"Novela y crimen policiaco"
Federico Campbell
Publicado en Milenio del 2 de septiembre de 1998. "Novela y crimen policiaco" es el primer artículo que se publicó en la columna La hora del lobo, de Federico Campbell.
El 27 de agosto, en un recinto que acoge la antigua estación ferrocarrilera de Monterrey, estuvimos hablando sobre el crimen real y el crimen imaginario, la imaginación criminal y la invención literaria. Mi temor era que Paco Ignacio Taibo II y yo, por mucho que reconociéramos los aciertos de la nueva novela policiaca mexicana, no lográramos mezclar el agua con el aceite, como si fueran ya imposibles —en este final de siglo mexicano, la hora del lobo— los puentes que solían tenderse entre la realidad y la literatura. Porque ése era el sentimiento común: que la novela se encuentra desfasada en relación a las cosas que suceden todos los días. La ficción de los escritores tiene que competir con el terror de los secuestradores, los asesinos en serie de Ciudad Juárez, los asaltos de motociclistas en el periférico, los invisibles delitos de guante blanco.
Y estábamos hablando de estas cosas justamente en la semana en que se anunciaba el Programa Nacional de Seguridad Pública y la Cruzada Nacional contra el Crimen y la Delincuencia, y se decía que en 1997 sólo los delitos denunciados fueron un millón 490 mil, con un mínimo de consignaciones. Parecía pueril ocuparse de la novela criminal, tan inocente ante estos horrores de nuestra degradada convivencia civil.
Por cualquier lado que abordábamos el tema caíamos en el anecdotario criminal en que, después de los postres, entre once de la noche y una de la mañana suelen terminar las cenas de los capitalinos. (En México, dijo alguien de los asistentes a la conferencia, durante el día los asaltan y en las noches se reúnen para hablar de los asaltos.) Terminamos horrorizados, como en las cenas. Impotentes, como al leer los periódicos.
En Ciudad Juárez —donde suman ya 22 las víctimas femeninas en lo que va de 1998, y fácilmente más de cien en total— el lunes 31 de septiembre fueron encontrados los restos de otra muchacha violada y asesinada. Reconociendo su incompetencia, las autoridades han contratado los servicios de un especialista del FBI, Robert K. Ressler, y de un sabueso español experto en crímenes de matriz hollywoodense, pero sus indagaciones han sido como rayas en el agua. (Tal vez deberían incorporar a su equipo a una mujer detective, como se está haciendo con gran éxito en Inglaterra, porque se ha visto que la sensibilidad femenina capta detalles que los hombres no ven.) En el noroeste sonorense y bajacaliforniano la vida cotidiana ha sido puesta de cabeza desde que la dinámica del narcotráfico empezó a alterar las relaciones entre hermanos, padres e hijos, novias y novios, en la economía entre el ciudadano y el Estado, entre la sociedad y la policía, en una dimensión impensable hace quince años. Tan sólo en Tijuana ha habido más de un asesinato al día en lo que va del año. Son escalofriantes los relatos que han hecho algunos jóvenes de la clase media caídos en el engranaje. No recuerdo ninguna novela que haya reflejado ese escenario ni a esos personajes que parecen salidos de una película de Quentin Tarantino: la naturalidad con que transcurren sus días, el relajo, el desmadre, la actitud de alguien que después de matar —a veces por aburrimiento— invita a sus amigos a irse a comer una langosta en Rosarito, la descripción de las gotas calientes que le salpican a un torturado, la manera en que compiten por hacer un "jale" en cuanto se corre la voz de que hay que eliminar a alguien.
Hablarle de crímenes a los mexicanos es, pues, como ira vender cajetas a Celaya. La novela policiaca tiene como tema de fondo el de la justicia y el primer referente —el contexto— es el de su administración. El problema para los escritores mexicanos es que resulta muy inverosímil el personaje del investigado privado —como en las novelas de Raymond Chandler— y más increíble el del inspector representante del Estado —como el Maigret de Georges Simenon—, que suele estar metido en el crimen organizado como en su propia piel. ¿Cómo atender los cánones del género si los policías son delincuentes? Al cerrar el siglo, la fusión de delincuencia y policía lo único que deja claro es la vigencia de un poder aparte, autónomo, que el Estado ya no controla y parece tener en sus manos al país entero: el poder policiaco.