La estación, invierno. Pero no un invierno
con nieve o lluvia y temperaturas bajo cero. No, con temperatura templada,
apenas una llovizna que los periodistas que la soportan gustan de calificar
de "persistente" y un cielo gris, desleído, que no habría
servido de fondo para un cuadro de pintor pesimista. Mejor, para un principiante
que aún no puede manejar los matices.
La plaza, diminuta con árboles muy altos. Al centro, un monumento
a un bizarro prócer que se hizo dictador, al pie del cual, otro,
noventa años después, negóse a renunciar ante una muchedumbre
que pedía su cabeza, pero cuyos dirigentes, muy formales, trocaron
por el pedido de una rúbrica.
El edificio, una mole con grandes ventanales y columnas de yeso, con las
muescas y volutas de un corintio del Tercer Mundo. Con una Patria en el
frontis que muestra un seno rotundo sentada sobre el País, una cornucopia
de donde manan monedas, faunos y floras en abundancia. Encima de la alegoría,
hay unas letras de metal dorado, que la humedad y las deposiciones de las
palomas han ennegrecido, que deben decir "Congreso Nacional".
Las gentes que discurren por los pasillos alfombrados del edificio pertenecen
a todas las mezclas raciales que un antropólogo danés pudiera
imaginar. (El autor quiere que el lector se fije más en el contraste
de la indumentaria que llevan puesta, pues revela las diferentes estaciones
de donde proceden las gentes y lo que se podría llamar "la estación
socioeconómica" de la pirámide de ingresos en que sus
progenitores los adscribieron al nacer). Los empleados de planta llevan
todos, invariablemente, ternos de color azul o gris, o sacos y pantalones
en creativas combinaciones de azules y grises que a veces se extienden a
las corbatas. Pero como suelen decir los periodistas, que revolotean también
por allí, "el común denominador" al vestuario es
esa calidad que adquieren las telas luego de un uso prolongado sin lavado
y que de pronto reciben una fuerte impresión al conocer, sin previo
aviso, al detergente alcalino.
(El autor se detiene delante de una duda metódica. "El estilo
es el hombre" se repite a cada instante. "El mensaje es el estilo",
añade con audacia aprendida en manuales de literatura electrónica.
"Ergo, el mensaje es el hombre", ¿o es al revés?
Se pregunta cual Homero Simpson, una caricatura con la que suele dialogar
frente al televisor. ¿Y cuál es el mensaje? La historia, la
anécdota, el fondo, como decían los antiguos. ¿Y cuál,
el estilo? La forma en que se narra la historia, la intriga que se revela
con simpleza o con complicaciones, el cadáver al comienzo o al final,
el nudo en la garganta del homicida, de la víctima o de la horca.
El estilo o estilete con que se clava la distracción del lector,
para que no se despegue de la anécdota, aun a costa de dejar sin
comer a sus pequeños párvulos. Un estilo que revele la historia
o la oculte, de manera que alelado al final de la lectura el indulgente
lector diga "qué cuento tan enorme, tan extraordinario",
pero no pueda contárselo a su consorte).
De manera que esta historia empieza en un ascensor
que cruje en ese edificio gris del invierno limeño. Con un par de
esos empleados de planta con sus cuellos no muy limpios y sus uñas
un poco largas y sin brillo como sus años de servicio.
(Si el autor fuera cineasta habría puesto atención en la
luz amarillenta y baja que siempre ayuda a crear un clima opresivo, sobre
todo si consigue dos actores como los empleados de esta historia que se
imaginan un poco insectos, un poco Hamsas, delante de una señora
gordinflona vestida de seda, con perlas auténticas alrededor del
cuello sonrosado y adornando sus pabellones de las diminutas orejas. Pero
la literatura tiene sus ventajas sobre el cine, puesto que debe decirse
en este momento que, por un instante, uno de los empleados azulgrises imagina
a esa oreja convertida en delicado, crocante y sabroso bocado de chicharrón
acompañando el pan con dulce camote frito y el café negro
y humeante que es el desayuno al que aspira desde hace varias semanas).
