El avión aterrizó. Luis Angeles aguardó en silencio
las indicaciones para bajar. A pesar de la experiencia que la vida le había
dado en 40 años, era incapaz de esconder la ansiedad que le producía
estar de nuevo en Lima y, una vez más, con la esperanza de
iniciar una nueva vida.
En la atestada sala de espera del aeropuerto los parlantes anunciaron el
arribo del vuelo de Avianca. Venía de Miami. Por fin había
llegado. Lo aguardaba mucha más gente de lo usual. Tenía un
par de horas de retraso tras la cuales, sin explicación aparente,
se había detenido en la pista de aterrizaje. Sólo había
que esperar quince minutos para ver a los primeros pasajeros. Pese a sus
esfuerzos, su estado de ánimo no pasó desapercibido. Por lo
menos para la menuda azafata de grandes ojos negros quien, lo atendió
con especial esmero durante todo el viaje. Le sirvió un té
de hierbas para
calmar sus nervios e incluso le había lanzado en reiteradas ocasiones
una tímida y hasta inocente sonrisa. Al parecer, no le importaba
la mirada que le clavaban los ojos verdes de la mujer que acompañaba
a Luis y que hubieran matado a cualquier otra. "Pobre estúpida
-pensó-, cree que mi miedo es a volar". Luis estaba consciente
que debía calmarse, de lo contrario todo saldría mal. Intentó
evocar el aplomo que tenía años atrás en esta misma
ciudad y que casi había olvidado por completo. No había mucho
que hacer mientras colocaban las escalinatas del avión. Se reclinó
sobre su asiento, desabrochó el cinturón de seguridad que
sujetaba su cintura y prefirió cerrar los ojos un instante, intentando
aislarse del bullicio que empezaba a crecer al dentro del avión.
Hacía nueve años, cuando apenas tenía 31, que había
dejado el país. Fue abruptamente, por las circunstancias. Huía
entonces, cierto, pero tenía la esperanza de iniciar una nueva vida
que nunca alcanzó. No lo iba a reconocer abiertamente, pero llegaba
derrotado, sin un quinto en el bolsillo y con el claro objetivo de retomar
su vida anterior. No era una decisión que lo entusiasmaba pero era
la única salida que encontraba. En Estados Unidos intentó
poner en marcha un sinfin de negocios legales, pero nada sirvió.
No le alcanzó el dinero que llevó ni el que sus hermanos le
enviaban producto de la administración de algunos de sus "negocitos"
en Lima. Nada le quedaba por usuafructuar ahora. Había que empezar
de nuevo y para eso contaba con Katty, una argentina de mediana edad cuyos
ojos verdes lo habían pescado desde un inicio. Sin importarle siquiera
la mujer que habia dejado a su suerte en Perú y de cuya existencia
no sabia nada desde hace hace diez años cuando partió a Miami.
Una sola conversación había bastado para darse cuenta que,
además de la
belleza gaucha que escondían, esos ojos eran el reflejo de una personalidad
lo suficientemente fuerte como para compartir los vaivenes de su vida. Lo
recordó sin poder evitar una pequeña sonrisa. Por eso se había
sincerado con ella; en realidad, lo había hecho por primera vez con
alguien en su vida. No podía tomar una decisión por ella.
Habrían riesgos. Pese a eso, Katty resolvió seguirlo.
"¿Alguien me recordará?, se preguntó Luis. Por
lo menos él sí tenia muy presente su último trabajo.
Fue en 1990. Llegó a la afueras del hipódromo a recoger los
200 mil dólares que había pagado la familia un empresario
y su mujer a los que habían secuestrado en la Panamericana Norte.
Apareció la policía. Un encarnizado tiroteo se desató
-él mismo hirió gravemente a un par de ellos- y el final:
preso. "Piña, gajes del oficio", recordó. No había
sido ninguna casualidad. Alguien lo había traicionado, estaba seguro
de eso. Pero nunca supo quién. Era un pendiente que tenía
por
resolver. Luego del fracaso del "trabajito" ese, los acontecimientos
se desarrollaron
rápidamente. Angel salió libre a una cuadras de donde fue
detenido gracias a unos oficiales cuyo precio, no muy alto -todo lo contrario,
realidad-, fue fácilmente pagado con el botín logrado esa
noche. "Unos muertos de hambre. ¿Aún seguirán
recibiendo el miserable sueldo de
entonces? Ojalá; así todo será más fácil",
reflexionó.
Con los ojos cerrados, Luis recordaba en medio de un aletargado sueño.
Lo evocó todo con una precisión que incluso le produjo la
sensación de estar viviendo esa noche de nuevo. Luego de una llamada,
había ido directamente al aeropuerto, sin perder tiempo. Si no, le
pasaría lo mismo que su hermano Marino, preso hacia menos de un año.
