La Primera Noche de Cementerio
Eduardo Wilde (1844 - 1913 )
Fuente: Buenos Aires, Primera Edicion
Jacobo Peuser, 1899
La primera noche de cementerio

El enfermo es el señor de la casa, el marido, el padre.
La familia está afligida, desolada. La habitación en que se halla el paciente es una pieza grande en la que la luz de día y de noche es economizada.
Todos los que entran tienen la obligación de caminar en puntas de pies y cumplen religiosamente el programa.
Los guardianes deben asomarse de tiempo en tiempo al lecho que ocupa y mirarle la cara; en seguida deben menear la cabeza y después estar muy consternados.
Razones para ello: el enfermo va cada vez peor; respira con dificultad, abre apenas los ojos, no conoce a los que le hablan sino después de ser vivamente mortificado; si lo dejan quieto delira, dice con labios secos palabras que parecen con cáscara y que no tienen sentido, ronca más bien sus frases, diremos; suspira a veces y busca dormirse; está acostado boca arriba con las manos de fuera; por momentos hace que acomoda las ropas murmurando sonidos lúgubres; entre muchas palabras roídas aparece a veces el nombre de la mujer o del hijo predilecto, seguido de una sonrisa moribunda; luego viene un estertor y una opresión; ¡el cuadro es triste!

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La mesita de noche está cubierta de frascos, de tazas y de cucharas.
Cada media hora, un verdugo bajo la forma de una cuidadora, debe apretarle la nariz al pobre mártir, y derramarle en las fauces una cucharada de líquido corrosivo recetado con gran pompa, perfectamente inútil pero aprobado para el caso, por todas las Facultades del mundo y por la reciente junta de médicos. El de cabecera ha recomendado una puntualidad digna del Santo Oficio, obedeciendo a su deber profesional e inhumano. ¡Ningún médico se permite dejar morir en paz a su enfermo porque eso es contrario a la satisfacción de las familias!

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El primer rayo de luz de la aurora acaba de entrar al cuarto del enfermo, escurriéndose por el espacio lineal de dos varillas de persiana. ¡Qué terrible innovación! ¡Cómo se ve a su favor cuánto se parece el moribundo a un muerto!

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Murió; ¡un estertor quebrado acaba de anunciar la triste nueva!
Los sollozos y los gritos de dolor resuenan en todas partes.
Los sirvientes encuentran inútil que la caldera de agua hirviendo continúe quejando su vapor a ciento y un grados.
El trapo blanco del llamador de la puerta va a ser sustituido por otro negro más largo, un trapo llorón de merino, colgante, con dos piernas desiguales como las de un ahorcado cojo.
Gran fiesta para el empresario de pompas fúnebres que prepara sus coches soñolientos y sus caballos nostálgicos.

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Un amigo de la casa, porque los hay que no son del dueño, de la dueña ni de la familia, sino de la ubicación, se ha encargado de correr con todo, como se dice.
Este amigo con su cara de aflicción a media asta, que hace compatible un lloriqueo de actualidad con una actividad oportuna e indispensable, ha elegido el cajón, ha alquilado los coches, ha contratado los cirios y los paños mortuorios, ha puesto avisos en los diarios encabezándolos con la cruz de regla seguida de estas fatídicas letras: Q.E.P.D. y ha convidado por fin a los amigos. Al otro día, a la hora señalada, los invitados empiezan a llegar.
Las señoras entran al sitio donde están las mujeres de la casa invisibles por el exceso de merino negro y por la escasez de luz, llorando a intervalos como si tuvieran válvulas automáticas en los ojos. Los hombres más despreocupados o más guapos, entran al salón donde se halla instalado el muerto, bien serio y pálido, dentro de su cajón hexagonal y rodeado de cirios encendidos que ardiendo sobre candelabros gigantescos, precipitan estalactitas fantásticas, llorando su cera derretida en lágrimas amarillentas y suicidándose metódicamente, en holocausto a una llama enferma con núcleo oscuro de pavesa muerta y con luz fatigada que contempla en silencio, la insolencia brutal del sol intruso.