La gordinflona, que no por serlo deja de ser dama, va acompañada
de dos asistentes, mujer y varón bien vestidos y perfumados, en un
contraste que ilumina el cubículo, como hubiesen querido decir los
publicistas del mencionado producto cosmético. Si no en el asistente
varón, con seguridad en la mujer joven, las referencias entomológicas
eran claras a la hora de clasificar a los hombres azulgrises, para recordar
si correspondía alguna devolución de saludo. El varón
asistente era más bien distraído. Para la gordinflona, simplemente,
no existían, del verbo ser, no del estar.
El ascensor se detiene. Los dos hombres jóvenes salen dando una venia.
Suspiros de alivio. El flaco de la nuez pronunciada, insecto con aguijón
al fin y al cabo, dice:
-¡ Qué vieja! Si supiera lo que nos reímos de sus discursos
-¿Viste a su secre? Güenona la gordita, no? -le contestó
el moreno de cabello ensortijado- vamos con cuidado de los morros de la
costa.
Avanzaron 10por el pasillo iluminado por una luz mortecina. (El desocupado
lector seguramente se ha percatado del salto en el uso del tiempo verbal,
pero el escribiente sólo puede pedir su indulgencia, pues a él
le viene más fácil para desarrollar la historia). Cuando
llegaron al final, adelantaron las cabezas para mirar con disimulo, antes
de doblar a la derecha. Siguieron hasta una tercera puerta. Entraron. Era
un baño. Mientras uno se revisaba el peinado frente a un espejo,
el otro desaguó con un chorro ininterrumpido. Sacó la cabeza
por la puerta el moreno para espiar el pasillo. A una señal de su
mano, cruzaron rápidamente y se introdujeron por una puerta estrecha
y baja.
Era el cuarto de la conserjería. El techo
bajo era de madera y a través de un ventanuco se recibía la
luz exterior. Estaba lleno de muebles arrimados en perfecto desorden. Varios
hombres uniformados ordenaban enseres de limpieza escobas, recogedores,
ceniceros, plumeros, ceras, líquidos limpiadores y bruñidores
de metales, jabón líquido, servilletas, papel tisú,
blocks de formularios, rumas de periódicos y revistas pasados, cajas
de cartón, etc.
Saludaron.
Uno de los conserjes se dirigió al flaco de la nuez pronunciada:
-¡Qué milagro! Hace tiempo que no venías. Tienes buen
olfato
-He tenido sesiones atrasadas que entregar y Alcócer no me deja ni
respirar. Ya saben como es
-¿Y cómo va todo? -preguntó el moreno.
-Ahí
estamos como el pan que no se vende, como cuando usted
era pobre, compañero.
Sonrieron.
-¿Y dónde están que no los veo? -preguntó el
hombre flaco.
Le hicieron una seña con la cabeza.
Los recién llegados se dirigieron a la trastienda.
-¿ Tántooos ? -dijo sorprendido.
Su mirada estaba posada encima de un alto librero, en donde se alineaban
varias cajas de zapatos en las que mansamente mordisqueaban alfafa conejos
de distintos pelajes.
-Hasta ahora no entiendo cómo han logrado que sean tan dóciles
-sonrió.
-Es que son disciplinados empleados del Estado, cámara -le contestó
uno de los conserjes.
-¿Y dónde está el Conejo Benítez?
-Ese es, el de la tercera caja.
-Casi no lo reconocí, como todos han crecido
¿puedo?
-Qué pregunta compañero, ten cuidado nomás que no te
reconozca, estos animalitos son huraños con los ingratos.
Sin dar importancia a la ironía, acercó una silla y se trepó
en ella. Alargó los brazos y cogió con ambas manos al conejo.
El animal se inquietó por un momento y trató de escapar por
encima de la cabeza del hombre, el que quedó en una pose ridícula
apresando al animal encima de su cabeza. Los demás rieron.
Bajó y se dirigió a una puerta de escape.
Salió a un pequeño patio rodeado de altas paredes. Daba la
impresión de ser el patio de una prisión de alta seguridad.
El cielo, de tan gris, semejaba un cielorraso. Acariciaba la cabeza y el
lomo del animal, le musitaba palabras en la larga oreja. El conejo de la
suerte. Habían pasado varios meses desde que era un lebrato.
