Frank Otero



Sobre las regresiones

 

  A consecuencia de una serie regresiones en estado semihipnótico a las que me sometí, empecé a recordar episodios de mi infancia que había prácticamente olvidado en estado consciente. A raíz de ello, me sentí compelido a escribir sobre mis memorias y así lo hice.

Muchas veces sentí que era otro quien escribía a través de mis manos, y que yo sólo era su instrumento para poner en blanco y negro su mensaje; que alguien distinto dictaba mis pensamientos. En numerosas ocasiones, me senté a escribir sin un tema en mente, pero mis dedos empezaban a teclear en la computadora con una fluidez impresionante. De pronto, encontraba frente a mis ojos una historia, un capítulo; completo de principio a fin. Después de recuperarme de mi asombro, revisaba la ortografía y la puntuación, hacía ligeras correcciones de estilo, aportaba una chispa de sarcasmo, de humor, y ¡listo!

Aún cuando la mayoría de los personajes son inspirados en seres reales, conocidos míos, y algunas de las situaciones son vivencias de mi niñez, no puedo afirmar que este libro sea una autobiografía, porque gran parte de los seres que aparecen en mis historias están tan distorsionados, tanto en sus rasgos físicos como en su personalidad, que han llegado a convertirse en otras personas completamente distintas, involucradas en eventos que, a veces, tampoco corresponden a hechos o circunstancias de mi infancia.

A través de la óptica de Francisco -el niño protagonista de mis relatos- hemos querido (en plural) invitar a la reflexión sobre el poder que tienen los adultos para hacer feliz o miserable la vida de un infante. Francisco no es un niñito limeño, peruano, sino universal; así como sus amores, sus celos, sus odios y temores.

Como ya dije, no se trata de una autobiografía. Por lo tanto, los sentimientos de Francisco hacia Anselmo -su padre- distan mucho de los míos propios hacia mi progenitor. No obstante, cualquier similitud de los personajes y situaciones con la realidad podría ser más que una mera coincidencia.

 

Frank


 

A mi padre, con todo mi amor.

 

A la responsable de conducir mis regresiones, sólo lograré pagarle en muchas vidas futuras todos los cambios positivos que ella ha contribuido a que se me produzcan en ésta.

 

 

NO HACEN FALTA RAZONES

 

 

Hoy siento fluir toda mi inspiración,

más que en cualquier otro momento.

Sólo me basta contemplarlo todo

para entenderlo todo.

Hoy sé lo que siento.

 

No hacen falta razones

para descubrir la belleza

que también se halla en el fango

y en los días nublados.

Sobran preguntas donde existe armonía.

No hacen falta razones

para entenderlo todo.

 

 

REGRESION A MI INFANCIA

 

Por tu rostro corre una lágrima serena

que muere en la copa que bebiendo estás;

ondas en el vino dan vueltas al problema,

mientras otras lágrimas recorren tu faz.

 

A mamá le da otro vértigo.

Ha sido así desde que descubrió que yo vendría al mundo. Para cada mareo, su apoyo más seguro es una cama, una silla o, en el peor de los casos, el piso. Papá está lejos, en el sur, casi saliéndose del Perú.

 

Caminas sin rumbo fijo, ignorando tu destino. Vas por un mundo mezquino que te indujo a engendrar un hijo.

 

LA MATERNIDAD DE LIMA

Como si el ombligo de mamá fuese el hueco de una cerradura, a través de él atisbo paredes verdes y descascaradas. Hay un cuadro con la fotografía de una enfermera. Ella indica guardar silencio con su índice derecho sobre los labios. Es muy guapa, de raza anglosajona y tiene el cabello corto. También diviso un calendario, en el cual aparece la caricatura de un niño congestionado, haciéndole publicidad a un medicamento contra la fiebre y el resfrío. Debajo de la figura, en números grandes, se ve el año: 1959. Es el 28 de marzo, porque ese día ni los siguientes están tachados como todos los anteriores.

Hay mujeres parturientas por todos lados. A mamá la acompaña tía Martita, una de sus hermanas. Sé que ella también me quiere a pesar de no conocerme. Es un sábado de Semana Santa, pero los nacimientos no respetan los feriados y no es fácil encontrar una cama disponible. Me he estado resistiendo más de 12 horas para venir al mundo, haciendo sufrir a mamá. Ambas cosas han sido premonitorias en mi vida: fastidiar a mamá y la búsqueda perpetua de un cálido lecho.

 

-¡Puja, Alma, puja! -instan todos mamá.

 

Y mamá me empuja, se queja, ¡brama de dolor! Todos hablan muy alto y de prisa. Estoy desorientado y desconcertado; tengo frío y siento mucho miedo.

¡Es un caos! ¿Qué ha sucedió con mi confortable mundo? Me jalan de la cabeza. No quiero salir, pero mis fuerzas son insuficientes para oponerme. Me agarran del tórax, me suspenden de las piernas y, de pronto, todo está al revés. Me dan una nalgada y grito. Tomo aire y siento como se me ensanchan los pulmones. Vuelvo a gritar y sigo llorando hasta que me lavan con agua tibia y me arropan, devolviéndome algo de estabilidad emocional. No sé en qué momento han cortado el cordón umbilical, pero no han logrado separarme de mamá, porque este vínculo, aún hoy, a pesar de los años transcurridos, se mantiene figurativamente intacto. En el reloj de tía Martita, que es redondo y más grande que el de las enfermeras, leo las 4:30 de la tarde.

