Las Hogueras del Hombre 2

Por Ricardo Vírhuez Villafane

a Magaly,
por esa manera de entendernos.

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Un atributo macanudo de las palabras es el de resumir una vida, un
oficio o un sentimiento, de modo que nos sorprenda con su transparencia y
su verdad.
Eduardo Galeano es un hacedor de estos resúmenes, que los más serios
confunden con sentencias, refranes o conceptos.
Recuerdo uno, que Galeano se lo endosa a Juan Carlos Onetti:
Las únicas palabras que merecen escribirse son aquellas que son
mejores que el silencio.

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-Al leer tus cuentos -le digo-, me quedan chicos Ribeyro, Bryce y
Vargas Llosa.
El no parece halagado. Pregunta por qué y me cuenta pasajes de su
vida. Había empezado a estudiar medicina en San Marcos, pero la literatura
lo cogió.
Es un escritor que no acude a congresos ni ceremonias. Huye de las
fotos y entrevistas. Vive lejos de la fama y de los fuegos artificiales de
la promoción personal.
-Cuando converso con Roberto Reyes -me dice-, me reconcilio con el
género humano.
Exacto. Eso siento. Lo mismo.
-Cuando converso contigo -le digo a Luis Urteaga Cabrera, copiándolo-,
me reconcilio con el ser humano. Palabra.

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Los viajes tienen algo que a uno lo encadenan con el tiempo. Más que
los días cotidianos, son alimento de la memoria y los sentidos. Después de
un viaje, nada sigue igual.
A veces crean adición y buscamos enrumbar hacia otros cielos. Ir hacia
lo desconocido. Por eso se parece a la muerte. Y mejor, se parece también
a la vida.
Nutren, ilustran, moldean y llenan nuestra mirada, nos procuran otros
aires y otros amores, y le dan el toque especial a eso que llamamos
experiencia.
El viaje lo inventó el primer hombre que abandonó el suelo natal de la
humanidad, Africa. Por esa virtud o esa culpa estamos acá, invadiéndonos y
jodiéndole la vida al planeta.

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Desde pequeño he sentido desconfianza hacia los periodistas. Los veía
como buitres del dolor humano o como simples muñecos de papel. Entre todas
las profesiones mercenarias, me parecía la más mercenaria.
Sin embargo, pese a haber sido e intentado ser escritor de mil
oficios, y por haber publicado artículos en revistas y periódicos, la
gente me ha identificado, ante todo, como periodista.
Aun ahora padezco esta ironía. Amar los libros pero ser ciego como
Borges no me parece más irónico que ser reconocido por una profesión que
no estimo.
Jorge Luis Roncal no me da sesudas explicaciones sobre el periodismo
ni me cita los grandes nombres de sus mártires y herejes.
-Digas lo que digas -me dice, simplemente-, lo que haces es
periodismo, y punto.
¿Cómo voy a discutirle así?

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Francisco Grippa nació en Tumbes y vivió una infancia muy inquieta. Se
fue a vivir a Estados Unidos y para obtener la residencia lo obligaban a
hacer el servicio militar. Pero se hizo el loco y que no sabía inglés y no
lo mandaron a Vietnam.
Fue lavaplatos, camarero, cocinero, viajero y pintor. Pero un pintor
en serio. Se vino a la amazonía y vivió con los shipibos, los boras y
huitotos y finalmente se quedó en Pevas, orillando los ríos Ampiyacu y
Amazonas. Allí construyó un inmenso taller de pintura al que denominó La
Casa del Arte.
Se ha casado siete veces y pinta unos trescientos cuadros al año. Su
vitalidad es increíble. Se levanta a pintar antes de la madrugada, oye
música, bromea feliz y a gritos, vive la naturaleza, bebe litros de
cerveza y a veces, calladito, escribe poesía.
La vida le late por los poros.

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Al salir de la presentación del libro de un amigo en Huancayo, un
joven universitario se acercó a preguntarme si su compromiso con el pueblo
debía ser militante.
-Eso depende de ti -le dije-. Hay varias formas de compromiso. Lo más
importante es que sea voluntario y no una obligación.
-Pero en tus artículos se entiende que hay un solo camino. Luchar.
Lo miré sorprendido. Sentí de pronto, por primera vez, el peso de las
ideas y la responsabilidad de expresarlas con claridad.
-Luchar -dije- y no someterse. Todos los días, apasionadamente.
El muchacho asintió con la cabeza, me preguntó algunas cosas más y se
fue. Frente a tanta necesidad de claridad, de entrega, de entendimiento,
me sentí pequeño, como una hoguerita en medio del fuego.