Un lebrato, blanco y pequeño, casi tan pequeño
como un copo de algodón. Un mediodía cualquiera por el Mercado
Central, cerca de la pensión a donde acudían a almorzar los
empleados del Diario de los Debates, se había encontrado con doña
Cayetana una paisana de su madre a la que le había ayudado a buscar
unas leyes perdidas en los archivos. Desde aquella ocasión, solía
traerle regalos en la época de Navidad. Le parecía que exageraba.
Ni que hubiera conseguido una pensión con esos viejos recortes del
diario oficial. Esta vez la Navidad se hallaba lejana y quiso rechazar el
regalo apenas lo vio, pero estaba acompañado de Rochi y ya se sabe
cómo son las mujeres. No pudo decir que no. "Para mí
sería un verdadero honor si alguien como usted, señora, me
regalara tan lindo animalito", había dicho, zalamera.
-Ande, joven, no lo desprecie, le va a traer suerte.
-Sííí, -dijo ella entusiasmada- yo te ayudo a criarlo.
Suerte. El hombre de la nuez pronunciada pensaba que, en efecto, el conejo
había traído suerte a toda la oficina. Los habían descendido
en el ranking con la reorganización, y ahora eran una simple Oficina,
cuando antes habían sido una Dirección General, de manera
que no fueron partícipes del banquete del último aumento anual
que había alcanzado la fabulosa cifra de 38% cuando la inflación
trimestral ya andaba por 148%. "Esto parece la República de
Weimar" decía el señor Silva Santisteban, el más
culto de los redactores. Y todos asentían, enterados, sin reconocer
en la intimidad de sus pensamientos al tal Weimar.
(El autor se ruboriza. Ningún estilista literario ha mencionado
jamás un porcentaje en una narración. Pero no sabe decir en
pocas palabras lo jodida que andaba la situación de los sueldos y
salarios en el contexto en el que habitaban estos personajes que, pese a
ser de ficción, también tenían que comer y pagar la
habitación en la que vivían, puesto que, como se ha visto,
hacía varios semestres no podían renovar el contenido de sus
guardarropas)
Suerte. Se repite el hombre que acaricia el conejo. Su mujer lo había
echado de la casa, luego que lo descubriera con las manos en la masa muscular
de los muslos de Cloti, tratando de abrirse paso hacia el triángulo
de la dicha. No pudo disculparse, ni decir que había una malinterpretación
del gesto. Cloti, por supuesto, ni se dio por enterada de la tormenta conyugal
que sobrevino. Hubo de alquilar una habitación en un barrio de cuarta
categoría y compartir un baño con otros inquilinos. "Así
también viven en París" se animaba recordando lo que
contaba Silva Santisteban y asumiendo como lema el título de un cuento
que escribió un peruano, justamente, en París: "el próximo
mes me nivelo".
Suerte también para Riquelme y ocho veteranos
más que fueron invitados al retiro, porque en este Estado de derecho,
de economía social de mercado, y gobierno democrático, popular
y antiimperialista, no se despedía de sus puestos a los trabajadores
manuales y menos a los intelectuales. Reingeniería, que le llamaban,
calidad total, productividad. Lo que había llevado a medir el rendimiento
por páginas de discurso corregidas por día, eliminando el
subterfugio de los remolones que le echaban la culpa a la dificultad expresiva
de los padres de la Patria, o a la densidad de sus ideas al momento de discursear
en el histórico hemiciclo.
En fin, suspiró el hombre flaco de la nuez pronunciada. Recordó,
asimismo, que cuando llegó con el lebrato en el bolsillo del saco,
habiendo pasado por todas las barreras de seguridad y puertas electrónicas,
hubo muchos uyyys femeninos y carcajadas masculinas en la oficina. Que,
hasta Grima, la flaca soltera
solterona, mejor dicho, descubrió
una faceta de ternura que, por escondida, no le había permitido tener
un acompañante, calor y brío en los inviernos. Que, Rodríguez
había sugerido "hay que bautizarlo". Que Riquelme gritó
"¡les presento al conejo Benítez!", pero no por el
famoso jugador de fútbol que triunfara con las sedas del River Plate,
para orgullo del deporte nacional, sino por los enormes dientes incisivos
que tenía el redactor Benítez. Que, en efecto, antes de que
llegara el director, se improvisó una "sencilla pero significativa
ceremonia" como gustan decir los hombres de prensa, y el lebrato que,
ahora pesaba por lo menos seis kilos, pasó a ser Benítez.