Adriana, su madre, lo esperaba en la puerta principal del aeropuerto con
un pasaporte falso, un pasaje a Miami con el impuesto pagado en clase
económica y un pequeño maletín con algo de ropa y dinero.
Adriana, la recordó Luis, era una mujer acabada y sola, resignada
a aceptar las decisiones y desvaríos de sus hijos, ninguno de los
cuales
había tenido la fortaleza siquiera de intentar salir del submundo
donde los había parido.
"¿Cómo estaría ahora?", se preguntó.
En estos nueve años no había conversado mucho con ella pero
sabía que aún estaba viva. Sólo se había enterado
que el padre de sus hijos -su padre- había intentando regresar, atraído
por la bonanza familiar, y que ella no tuvo la fuerza para negarse
a recibirlo, y sabía también que ahora, que ya no quedaba
nada, había desaparecido otra vez. Luis guardaba la esperanza de
encontrárselo en algún momento. Sentía ganas furiosas
de arreglar cuentas con él. Ese último día en Lima,
al llegar al aeropuerto, la había visto raudamente. Casi no cruzaron
palabras, como siempre. Ella le entregó los documentos que Luis sólo
revisó de un vistazo. De nada servía ser muy exquisito. Dadas
las circunstancias, poco importaba una mala falsificación. El objetivo
era subir al avión. "Y quedaban pocos minutos", recordó.
Aún cuando no era necesario, sus ojos trataron de explicarle la situación
a Adriana pero ellos nunca fueron muy expresivo. Le entregó una carta
con las indicaciones iniciales para el "manejo de sus cosas".
Sabía que por el apresuramiento no estaba claramente escrita. No
importaba. "Cuando me instale, te llamaré y hablaremos sobre
lo que esta aquí", le dijo. Mientras ponía en manos de
su madre las hojas de papel, escuchó el último llamado a los
pasajeros de su vuelo. Le dio un beso frio en la frente casi corriendo hacia
los controles que lo separaban de la sala de espera. Primero fue la
verificación del pago del impuesto; luego el pasaporte. El policía
aduanero lo miró fijamente, revisó el pasaporte y luego ingreso
su
nombre en el computador. A pesar de ser una revisión de rutina, sudo
frío. Estaba limpio de cargos. El oficial le entregó el pasaporte.
Estaba a un paso de la libertad. Sólo faltaba que el maletín
pasará por la revisión. El polícía ya no lo
observó mientras pasaba con miedo por el detector. Pero cuando parecía
que todo había concluido y estaba por coger sus cosas y correr a
la rampa, los oficiales cruzaron miradas que él diría reflejaban
complicidad.
- "Un momento, señor, tenga la amabilidad de abrir su maletín"-
escuchó decir al más viejo.
-Por qué
¡Hay algún problema, oficial?- respondió
Luis con la voz neutral que, gracias a Dios, nunca le había fallado.
- Ábrala- replicó el oficial serenamente
No tenía objeto oponerse, aún cuando el avión estuviera
por partir, porque sospecharían. Abrió el maletín y
el oficial empezó rápidamente a buscar algo. Se le notaba
un objetivo claro, pero Luis no tenía idea de lo que estaba buscando
porque ni siquiera sabía el contenido de su escueto equipaje. El
oficial sustrajo una billetera del fondo del maletín y la abrió.
- Señor, está prohibido sacar del país dólares
sin declarar. ¿Cuánto tiene aquí?
Totalmente desconcertado y a punto de perder el aplomo, no sabía
qué decir. No tenía ni idea siquiera que hubieran dólares.
El oficial no esperó respuesta y empezó a contar él
mismo. Al terminar, miró a Luis.
- Bueno, hay sólo 583. Disculpe, pero por el volumen pensamos
que eran más.
De todos modos llene y firme este formulario declarando la cantidad exacta
de efectivo.
Luis cumplió la orden rápidamente, como un autómata.
Se tranquilizó al darse cuenta que, pese a que sólo le había
dado un vistazo, recordaba su nombre falso. En otras circunstancias no habría
obedecido. Era un delincuente, cierto, pero sabía que podía
negarse. Estaba en su derecho.Pero ahora el tiempo apremiaba; no se iba
a pelear estando tan cerca de la libertad. Entregó el formulario
sin esperar siquiera la conformidad del oficial y corrió a la rampa
de salida tratando de parecer
un turista despistado más. De acuerdo a su pasaje, debía
salir a la pista de aterrizaje por la puerta número 10. Buscó
desesperadamente hasta que la encontró. Estaban por cerrarla, ningún
pasajero más estaba en espera. Entregó todo lo que tenía
en las manos y sólo alcanzó a escuchar que le
decían: "¡Apúrese, están por salir!".