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El coche de penachos negros está ya en la puerta, asistido por hombres negros que cumplen con su piel de luto, una tarea habitual e indiferente.
Los amigos más caracterizados toman silenciosamente el cajón cerrado de antemano por el hojalatero del barrio que ha creído remendar un lebrillo. Por más precaución que se haya tenido, los pasos arrastrados, pesados y acompasados de los que llevan el ataúd, se han hecho sentir en la pieza donde están las mujeres. ¡Se oye un redoble de sollozos, de llantos, de gritos y de suspiros!
Los negros del coche se apoderan del cajón y lo hacen rodar metódicamente en los rodillos del vehículo fúnebre.
Los acompañantes toman su puesto en los carruajes.
El convoy emprende su marcha eligiendo las calles más bulliciosas y el camino más largo.
La concurrencia da pruebas del aburrimiento más consuetudinario, mientras los caballos habituados caminan dormidos hacia el cementerio.

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Durante el tránsito asoman a las puertas de calle caras curiosas y se traslucen entre las varillas de persiana, pares de ojos femeninos brillantes, como los que se muestran tras de las caretas en carnaval.
Esas caras y esos ojos tienen pintada visiblemente esta interrogación: ¿Soltero o casado? La opinión pública sanciona que es casado o viudo, pues ha visto los penachos negros del terrible carro. Resuelto ese punto que, como se ve, es de grande importancia para los habitantes del trayecto recorrido, a quienes no se les importa nada del muerto, éste llega al cementerio en cuya puerta se detiene el acompañamiento. Los deudos bajan de los coches y se precipitan hacia el fúnebre; los amigos hacen cerco en la vereda.
Los negros del empresario extraen el ataúd y lo entregan bamboleante a manos enguantadas que lo conducen hacia la capilla. Aquí sigue una escena estereotipada para casos iguales.

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La concurrencia rodea el féretro: un sacerdote que se ha puesto la camisa sobre la ropa, abre un pequeño libro que ha leído mil veces y que ya debía saber de memoria, y lee a duras penas, un párrafo literario en latín, sin conseguir que alma viviente lo entienda.
Una atmósfera de antigüedad invade el recinto; la voz del sacerdote es sepulcral, las palabras son de un idioma muerto y hasta la página en que están escritas parece un pergamino secular, amarillento, deslustrado, viejo, fósil, comido en el extremo de la hoja por la aplicación asidua del dedo pulgar del sacerdote, sucio de tabaco, que ha dejado allí su estigma. Luego cae una lluvia mal distribuida de agua bendita, que el sacerdote arroja con un hisopo sobre las coronas de flores de trapo que cubren el cajón.
¡Fórmulas!, ¡fórmulas!, ¡fórmulas! ¿Dónde se anida el sentimiento por el muerto?
La capilla está fría, helada, más glacial que el corazón del difunto: el oficiante que repite su papel treinta veces por día, parece un hombre mecánico, sin más sentimiento que una máquina de hierro.
Pero así como la belleza de los objetos se acrecienta si se toma como trasunto de su realidad, su imagen reflejada en un espejo, el sentimiento íntimo, profundo, intenso, rico en dolor agudo, penetrante e insondable, que la muerte de un semejante produce en alguien, siquiera en uno solo de los que continúan viviendo en este mundo, la pesadumbre del drama terrible que se representa en los actos de una inhumación, se pinta con las sombras más conmovedoras donde menos se espera.

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Al lado del sacerdote y medio perdido entre los personajes adultos, se halla un niño de diez años, vestido como de improviso, con ropa enlutada que no le va al cuerpo. ¿Por qué han dejado venir a ese niño? Se ha escapado quizá de la casa mortuoria, ¡burlando la previsión de la familia para seguir hasta el último momento el cuerpo de su padre!
Ahí está gesticulando para distraer su dolor próximo a estallar en llanto o en gritos estridentes y epilépticos.
Cierra sus pequeñas manos heladas, se muerde los labios, se ahoga porque tiene vergüenza de sufrir en público y llorar ante desconocidos, como si debiera ocultar los efectos bochornosos de una reprimenda injusta. Sus ojos buscan en los accidentes del acto, algún refugio para su débil alma atribulada y tratando de estimular su curiosidad para hacerla predominar sobre su sentimiento, va con su mirada inútilmente, del sacerdote al ataúd y del ataúd a la concurrencia, sin conseguir su objeto, hasta que perdido ya el dominio sobre sus potencias de disimulo e invadido por la ola del martirio que hincha su corazón, ¡deja estallar su pesadumbre distendiendo y apretando sus labios, en contracciones espasmódicas y desaguando sus ojos en borbotones de lágrimas que brotan como esferas voluminosas y ruedan sobre sus mejillas para caer en la tela negra de su ropa improvisada!

