Invitado


El estado de derecho y la violencia legítima


Por Juan María Alponte

José Vasconcelos, en ese libro impresionante titulado El Desastre —que con Ulises Criollo y La Tormenta representan una lectura imprescindible, balzaquiana, para comprender una parte, inclemente, de este siglo—, cuenta que siendo Secretario de Educación, al inaugurarse la Escuela Gabriela Mistral, tuvo a su lado al Presidente de la República: Obregón. La subdirectora de la nueva institución pedagógica hizo un discurso. La subdirectora, "mujer distinguida", dejó trascender, en su texto, esta frase nunca inútil aunque desmemoriada: "Ya es tiempo que envaine la espada Caín y se restablezca la concordia".

"No hubiera yo advertido (la significación) de la frase, dice Vasconcelos, si Obregón no me da con el codo y me dice: Bueno, licenciado; pero es que en este país, si Caín no mata a Abel, entonces Abel mata a Caín".

Años después, dando clase en una cátedra universitaria en Estados Unidos, un alumno le enteró de que se había asesinado a Obregón en la Ciudad de México. El discurso de la subdirectora de la Escuela Gabriela Mistral, hecho en tiempos de matanzas, sobrecoge, aún hoy, y tanto hoy como ayer: "Ya es tiempo de que envaine la espada Caín". La reflexión que hace Vasconcelos al saber el asesinato de Obregón fue ésta: "Tan grande llegó a ser la iniquidad entre nosotros que fue preciso que Abel se armara de la quijada de burro y ni así triunfó la justicia, porque Caín se ha multiplicado, con más cabezas que la Hidra, más garras que una tropa de jaguares..." (págs. 278 y 279 del libro citado, edición de 1951).

Se equivocaba Vasconcelos sobre Abel. En otro libro, casi desconocido, pese a su indudable importancia testimonial (el libro de Emilio Portés Gil, Autobiografía de la Revolución Mexicana, Presidente interino de la República después del asesinato de Obregón, Presidente electo), se dice, sin equívocos, que la clase dirigente mexicana atribuyó la responsabilidad plena del crimen al Presidente Calles y que, inclusive velándose el cadáver de Obregón, los generales y políticos declaraban que se iban a sus provincias para levantarse contra el Gobierno.

Esos testimonios —que deja en la memoria la dramática conmoción del crimen contra el candidato presidencial Luis Donaldo Colosio y la gran crisis social y económica que desatara ese proceso endogámico— obligan a replantear, después del 6 de julio de 1997, la esencia moral y la estructura objetiva del Estado de Derecho.

Por lo pronto, frente a la proyección y apelación permanente a la presunción de que el Estado de Derecho es "el estado que tiene leyes" cabe deslizar, sin equívocos, un pronunciamiento más específico: el Estado de Derecho NO es, solamente, el estado que tiene leyes (todas las dictaduras autoritarias y de partido único que han generado verdaderos "corpus legales" para impedir el desarrollo de la legitimidad política en los países que tuvieron el infortunio de sufrir esos regímenes) sino el Estado que se somete, él mismo, al imperio de la ley, que no es lo mismo.

Más aún: el Estado de Derecho se caracteriza, define y substancia por la imposibilidad de transgredir la ley, inclusive bajo la hipótesis de la Razón de Estado (ya que en su nombre se han cometido inmensas aberraciones contra las garantías individuales y los derechos humanos) porque, de hacerse, se postula la liquidación de la fuerza ética fundamental del Estado de Derecho: su legitimidad. La legitimidad es algo más que la legalidad. De la misma manera que, en inglés, la ley (the law), esto es, el Derecho Objetivo o Derecho Positivo no es lo mismo que el derecho subjetivo, fundamental para cada ser humano, que en inglés se especifica como right.

La fuerza del Estado de Derecho se expresa, por tanto, en proposiciones inalterables que la Constitución (como consenso social de legitimidad) garantiza y organiza racionalmente. También, en este punto, el Estado de Derecho debe mucho a Montesquieu, el autor admirable de El Espíritu de las Leyes, porque Montesquieu nos advirtió (desde 1748 año en que se publicó la primera edición de su libro) que la separación o división de poderes, es decir, la autonomía del Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial dan testimonio, sistémica y epistémicamente, de la constitución en el Estado de Derecho. Llega a más el barón de Montesquieu al barrer, con su gran escoba jurídica, al régimen absoluto: que un país no tiene Constitución si no tiene definida esa división en la teoría y en su práctica.

El profesor Tierno Galván —líder socialista bajo Franco— que un día hiciera el prólogo a una edición española de El Espíritu de las Leyes, bajo las barbas inexistentes del general Franco, se percataba de esa asunción inexorable. Por ello diría que era bien extraordinario que un hombre tan moderado como Montesquieu fuera, en ese punto, tan extremadamente radical: que un país no tiene Constitución (democrática bien entendido), aunque la tenga, en tanto que ésta es el resumen y síntesis de un corpus jurídico, si no existe la separación o división de poderes. ¿Está claro?

La cuestión es bien precisa. La Sociedad Civil no puede eludir (para Gramsci, al revés que para Marx y Hegel, la Sociedad Civil es "el contenido ético del Estado"), en consecuencia, si el Estado de Derecho es el Estado sometido al imperio de la ley desde su propia estructura de poder, que ello le acarrea, inexorablemente, una pregunta básica y fundamental: cómo y de qué forma se ejerce la violencia en el Estado de Derecho.

