La cara del Che Guevara, pintada en rojo sobre toda la pared del centro federado, no dejaba de impresionarme. Su rostro omnipresente me sobrecogía a veces cuando reunidos los camaradas discutíamos el próximo sabotaje a la autoridad universitaria; y Mariano se apasionaba en despotricar del corrupto rector y su sanguijuela, el vice-rector. El Che estaba ahí. Rojo, de mirada dura, y como odiándonos o combatiéndonos, su silueta victoriosa, definida en aquel claroscuro que ya había pasado a ser un símbolo de la revolución.
Pero afuera era distinto, diríase que gris, impreciso. Cuando
salíamos de la pequeña oficina del centro federado, sentíamos
el contacto con el otro mundo (el mundo real por cierto) en el que muchachos
y muchachas estudiantes, arrastrando cuadernos bajo el brazo, y fumando
sus cigarrillos hablaban de Maná y de los exámenes, del último
capítulo de "Los de arriba y los de abajo", y de los planes
para el fin de semana. Las pitucas, embutidas en sus bodies y jeans ceñidos
reían con sus dientes blanquitos y cuidando de no arrugar su rostro
a lo yanqui lleno de maquillaje caro, sin vernos nunca, o lanzándonos
miradas de desprecio cuando nosotros, parias para ellas, entrábamos
y salíamos de la pequeña oficina.
Por eso nos sentíamos bien estando dentro. Allí todos éramos
iguales, o lo parecíamos: cholos, feos, pobres; pero también
comprometidos; y respirábamos el mismo aliento de igualdad, de lucha,
de lucha por la igualdad, de reivindicación, de lucha..., de lucha
en fin y al cabo, que cada vez se convertía más en un batallar
contra los de afuera: ya no sólo los chicos y chicas snobs, sino
también nuestros hermanos de clase, actuando y portándose
como pequeñoburgueses, y peor aún, despreciándonos
y mirándonos con asco. Desde entonces, nuestras tomas de locales,
nuestras huelgas, protestas, y hasta nuestros pizarrones buscaban también
(aunque no lo decíamos) esa mirada de aprobación, ese "gracias"
que nadie nos daba por haber logrado la última rebaja de las pensiones;
y sobre todo, esa necesidad de sentirnos fuertes, de saber que no luchábamos
en vano, que significábamos una fuerza de cambio, que éramos
una alternativa.
El desánimo comenzaba a ganarnos, y poco a poco nos dimos cuenta que ya sólo éramos cinco los que asistíamos a las reuniones. Y ahora aunque Mariano continuara despotricando de las autoridades, descubrí que nos habíamos vuelto grises como los de afuera. Cada vez había menos entusiasmo de hacer marchas o de luchar, y ya no hablábamos de la roja Rusia y de la sagrada Revolución. Nuestras conversaciones versaban ahora en aprobar los cursos, buscar trabajo, anular exámenes y colocar decanos amigos en puestos claves. Entonces comprendí que no podía seguir soportando la dura mirada acusadora del Che Guevara color sangre, pintado inmenso en la pared de una pequeña oficina del campus universitario a la que nunca volví a ir.