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¡No hay página sentimental más bien escrita que la que se lee a través del primer dolor de un niño!
Tú, acompañante indiferente, que viniste a este entierro para cumplir un deber social, si no trajiste un átomo de inquietud en tu alma, no te irás, ¡oh! no, tan dueño de ti mismo si miras a ese niño y adivinas en el espectáculo de sus emociones, la historia de un pasado próximo en que la ternura paternal, los halagos del día de fiesta, los cuidados de la noche, la previsión de todos los momentos, los pequeños regalos de cumpleaños, los largos paseos afectuosos y las sencillas y amantes conversaciones, han ido formando una adhesión sin límites y la conciencia de una protección, sin reemplazo posible. ¡Oh! no por cierto, no te irás tan dueño de ti mismo si piensas que ese llanto de niño es el descuento del recuerdo anticipado de todo el bien perdido para siempre; la emoción actual de una previsión de penas futuras, en virtud de la cual el niño, sin saberlo, se transporta a la época no lejana en que echará de menos a la hora de dormir, la compañía de su papá, a la hora de levantarse la voz de su papá, a la hora de comer la presencia de su papá en su asiento de costumbre.
No te irás, ¡oh! no, tan dueño de ti mismo, si piensas que el pobre niño, al volver a su casa, encontrará vacío el cuarto de su papá, con las puertas abiertas, la cama desmantelada y los armarios estirando sus hojas como para dar el último abrazo al dueño que se ha ido; que cuando la noche llegue y las costumbres de la casa, esas terribles costumbres que tan singularmente acompañan a la memoria de los muertos, se resientan de un silencio extraño; cuando las luces se enciendan para alumbrar la mesa, a cuyo rededor se sienten personas desganadas y doloridas; cuando las conversaciones indispensables se establezcan para destruir la monotonía del pesar, en virtud de las necesidades de la vida; cuando los sirvientes, menos afectados, hagan ruido con los acomodos de las cosas para concluir el día y prepararse al sueño; cuando todos parezcan olvidados de que dentro del pecho de aquel niño late un corazón torturado; cuando lo acuesten en su camita fría, queriendo sofocar su llanto con palabras afectuosas o con reprimendas; cuando lo abandonen creyéndolo dormido y oigan de pronto su voz desesperada que grita ¡papá, papá, pobre papá! y lo miren sentado con los ojos abiertos, enormes, y los brazos extendidos en busca de la sombra querida... que cuando todo esto suceda se estará representando en el escenario más tierno, el escenario del sentimiento inocente, una de aquellas tragedias inicuas e injustificables, que tienen por base una torpe equivocación de la naturaleza, en virtud de la cual un ser endeble, ¡una criatura tiene aptitud para experimentar amarguras!

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En el cementerio los concurrentes han tomado el ataúd por las manijas, y sin que falte un comedido que diga invariablemente:
"Primero los pies", el muerto es conducido a la cueva infecta que por irrisión se llama "última morada", donde con acompañamiento de discursos, de ruidos, de choques de pases de correas y de fatigas de los sepultureros, el cadáver es secuestrado y sustraído para siempre a la corriente humana.


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Los acompañantes se retiran a trote largo por esas calles de Dios, en coche propio o de alquiler, huyendo de la famosa última morada que los reclamará uno a uno, por turno, pero forzosa e indefectiblemente.