 

Se abre ante mí la flor de la vida

y abandono el cómodo capullo.

Mis sentidos dan al mundo

como ventanas de par en par.

 

 

El Olivar de San Isidro

 

Es una casa frente a un parque de olivos; una casa vieja que huele a sexo de anteriores moradores y visitantes. Huele a clandestinidad, a legado de negocio turbio. Mis tías paternas -Génesis, Michela y Claudia- se pasean en paños menores y mi primo Ciro tira de la falda de mi abuela Yesabel. Ella se ha adueñado de él y lo peina con un mechón sobre la frente, como si tuviera un yelmo.

 

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Me revelo y jodo al mundo entero con mi llanto; un plañido nocturno y constante para reafirmar que existo, que soy real y que sus deseos de librarse de mí no se cumplieron. Mi abuela Yesabel trata de silenciarme y me canta “A lo lejos de la playa se divisa / una linda pescadora que se baña / y que pesca con afán la fresa lisa / y que muere prisionera por huraña...”. Su cantilena no surte efecto, porque no me sosiego.

Duermo el día entero como un bendito, pero sólo para recuperar energía y seguir berreando de noche; toda la noche. Me tomó un año comprender que debía callarme, porque mamá era culpada injustamente por mi llanto, y ella se lo creía.

 

Por tantas y tantas frustraciones,

troqué por lágrimas mis ojos;

y para no oler los despojos,

cambié por branquias mis pulmones.

 

El abuelo Thomas tiene cara de mala noche. Entre la abuela Yesabel y yo vamos a volverlo loco. Yo lo torturo en horario nocturno con mi gimoteo y ella se encarga de hacerlo de día, con quejas y reproches. El está estudiando el periódico (pues él no lo lee, sino lo escudriña); bueno, trata de hacerlo, pero la cantaleta de la abuela no lo deja completar una sóla frase.

-¡Barajo!”-exclama (con “b”)-. ¡Cristo, ampárame! -llevándose ambas manos a su parietales pelados. La abuela le hace un comentario impertinente que lo altera. Al pobre le empieza a dar un ataque de asma.

 

- 0 -

 

Sé que papá ha regresado de viaje. Hace sonar su llavero sobre mi cabeza y me llama “Papacho Mono”. Me asusta. Me pega su carota y me besa en un ojo, babeándomelo. Está triste, pero no por mí: Ha fallecido el abuelo Thomas y le duele haber estado lejos, en el sur, casi saliéndose del Perú, como siempre.

 

PARQUE ANTEQUERA

 

Estoy sentado en mi silla de comer. Una niña que no conozco (debe ser una visita) me ha alcanzado una hoja de afeitar que me meto dentro de la boca. Me chorrea un hilito de sangre por la comisura derecha de los labios. Mamá está al borde del colapso, pero tiene el tino -y la entereza- de hablarme con suavidad, des-pa-ci-to, hasta persuadirme de que expulse la navaja.

 

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Una vecina se ha peleado con su esposo. El la ha botado de la casa. Tienen varios niños, pero ella sólo se lleva consigo al pelirrojo, al menor, argumentando que éste no es hijo de él. ¿Seré yo hijo de papá?

 

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Tengo nueve meses y ya sé caminar. Así como un buzo de profundidad depende de su compañero en superficie, me da seguridad saber que el cordón umbilical todavía me une con mamá, aunque sea imaginariamente.

 

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Ahora vivimos con tía Génesis y su esposo, el tío Juan. Sus hijas, mis primas Lea y Claudita, me pasean de la mano por el parque y se disputan mi tutela, como si yo fuera un juguete. Me engríen y me quieren mucho.

 

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Hay una celebración. Mamá se ha tomado un trago de anís y le ha caído muy mal. Dice sentirse como en la silla voladora. Vomita y se le laxan las piernas. La acuestan. Estoy muy asustado de que se muera y me deje solo con papá.

 

 

 

LA ENTRADA DE LA CASA DE MI ABUELA CLEMENTINA

 

Tengo aproximadamente un año de nacido. Soy un niño rollizo, de cabello rubio y ensortijado. Estoy en la calle Los Angeles N°135, de Miraflores; en el jardín exterior de la casa de mis abuelos maternos, disfrazado de pirata. ay un cerco de granadas. Al otro lado de la entrada veo rosales con flores rojas, rosadas y blancas que crecen a la sombra de un ciprés. La escena es completada por mi abuela Clementina, con su impecable pero eterno vestido blanco con grandes lunares negros, sujetando una manguera verde con la que riega las plantas. Me mira con cariño y quiere parecer contenta, pero algo la traiciona en la expresión de su rostro. Creo que la delata cierto mohín en sus mandíbulas apretadas y su mirada de escepticismo hacia la vida. Sus ojos cargan una larga tristeza; su mirada proyecta un profundo cansancio.

Me miro en tus ojos

como en un charco de agua

y me siento desnudo

ante tanta bondad.

Se me hace incomprensible

tu mirada enigmática

que, al impacto de la piedra

de mi rostro desnudo,

se fragmenta en mil pedazos

para volverse a formar.

 

(CONTINUARÁ)




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