas de género.
Practico la anécdota como forma de vida, y por eso sólo escribo anécdotas.
Comencé, eso sí, con anécdotas de tres cuartillas. Pero la eficiencia de mi
narrativa me ha llevado a abreviar esta extensión. Ahora siete renglones
contienen letras bastantes para entretenerme. Es casi como jugar carreras. Cada
vez menos verbos conjugados, cada vez más oraciones incompletas. Quizá la
prueba más dramática de todo esto, mi última anécdota, merezca una ojeada:
“Durante doce horas llovió la
amenaza del ejército; después llovió el ejército mismo, lleno de verde y de
máscaras. Escandaloso tomó la ciudad sin matar a nadie, porque en los países
civilizados se hace la guerra en paz. Con veintisiete fonemas y muchísima
paciencia fue redactado un armisticio y todos fueron felices para siempre.”
Dramática prueba dije, y debo
repetirlo, porque en este drama duerme el cuento.
—¿Qué te hace reír?
Los circuitos eléctricos. Y
las palabras. Voraz busco la aliteración, locuaz digo dos palabras para que me
hagan reír. Allí el otro gran dictador de mis bolígrafos.
Por eso, cuando me dispuse a
escribir, me detuve a preparar un par de trampas. La primera, referente a la
extensión, fue fácil de tender pero difícil de tragar: la única manera de
saltar el muro de los cinco renglones, es hablar. Hablar con él. Una trampa de
oralidad, para antes hablar de más y en seguida escribir de más, o, como dice
la gente, disgregar. Ya que no converso con frecuencia, cada vez me digo más a
mí y menos a los otros. Pierdo así habilidad para hacerme entender, aunque gano
habilidad para entenderme. Tal fue la primera de las trampas: hablarle al papel
como a mí, y no como a otros. La segunda trampa no llegó a tenderse. El
dictador me acarició la nariz y me soltó un fatal “No puedes resistirme” ante
el cual sonreí. Le tomé afición con los años. Ahora él se confunde conmigo. Si
la prosa se rima o los fonemas se cruzan, pues, me declaro inocente.
—Tú podrías contar historias.
Me vuelvo microscópica nada
más de pensarlo. Siempre me ha asustado mucho la Historia de la hache
mayúscula; mucho más en plural. Junto a la Historia, la esperanza de vida
siempre será ridícula. Contar historias. ¿Yo por qué? Tuve las mismas tardes
jóvenes que todos: algunas horas de manos húmedas en el laboratorio de foto,
algunas tardes en las calles. No llevo en los bolsillos nada que pueda admirar
al prójimo. Y no gusto, ciertamente de sembrar desconcierto ni de maquilar
torturas. Entonces, ¿yo por qué?
Además, a veces los cuentos
no ruedan como debieran. Igual que las personas, se detienen un momento frente
al espejo a recitar el yo quién soy. Luego salen a la calle como si nada,
trabajan de nueve a cinco o miran nubes. Ni los cuentos ni las personas son
como debieran. Porque tanto las personas como los cuentos dicen mentiras de vez
en cuando. Los cuentos hipócritas mienten te quieros para que uno los escriba,
y luego escapan por la ventana dejándolo a uno con los dedos llenos de tinta.
Tres veces por año unas gotas de vinagre liberan a mis dedos de cuentos (y de
personas) problemáticos.
Las historias, en resumen, me
dan miedo. Si alguna llega a convencerme de que la escriba, la hago veloz y
pequeñita, para que se vaya pronto. Como ésta:
“Mariana estaba enferma. Se
desmayaba de pronto y durante seis horas soñaba cosas extrañas. Un día una
mariposa entró por la ventana, y con constancia insólita, a fuerza de insistir,
se clavó en la garganta de Mariana. La cual no tuvo más remedio que tragársela.
Desde entonces Mariana ya no está enferma. Sin necesidad de desmayos, dormida,
sueña cosas extrañas.”
Ya había dispuesto la trampa
del bla bla y escrito algunas líneas cuando recordé a los cuentos
malagradecidos, en todo similares a los osos groseros. Mis empeines de bailarina
fracasada se tensaron de miedo. Tras el salto aterricé en un día de la semana
anterior. Un horrible pavorreal invadió la mesa mientras yo intentaba dibujar
un ángel. Volví. Ningún bicho detestable ha de interrumpir mis cuentos. Y
además, no podía permitir que mi cuento se convirtiera en un majadero.
Revolví los cajones en busca
del repelente contra mosquitos. Eso y un par de dientes de ajo deben ser
suficientes para mantener lejos a las bestias. Ah, tal vez exageré. Sobre los
papeles malolientes, las letras empezaron a hacer gestos. Las más sensibles
hasta estornudaron. Ni modo. No pude arriesgarme a que pavorreales u otros
animales odiosos llegasen hasta mi cuento. Ahora hasta poseo cuentos, qué
barbaridad. Nunca la compulsión de posesión había llegado tan lejos conmigo.
Me puse muy nerviosa.
Resuelto el problema de los bichos, quedaba el de las traiciones. No hallaba el
modo de evitar que mis párrafos se convirtieran en un puñado de bandidos. No se
los puede encerrar antes de escribirlos, y una vez escritos siempre corren más
que yo. Junto a la pared, pasé mi peso a la mano izquierda, y a la derecha,
hasta que me tronó el esternón. Entonces decidí terminar el cuento.
Los finales de los viajes en tren llegan siempre demasiado rápido, no importa cuánto se los desee. Para mí fue demasiado trabajo. No encuentro placer en apegarme al género. Quizá tenga yo problemas de disciplina. Hice dos dibujitos al margen y me fui a la cocina por una manzana. Todavía no terminaba de lavarla cuando ya el bolígrafo y el cuento dormían tranquilos, en espera de un nuevo deseo que los despierte.