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Mientras tanto, durante el día, el cementerio presenta un aspecto relativamente alegre, debido a la presencia del sol que derrama su luz viva sobre las lápidas, al movimiento de las gentes que concurren a otros entierros y al ruido de los constructores de nuevos sepulcros para los ricos que tienen la estúpida ocurrencia de mandar erigir sus propias tumbas.
Yo no incurriré jamás en el error de adquirir un sepulcro; cuando me muera, que me pongan donde les parezca; de todos modos yo sé que no me han de dejar entre los vivos, pues las ordenanzas municipales se han de oponer.
Si hubiera de consultarse mi parecer a este respecto, yo querría, a más no poder, que algún médico amigo me disecara y guardara mi esqueleto en un armario, para mirar con las cuencas vacías de mis ojos, cómo se componía el colega en esto de despachar a sus clientes al otro mundo y para tocarle alguna vez en los vidrios, con mis falanges desnudas, un redoble fúnebre. Me horroriza la idea de que me dejen en el cementerio, en medio de gentes que no hablan y acomodado entre siniestras cajas como un bulto cualquiera de almacén. Por fin, durante el día, la instalación en el cementerio, no parece tan desagradable; pero cuando comienza a retirarse la luz, cuando los ruidos cesan, cuando las puertas se cierran y el administrador se va a su casa, cuando ya en el recinto no queda alma viviente... ¡oh, qué espanto!


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Me imagino por una fantasía, un muerto vivo, que tiene percepciones y sensaciones y ¡que asiste a la descomposición de su propio cuerpo y a las escenas del local!
El muerto que acabamos de dejar se ha despedido con un saludo cortés, de la concurrencia; ha querido hablar, pero la cal que le han echado encima se le introduce en la boca; ha querido mirar pero la misma cal le cierra los párpados; ha tratado de darse vuelta, pero el cajón es muy estrecho; tiene que permanecer de espaldas, muy serio, reflexionando boca arriba, sobre las cosas que deja en este mundo. Quiere mover los brazos, pero sus músculos han comenzado a ablandarse por la descomposición; luego, el vientre se le ha hinchado enormemente; la hinchazón invade el pecho, el volumen de sus entrañas, aumentado desmesuradamente, no cabe ya dentro de la piel; el gas comienza a escaparse por la nariz y la boca, en cuyas aberturas se acumula un montón de espuma, como si el muerto hubiera querido comerse una piedra pómez. Su cuerpo está lleno de manchas verdosas. La transformación sigue sus trámites legales.

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El muerto se representa su casa desolada: recuerda a su hijo predilecto, a sus amigos, a su mujer viuda, joven y linda... ¡viuda, joven y linda! Linda, fresca, lozana, nueva, llena de vida, apasionada, tierna y deliciosa como el primer amor.
Rubia, blanca, esbelta, airosa, casta, provocadora y sublime: sus ojos azules hacen hervir deleites celestiales en su pupila; su rostro es una idealización de forma; su carne suave, tibia, tiene el perfume humano de la juventud cuidada, limpia, incitante y sabrosa.
El luto le sienta admirablemente y las hebras doradas de su cabello, al derramarse sobre su manto negro, enloquecen con sus ondulaciones de oro en madeja, la mirada menos atrevida... Todo eso queda en la tierra quizá para otro, ¡seguramente para otro!... El muerto se estremece de celos dentro de su cajón forrado de plomo y a través de los gases pestilentes que exhala su cuerpo reblandecido, parece sentir el aroma del adorado seno femenino que deja en la tierra... ¡Oh! ¡recuerdo terrible e importuno! por la mente del muerto atraviesa la figura de su esposa al otro día del matrimonio, cubierta con su peinador blanco, ceñido en el talle por una cinta color rosa tenue, a la luz alegre de una mañana de primavera. ¡Qué vale la visión de la vida eterna ante este recuerdo de la Eva terrenal que se abandona! Los ojos del cadáver se llenan de lágrimas amoniacales y un sollozo con olor sulfúrico se escapa por sus fauces hinchadas.
El cuerpo continúa fundiéndose y macerándose en sus líquidos nauseabundos y hasta las flores artificiales que lo rodean comienzan a ennegrecerse con las emanaciones sepulcrales.