El Derecho Positivo, es decir, el pronunciamiento por la norma, por las obligaciones, por el cumplimiento de la ley conlleva consigo, de forma poco evitable, la coerción, es decir, una inevitable proposición de fuerza para que la norma, el nomos griego, se cumpla. El Estado de Derecho, al formularse como sistema de juridicidad, destruyó, aniquiló y superó la estructura de poderes privilegiados, con capacidad de coerción, que los grupos y las clases poseedoras habían acumulado, para sí, en el curso de la historia. Esta situación de privilegio se explicita, etimológica y socialmente, como el fundamento mismo del derecho corporativo de clase y, por tanto, de ejercicio fáctico de la impunidad.

En efecto, la palabra privilegio significa, etimológicamente, "ley particular o derecho privado". Del latín nos llega, sin prisa, sin apresuramiento ideológico, la explicación. Privilegium es un vocablo que se origina por la convergencia de lex y privus, esto es, de "ley" y de "privado". No es necesario excederse en el discurso para advertir, por tanto, que ciertos grupos de poder conservaron la posibilidad de servirse, inclusive ante o frente al monarca absoluto (igualmente inter pares) de privilegios que transportaban consigo el poder coercitivo y, por consiguiente, el derecho a ejercer su propia violencia y de mantenerla.

El Estado de Derecho arrebató a los grupos su "ley privada" e hizo pública, republicana, la igualdad. Ese enorme cambio, cuya magnitud es imprescindible tener en cuenta (cosa más imprescindible, todavía, en sociedades cuyo origen y patrones de conducta autoritarios recrean, en el tiempo, la concepción de la ley privada o la impunidad para los grupos dominantes), planteó al Estado de Derecho un tema capital: el de "su" violencia.

Dicho en otros términos, el Estado de Derecho al suprimir la coerción del poder de los grupos o de las clases privilegiadas (caracterizadas por el apetito acrítico y amoral de la impunidad mantenida por sus propios aparatos coercitivos de violencia) se tuvo que autodefinir de una manera nueva: que el poder, en el Estado de Derecho, sólo dispone de una violencia: la violencia legítima.

Está bien claro, pues, que el Estado de Derecho tiene en sus manos un poder coercitivo, para imponer la norma legal, de extraordinaria fuerza moral que se define, sin más, en la violencia legítima, es decir, en la organización y defensa de la ley desde su propio sometimiento a la ley. No hay juego de palabras: cuando el Estado de Derecho, por razones impuestas por su derredor social convulsivo (el terrorismo por ejemplo) transgrede su propia legitimidad se encuentra, como en España, a un gobierno ante los jueces por haber creado, en su seno, un aparato antiterrorista (el GAL) clandestino y sufragado con recursos públicos, es decir, con un dinero público, de la res publica (de la cosa pública) o si mejor se quiere con un presupuesto de la república, republicano. Ello quiere decir que se ha tergiversado el Derecho.

La violencia legítima es la función máxima, consensuada, de un enorme poder moral cuando se emplea desde la legitimidad y el pleno esclarecimiento (no como la astucia frente a la inteligencia) de las decisiones ante la opinión pública. Puede entenderse, por tanto, la fuerza de la legitimidad y el escrúpulo ético del poder republicano para usar la violencia legítima porque esa es su fuerza moral y cuando el Estado la emplea acumula, con la ley, la esencia misma de la ley que es la legitimidad. No al revés.

De ahí la trágica perturbación moral que implica que un Estado, contra el terrorismo, por ejemplo, se transforme, a sí mismo, en un Estado terrorista. Ese hecho, ampara siempre la aparición de los núcleos duros, los más retrógrados, los más reaccionarios de una sociedad dada que, frente las utopías, cree que no existe otra opción que la violencia legal que, en muchas ocasiones, destruye las bases morales de la violencia legítima.

Puede comprenderse, por tanto, que el Estado de Derecho sea un Estado y una Sociedad Civil que se imponen siempre, desde su para sí, una limitación a su fuerza, un ejercicio de tolerancia que anula la fermentación paranoica de los núcleos duros, de un lado y del otro, y que evoca, con la fuerza de la verdad, la significación ética de la violencia legítima.

Si ese pronunciamiento no está claro, explícito, los riesgos son graves para todos. Montesquieu llevaría su análisis hasta el lenguaje mismo (sin análisis de contenido del lenguaje el idioma no existe nada más que como placer o como la abominación del texto) y advertiría con implacable lucidez lo siguiente: que el lenguaje democrático se caracteriza por el significado de la igualdad y el lenguaje monárquico, al revés, por el uso impenitente, ritual, retórico, del "honor". Siempre los monárquicos hablan del "honor" (de clase), del honor violado y pocas veces advierten que los violadores son ellos mismos...

"Al salir a la calle para tomar los autos, un joven se desprendió de los grupos de curiosos y gritó, dice Vasconcelos, ¡Viva el Maestro! Era la primera vez, añade, que me daban en público este título y pensé con amargura: ‘El maestro que ya se va...’ Y el país queda en manos, otra vez, de Huichilobos..." (De El Desastre, pág. 288).

Lo que quería decir, José Vasconcelos, es que, desaparecida la violencia legítima, comienza la violencia sin la legitimidad. Justamente por ello es preciso recabar, sin pausa, esa garantía fundamental del Estado de Derecho: la violencia legítima para que su esencia no sea aniquilada y, sobre todo, desde el viejo discurso de la astucia frente a la inteligencia, es decir, frente a la razón y la concordia. Sobre esas tres premisas descansa, hoy, la libertad: la violencia legítima, la razón y la tolerancia como frutos superiores, de la libertad y la solidaridad. Sin ello el país, los países y los hombres y mujeres se disuelven en la violencia de clase y, por tanto, en la anarquía del todo vale porque nada vale.

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