Que, luego del brindis que furtivos hicieron escanciando una botella que
el distinguido señor Silva Santisteban condescendiera ofrecer a sus
compañeros, el agraciado con el regalo se había franqueado
y dicho:
- Bueno, y ahora, ¿quién se lo lleva?, porque -como saben-
vivo solo, en sólo un cuarto, sin y con tilde, queridos redactores.
Las caras sonrientes se trocaron en caras de "a
mí no me carguen el bulto". Los varones no se dieron por aludidos
y las más entusiasmadas ensayaron algunas explicaciones.
Cloti dijo que vivía con su anciana madre, sin empleada doméstica
que pudiera limpiar las bolitas de caca que seguramente Benítez dejaría
por todo lado ¿ o no?.
Rochi lamentó que sus tres hijos ya tuvieran como mascota a un perro
y dos gatos, por lo que seguramente Benítez no sobreviviría
ni veinticuatro horas.
Y similares disculpas dieron Matilde, la señora Márquez y
Grima. Hasta que Riquelme, nuevamente, salvador:
- No se hagan bolas. Lo guardamos aquí en su cajita y le traemos
zanahorias.
- Nooo, se asfixiaría, pobrecito - dramatizó Rochi.
- Igual lo tendrías en una jaulita en tu casa, o no? -insistió
Riquelme.
- Claro, se le deja en una caja de zapatos con agujeros y se le da de comer,
no hay problema -dijo Rodríguez
Miradas de duda.
- Por ahora guárdalo en ese cajón del archivador que tienes
vacío -le pidieron a Rochi.
- ¿ Y cuando crezca? Preguntó ella.
- Ya veremos -respondió el hombre moreno de cabello ensortijado,
quien resultó apellidarse Carrión, como el héroe de
la medicina nacional, un pobre estudiante que se había inoculado
un virus y no sobrevivió para contar su trance, pero al que Silva
Santisteban gustaba llamar Carrió de la Bandera, un virrey o algo
así, de la época de la Colonia.
Carrión, el hombre de los cuatro medios tiempos. Un medio tiempo
en el Congreso, otro en un diario de circulación restringida, otro
en una academia pre universitaria y el último de corrector en una
editorial. El más afortunado de todos, el que invitaba los tragos
en los cumpleaños pero sólo a quien los cumplía, el
que no tenía deudas con la señora de la pensión. Pensión
a la que llegaron hasta los redactores, que antes sólo almorzaban
en los restaurantes cercanos y a la carta. Cuando Matilde los recomendó
a todos, para que la señora Laurencia les fiara y le pudieran pagar
a fin de mes y que algunos abusadores extendían quince días
más. Matilde, la que sufrió el robo de todo su sueldo una
noche de agosto en Abancay.
(El autor quiere corregir que se refiere a la avenida Abancay y no a
la ciudad andina, pues en esta última, escenario de alguna de las
novelas del gran José María Arguedas no se practica la modalidad
del robo "al escape", mientras que en la avenida limeña
- suerte de calle 42 neoyorkina de las peores épocas - los arrebatos
de carteras, los arranchones de bolsos, los desgarrones de bolsillos son
muy frecuentes, a la par de la dificultad que entraña perseguir al
facineroso - en caso que un atleta fuera el asaltado - por la presencia
de una abigarrada multitud de vendedores callejeros y vehículos de
todos los tamaños)
Esa noche de agosto, húmeda y aciaga, cuando regresó llorando
a la oficina luego de haber corrido tres cuadras persiguiendo al ladrón
"que era un mojón de este tamaño" poniendo la palma
de su mano a la altura de su cadera, presa de indignación desesperada
y amarga. Cuando todos los presentes, solidarios en el dolor tuvieron que
apoquinar "una colaboración compañero" como decía
Benítez - el redactor - cuya suma resultó diminuta, por lo
que hubieron de hacer una gestión extraordinaria ante Pagaduría,
Oficialía Mayor, el Fondo de Descuentos por Tardanza y hasta delante
del asesor del senador Tesorero para que pudieran darle un adelanto y un
préstamo que le ayudara a superar el trance.