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El silencio más grande reina en el cementerio, y la noche más densa ha extendido sus tintes en el interior de las fosas.
Una que otra ráfaga de aire trae en sus alas los gemidos de los árboles y las lamentaciones de las cruces herrumbradas, que sacudidas por el viento, rechinan en sus hierros desvencijados. La lluvia fina cae mansamente sobre las tumbas y se desliza a lo largo de los muros buscando silenciosamente su camino hacia el fondo del sepulcro.
Las gotas engordan nutridas por el relámpago y los remolinos de viento; la lluvia arrecia y una orgía cristalina de agua loca, se establece alrededor de cada sepulcro haciendo saltar en baile precipitado candelabros en miniatura, que la corriente arrastra por las sinuosidades del piso.
La tempestad hace una orquesta cuyas notas resuenan en las bóvedas; gruesos chaparrones azotan sus puertas y las gotas robustas caen sobre los cajones, golpeando -tac, tac, tac, tac,- en su tapa sonora, como quien llama a la puerta de una casa cuyos habitantes duermen profundamente. Más tarde, la noche se despeja y un cielo estrellado se pone a mirar el cementerio, pestañeando con sus millones de estrellas, sin conseguir alumbrar los sótanos donde yacen los cadáveres acomodados por orden, en sus paquetes de factura; y más tarde aún la luna en menguante, con su luz de agonía, cae sobre la quieta metrópoli proyectando en el suelo la sombra de los monumentos, de las columnas, de las estatuas y de las cruces con sus brazos desiguales; o bien llegan las horas tempestuosas en que el viento silba en todos los tonos de su orquesta, quebrándose en los barrotes herrumbrados de las rejas que guarnecen las tumbas indiferentes, cuyas lápidas ladeadas de mármol leproso, ostentan carcomido el nombre oscuro de un infeliz que se ha disuelto en la tierra; el viento húmedo y rugiente que revuelve con su soplo sin diapasón, las nubes negras amontonadas en los cielos, separándolas en vetas, por secciones o agrupándolas en promontorios montañosos, para cambiar la decoración a cada instante; el viento aventurero que riñe con la veleta de la iglesia vecina, en que una flecha secular, oscilando sobre su eje contemporáneo, alarma con sus gritos estridentes como los de una lechuza perseguida.

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Cada bóveda abierta se traga su bocanada de aire aturdido para mezclarlo con las emanaciones pútridas de sus horribles huéspedes y exhalarlo digerido, a lo largo de las calles de cipreses macizos, inflexibles y tercos, negros de puro verdes e impenetrables en la frondosidad de sus ramas compactas, incrustadas de nueces citrinas que parecen semillas de algún árbol maldito.
Dentro del sótano, cerca del cajón recién depositado, se hayan estibados varios ataúdes de diferente época y tamaño, cuya superficie denuncia las injurias de los vapores corrosivos y cuyas grietas reventadas, revelan los empujones internos de los gases producidos por los cuerpos encerrados, en contravención a los rudimentos más elementales del sentido común.
Allí están consumiéndose lentamente los miembros de toda una familia, mezclados con individuos extraños, que, sin pagar alquiler, reciben el beneficio del último hospedaje, libres de la persecución por deudas y de los mandatos de desalojo emanados de algún juez de paz sin alma, hasta tanto que el dueño de la casa no resuelva desterrarlos, como si no fuera bastante destierro el otro mundo, y no decrete la expulsión, publicando en los diarios un aviso que diga:
"Se previene a los deudos de los individuos cuyos restos se hallan depositados en el sepulcro tal, que en el término de ocho días deberán proceder a extraerlos, y que, si no lo verifican, vencido el plazo, los dichos restos serán trasladados a la fosa común".
Allí están los viejos, los jóvenes, los adolescentes y los niños; los hombres y las mujeres; las viudas; las casadas y las solteras; las vírgenes por edad o por falta de ocasión; los libertinos y los virtuosos; todos afanados en transformar los átomos de su cuerpo para los fines de nuestras apreciables e insondables amigas las leyes naturales.