Corrió una vez más hasta la escalinata y la subió con
la desesperación de alcanzar a las azafatas que lo veían sin
mirarlo. Subió y detrás de él cerraron la puerta. Aún
de pie, Luis alcanzó a escuchar como retiraban la escalinata mientras
se encendían los motores. Caminó por el pasillo del avión,
un poco más tranquilo, pero sin aire en los pulmones, buscando el
número de su asiento. Había subido por atrás
y el número asignado era el 4A, junto a la ventana y al otro extremo
del avión. Lo encontró rápidamente. Estaba sólo
en esa línea.
"Bien -reflexionó-, así no tendré que aguantar
la conversación de nadie". Colocó su maletín en
el compartimiento arriba de su asiento. Estaba vacío. Se acomodó,
abrochó el cinturón mientras que una azafata a su derecha
realizaba la demostración de siempre, antes de cada vuelo, sobre
el cinturón y la mascarilla de aire. Mientras escuchaba las indicaciones,
el tiempo estimado de vuelo y la bienvenida del capitán en tres idiomas
distintos, decidió cerrar los ojos. Había sido un día
complicado que, felizmente, estaba por concluir.
El toque suave de una mano sobre su hombro le hizo abrirlos de golpe. Estaba
sobresaltado. "Señor, la escalinata está lista;
puede bajar. Los demás ya lo han hecho. Estamos en Lima. Cúbrase,
hace frío afuera", escuchó decir a la azafata.
Katty, parada en el pasillo, maletín en mano, lo observaba. Parecía
estar a punto de irse encima de la joven que ya la había copado con
tantas amabilidades. Luis se levantó sin decir palabra, buscó
sus cosas y sacó su casaca de cuero marrón. Odiaba el cuero
negro porque siempre le dio la sensación que llamaba más la
atención de la policía. Se la puso y camino delante de Katty
por el pasillo. Bajó lentamente los escalones. No tenía apuro.
Eran eran las tres de la mañana y nadie los esperaba. Estaba
por poner su primer pie en suelo firme cuando escuchó el grito.
- ¡Detente, Angeles, quedas detenido! ¡Levanta las manos y gira
lentamente!.
Dejó caer el maletín y giró la cabeza paseando una
mirada rápida a su alrededor. Estaba oscuro, pero se dio cuenta que
lo había cercado una veintena de policías. Se encendieron
las luces de las patrullas, le cegaban los ojos.
Levantó las manos y volteo lentamente, tal y como se lo habían
ordenado. Miró hacia arriba de la escalinata y vio la sorpresa y
el temor reflejado en el rostro de la azafata que durante todo el vuelo
había sido amable con él. El rostro lozano de Katty estaba
totalmente inexpresivo, como si no
entendiera nada de lo que estaba pasando. El oficial que le gritó,
lo revisó. Le extrajo su arma del cinturón, la magnum que
siempre lo había acompañado y a la en gran medida le debía
su certera puntería. Su captor le bajo primero un brazo, luego el
otro y lo esposó.
- Ahora, huevón, vas a pagar por todo lo que has hecho. Nadie mata
a uno del cuerpo y queda impune. Te cagaste; ahora nadie te va a salvar
- le dijo el policía con la cara pegada a la suya, hincándole
el cañón de su revolver en la sien.
Una patrulla se detuvo entonces violentamente delante de ellos y la puerta
posterior se abrió. Varias manos lo metieron a empellones en el auto
que salió raudo del aeropuerto mientras los primeros destellos de
luz anunciaban el amanecer. En la avenida veía a los obreros, ajenos,
distantes a todo, casi irreales, que empezaban su jornada. Entonces Luis
se atrevió a preguntar:
- ¿Y como supieron que
? Seguro la DEA está esta envuelta
en
- No terminó la pregunta cuando estallaron las carcajadas
de los oficiales.
- ¡Quién te crees, conchatumadre! ¿El padrino? - Otra
vez las carcajadas.
-¡¿Que creías, que somos huevones, que no nos íbamos
a enterar?!. Sólo te diré una cosa, imbécil -le
dijo en todo explicativo el que parecía el de mayor rango-: Nunca
dejes a hembra engañada viva y anuncies a tus patas que regresas
con otra más joven.
La sorpresa desfiguró el rostro de Luis.
- Si pues, huevón, como la primera vez, hace diez años, fue
tu mujer la que nos dio el soplo de tu llegada. Y si por ella fuera, nos
hubiera ayudado a clavarte las esposas. Luis se congeló de pronto.
Su rostro se volvió inexpresivo. Sólo atinó a observar
a través de la ventana de la patrulla, sin mirar en realidad nada,
cómo aquellas personas iniciaban el día en la ciudad sin percatarse
de su llegada.