Fue cuando ella dijo con ojos turbulentos, cargados de rencor:
- Ese conejo nos ha traído la quencha.
Pero nadie entendió.
Lucre, su paisana aclaró el quechuismo:
- Quiere decir la mala suerte.
Entonces, sintiéndose un poco responsable y para que el drama no
se convirtiese en tragedia, Alvitez (que así se apellida el hombre
de la nuez pronunciada, pero que no se sabe por qué razón
el autor hasta ahora ha dejado en el tintero) reaccionó presto y
cogiendo al conejo y su caja de zapatos se lo llevó diciendo:
- No te preocupes, yo me deshago de él.
Apenas salió, ya más calmada y tomando una taza de té,
mientras la comisión encargada hacía el recorrido burocrático
en pos del préstamo, Matilde y Lucrecia se encargaron en fundamentar
su aserto con ejemplos más numerosos de los pensados.
- Desde que este animal llegó, empezaron a extraviarse cosas, dinero,
disketttes con correcciones terminadas se dañan de un momento a otro,
han empezado a haber peleas entre nosotros cuando antes trabajábamos
en armonía
- Los senadores reclaman por las correcciones que se les ha hecho. Esta
semana ya he recibido tres memos.
- Qué frescos, quiénes son.
- Mora, Anestesio Ramírez y
y
Chánchez.
- Bueno Chánchez siempre reclama porque nunca estamos a su estatura
histórica, pero Anestesio
ya es el colmo, si sus discursos
son para hacer dormir a la gente.
- Justamente, tus correcciones, Benítez, le quitan ese encanto adormecedor
- aclaró Silva.
Así fue como Benítez -el conejo- había ido a parar
a la azotea, al cuarto de aseo de los conserjes, donde don Juanito -el conserje
de la oficina- tenía muy buenos amigos.
- Déjelo de mi cuenta señor Alvitez. Ahí, al gallinero
ningún jefe se atreve a subir, nadie se va a percatar de que criemos
a un conejo.
Los conserjes reaccionaron con un entusiasmo inusitado.
Al día siguiente le trajeron una pareja a Benítez (el conejo).
Pero las desgracias no cesaron. Desaparecieron la bonificación por
vacaciones y la de refrigerio, sin explicación alguna. Anunciaron
un congelamiento indefinido de los sueldos y a cambio la rebaja de la jornada
laboral en dos horas, de manera que los empleados pudieran hacerse de un
empleo suplementario de tiempo parcial, es decir un "cachuelo",
expresión de los conserjes que pronto se hizo popular.
Un día le descubrieron un cáncer a Grima. Fue como una bomba.
Muchas semanas las mujeres de la oficina deambularon apagadas, como si hubiesen
recibido una condena a muerte. Menos mal que, un seno, la caída del
cabello, quince kilos de peso, y todos los ahorros familiares, fueron suficientes
para arrancarla de una muerte temprana.
-En realidad, cholita - le dijo Rodríguez a Cloti- siendo objetivos,
hay que reconocer que Grima no va a necesitar su teta...
- Eres una basura, un hijo de puta.
- Pero es cierto. Si tuviera un amante, habría que darle el pésame
a él.
- ¡ Fuera de mi vista, cínico malparido!
- No, no cholita, perdóname, es una broma, una broma.
- Claro, para ustedes los hombres todo es broma. Los muy valientes enfrentan
los problemas emborrachándose, mientras nosotras nos comemos todas
las angustias porque los hemos parido.