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Al muerto reciente le parece oír un gemido en el cajón vecino; su espíritu sutil se levanta y con aquella curiosidad masculina que, a juzgar por su grandor en esta vida, debe durar aun en la otra, penetra por las rendijas del ataúd sospechoso.
El cuerpo de una joven yace allí en plena fermentación.
Una corona de trapo ex-blanco, con sus botones de azahar amarillentos, envuelve una cabeza mutilada de la que el pelo, un largo pelo deslustrado, se ha desprendido por placas, llevándose en partes pedazos de la piel. Más abajo hay dos hoyos llenos de una gelatina negruzca que desborda por los ángulos: son los ojos. La nariz está destruida. Los labios comidos dejan ver los dientes sin encías, de una boca que ríe horriblemente y sin motivo. El vestido se halla acomodado a lo largo del cuerpo, pegado en el pecho, estirado sobre los muslos, desgarrado en los bordes; mojado, flácido, hundido en algunas partes, siguiendo las anfractuosidades del repugnante montón de detritus que cubre. Sobre el estómago están cruzados los brazos descarnados; las manos conservan entre los dedos un crucifijo de marfil amarillo, que parece continuar esperando la resurrección de los muertos en la posición menos adecuada para tener paciencia. El vientre del cadáver es una pulpa informe, movediza, en que entran y salen legiones vivientes ocupadas al parecer en una negociación muy urgente. Las ropas han caído entre los muslos formando canaletas por las que corre un líquido ocre y espeso. De la atractiva belleza presumible de esta joven en vida, sólo quedan como muestra dos pies diminutos, altos de empeine, delgados, ligeros, cuya planta se ha posado muy poco sobre el suelo, calzados con botines de raso blanco que la niña estrenó después de

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Una ráfaga loca de sensualismo cadavérico pasó por la cabeza del visitante, vanguardia de la primera infidelidad de ultra-tumba que le hacía a su compañera de esta vida, a aquella rubia linda, fresca, blanca, sabrosa, cuyas ternuras al fin serán para otro, y vistiendo de carne con su imaginación los huesos desnudos, poniendo ojos brillantes en la cara monstruosa, labios con calor en la boca destruida y estremecimientos libertinos en los senos ausentes, abrazó en su paroxismo póstumo el espantoso envoltorio que tenía delante, y en un beso eterno, vibrante y tembloroso, lleno de todas las delicias de la tierra, condensó la última voluptuosidad de sus sensaciones, difundiéndose después como la masa nebulosa de una nube flotante, sobre el cuerpo descompuesto.

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Vuelto de su excursión al ataúd vecino, envolvióse de nuevo en su manto de cal, dejó caer los brazos con aquella laxitud de un hombre que ha llevado a feliz término una aventura extraordinaria y meneó la cabeza con la expresión propia del disgusto por las cosas conseguidas. ¡Al fin hombre hasta en la muerte!

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La noche sigue su viaje acompañada por un séquito de estrellas, resbalando en la esfera de nuestro planeta, como quien pasa la mano sobre una cabeza calva.
Los cielos se van en tropel del Este al Oeste y cada segundo marca el pasaje de un astro por el meridiano de la tumba silenciosa.
La cúpula del cielo con sus chispas brillantes continúa su marcha eterna por los espacios siderales, con aquella indiferencia que los fenómenos naturales ostentan ante los dolores humanos.

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No sé si todos experimentan el sentimiento de repulsión y de tristeza que a mí me invade, cuando en medio de algún pesar ¡quién no los tiene! veo que sale el sol como todos los días, que llueve como en cualquier ocasión, que las cosas conservan su aspecto habitual, que las gentes van y vienen, que todo sucede, en fin, como si yo no estuviera afligido. La quietud, monotonía y regularidad de la naturaleza ante el dolor humano, parece una burla. No hay madre que habiendo perdido un hijo, no se sienta humillada, ofendida, herida, al considerar la imperturbabilidad de las estaciones, de las horas, de los accidentes meteorológicos y del almanaque.
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La noche avanza hacia el oeste comiéndose las horas y va a perderse en el horizonte arrastrando su manto salpicado de lágrimas brillantes. El cementerio continúa murmurando los ruidos propios del silencio absoluto; el rumor sordo, indeciso, como de olas, como de viento o como de cualquier cosa desconocida, sólo se interrumpe por algún estallido inopinado, indebido, anómalo, sin motivo, pero alarmante, como los tonos ininterpretables que se oye en los bosques.
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Al otro día, último y único alivio, ya hay algo de usual, de acostumbrado, de conocido en la cueva recién ocupada y el hábito, esa forma del dolor crónico que degrada al hombre hasta hacerlo resignarse a todo en cualquier situación, ha hecho que el muerto se acomode a su suerte y se convierta en su auto-espectador.
El cementerio le parece su ciudad natal, la tumba su casa, los muertos sus conciudadanos y la insondable eternidad su patria.
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