Rodríguez, de pronto, empezó a escabullirse más veces
de lo acostumbrado. Ya no era para hacer los trámites de su numerosa
parentela ayacuchana, sino para empinar el codo; primero, con los veteranos
de la oficina a quienes habían invitado al retiro; después,
con gentes de otros departamentos; al final, con quien quisiera acompañarle
a echar un trago. Al comienzo, Benítez (el redactor) y Carrión
le ayudaban a ponerse al día, pero luego, no pudieron asumir toda
la carga. Cuando el asunto se hizo insostenible, le mandaron de vacaciones
y le dieron licencia por enfermedad, pero al fin fue despedido. Murió
a los pocos meses. El día de su entierro, el señor Silva -nieto
de senadores- aceptó pronunciar unas palabras por el difunto y leyó
el poema que había escrito un antiguo redactor del Diario, "mi
distinguido amigo Germán Belli":
"Ya descuajaringándome, ya hipando
hasta las cachas de cansado ya,
inmensos montes todo el día alzando
de acá para acullá de bofes voy,
fuera cien mil palmos con mi lengua,
cayéndome a pedazos tal mis padres,
aunque en verdad yo por mi seso raso,
y aun por lonjas y levas y mandones,
que a la zaga me van dejando estable,
ya a más hasta el gollete no poder,
al pie de mis hijuelas avergonzado,
cual un pobre amanuense del Perú"
"A Rodríguez le ha llegado el momento del descanso. No más
vergüenza. No más montañas de palabras que corregir,
que las palabras no corrigen los daños de la Patria. No más
pujas por un mendrugo. Fue un amanuense digno. Sigamos su ejemplo. No lo
defraudemos".
Lloramos todos, Cloti la que más. Por nosotros, pobres amanuenses
del Perú. Sonriendo en nuestra intimidad por las frases barrocas
del poema que le habría encantado oir a Rodríguez, el que
gustaba de las ceremonias solemnes del Congreso, un hombre con méritos
que nunca le fueron reconocidos. Sólo, por nosotros sus compañeros
y amigos. Era suficiente.
Estábamos en medio de una gran inundación,
una avalancha, un remolino, como náufragos en medio de
troncos, gallineros y animales muertos, sin saber dónde estaba el
norte y dónde el sur, llevados por las corrientes encontradas, por
los coletazos del Año de la Serpiente que los chinos habían
anunciado. Apenas llevábamos las ropas que traíamos puestas,
tiritando en medio de la lluvia torrencial con ganas de beber algo caliente,
de encontrar una fogata por algún lado, pero sobre todo con ganas
de afirmar el pie en algo sólido, ¿no ven que no éramos
hombres de mar o de río, sino de pampas, desiertos y punas?
Pero en el fondo del fondo sentíamos que nos ahogábamos no
tanto por los precios y su desbocada carrera, no tanto por la incertidumbre
de si mañana te despedirían y perderías el empleo,
no tanto porque temieras que una bomba estallara a tu costado y la policía
te echara a ti la culpa y fueras preso y acaso desaparecieras, sino porque
sentíamos que el Destino nos estaba tomando cuentas de las cuchilladas
por la espalda que habíamos aplicado a algunos compañeros,
por la mujer del prójimo que nos habíamos fornicado, por los
gramos de peso que habíamos robado a la viuda y al huérfano,
porque habíamos vendido la libertad al asesino, y habíamos
traicionado nuestros ideales, porque éramos unos gusanos y no podíamos
- a cambio - articular un verso como el cholo Vallejo o escribir un Informe
como el del viejo Sábato, hombre puro. Porque sólo éramos
mediocres sombras de nuestras frustraciones y pequeñas mezquindades,
tratando de zafar como pulgas que huyen del pellejo del perro moribundo.
(No se sabe si en estos términos reflexionó el personaje.
El autor sospecha que sí, pero no lo puede asegurar, antes bien,
cree no haber alcanzado la profundidad o la altura de esas reflexiones,
pues muchas veces los personajes literarios, como había advertido
Pirandello, no encuentran al autor que merecen).
Cuando Alvítez volvió de estas largas
cavilaciones, luego de haber acariciado en silencio la suave
pelambre del conejo, encontró en la mesa de trabajo, los cuerpos
recién desollados de media docena de parientes del animal, con los
blancos tendones aún tensos y tibios que envolvían los paquetes
musculares de las víctimas y unas latas de leche evaporada que recibían
en el suelo las gotas de sangre que aún resumían las pequeñas
arterias y venas.
Alvitez cubrió con su mano los ojos de Benítez mientras preguntaba
- ¿Cuánto va a tocar a cada uno?
- Ahora sólo la mitad, pero eso es como kilo y medio - respondió
el hombre gordo, que aún tenía una hachuela en la mano izquierda.
- Está bien, pero limpia rápido, no quiero que Benítez
al ver este cuadro se me vuelva impotente, porque ahí sí que
nos jodimos.
Todos rieron a la vez.
Lima, verano 1997.