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La amazonía es sol, río y aire puro. Pero Iquitos huele a incienso y
sotana. Un cura español dirige sus pasos más oscuros. Debido a su
intimidad con el poder de turno es director de casi todas las
instituciones públicas y privadas. Canaliza las subvenciones y los
financiamientos de proyectos de todo tipo, y ejerce la censura franquista
en su semanario católico.
Los menos honestos lo han elevado al rango de semidiós. Los poetas le
agradecen la limosna. Los periodistas le hacen el trabajo sucio y se
encargan del maquillaje. Después de Dios, el Cura. Su debilidad por el
poder va de la mano con su inclinación a la cocaína y las mujeres.
Ni Sancho, Pulpo, Vedete ni Diosito, como le decía de cariño mi amigo
Arnaldo Panaifo. Pienso más bien en Rasputín, el monje tenebroso.

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Mi amiga Rocío estaba contenta porque íbamos a presentar mi pequeño
libro Las hogueras del hombre en Huancayo, su querida ciudad.
Pero la policía no estaba contenta con la alegría de la gente buena.
Allanaron su casa, robaron lo que pudieron y cargaron con sus bellos
libros de teatro y poesía. A ella la detuvieron el tiempo que les dio la
gana. Yo ya no pude viajar a Huancayo. La policía se había llevado un
centenar de mis libros y nada pudo hacerse.
Rocío salió libre dos semanas después, pero no la he vuelto a ver.
Quisiera pedirle que persista en su alegría, que no se deje llevar por la
pena y la tristeza. Pero creo que es inútil. Ella debe seguir en las
calles ofreciendo sus manos y regalando su risa dulce, su sonrisa
inimitable.

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-Yo conocí a un periodista tan corrupto como el de tu novela -dice
Jaime Guzmán-. Se llamaba Kon Fu y dirigía el periódico El Hocicón. Era el
más odiado por los poderosos de Chimbote, porque Kon Fu era un pendejo de
la puta madre. Denunciaba a los corruptos, es verdad, pero lo hacía por
amor al dinero que pagaba su silencio. Sus titulares eran escandalosos.
Decía, por ejemplo, Yo fui Marido de Fulana, La Funcionaria tal es una
Puta, El Conchesumadre del Alcalde es un Narco, etc. Y se paseaba muy
orondo por las calles. Cuando lo vi, le dije: eres hombre muerto, chino. Y
él ya lo sabía. Por eso un día recibimos la noticia resignados. Lo habían
estado siguiendo, lo atropellaron con un auto y lo estrellaron contra un
poste. Así lo mataron y nadie se preocupó por él. Y pensar que sus
periódicos se agotaban al instante. Como para una novela, ¿no?
Jaime Guzmán levanta el vaso con cerveza negra y dice salud. Chimbote
arde al mediodía.

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Leo un reporte de periódico del año 1988, en Ayacucho. Es el
testimonio de un niño.
"Llegaron muchos soldados al pueblo, gritando y disparando. Mi papi me
dijo que no les tuviera miedo. Pero se equivocó, señor, los soldados eran
malos. Gritaban, corrían y golpeaban a las mujeres. Mi papito me abrazó
muy fuerte y me besó en la frente. Lloraba igual que yo. Un cachaco se
acercó rabioso y nos escupió. De una patada me tiró al suelo y a mi papi
se lo llevó de los pelos. Otros soldados saqueaban las tiendas y las
casas. Tenían bombas que sonaban muy fuertes. Vi cuando a mi papito le
golpearon duro la cabeza. Corrí hasta donde estaba para ayudarlo. Pero uno
de los soldados me azotó con un látigo y me dijo que no me moviera. Mi
papi gritó muy fuerte, después se quedó callado. Tenía mucha sangre. Las
mujeres lloraban bastante y los niños teníamos mucho miedo. La señora
Eustaquia Roncoy me dijo que a mi papito le habían arrancado la cabeza".
Las lágrimas me empañan la visión y no puedo seguir. ¿Cómo contener la
rabia?

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El capitán del ejército, cuyo nombre jamás me confió, imaginaba que
publicaría el testimonio que estaba grabando. Yo pensaba, más bien, en
escribir una novela. Pero él había leído algunos artículos de crítica
literaria míos y me creía un periodista.
Le aclaré la diferencia y le dije que si seguía llamándome periodista
me sentiría ofendido. No me hizo caso y se echó a reír. Y me contó, en
resumen, que en la base militar del Huallaga donde trabajaba todos los
oficiales apoyaban a los narcos colombianos. Les daban aeropuertos,
helicópteros, armas y protección.
-Y hasta a sus mismas mujeres -agregó-. Y a cambio, miles de dólares,
compadre.
El bar estaba vacío y tomábamos cervezas. Esa noticia ya la sabíamos
todos los peruanos, pero el gobierno ocultaba a dentelladas lo que la
realidad nos mostraba a diario.
-¿Y si se enteran de que los delataste?
-Ni loco me quedo acá. Mañana mismo vuelo para Argentina con mi
familia. Yo también tengo mis ahorritos.
Le dije que nadie me creería si no me daba su nombre.
-Ah -sonrió-. Eso averígualo tú. Para eso eres periodista.

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Desde pequeño había trabajado en la carpintería, convivido con
afiladas herramientas, tarjado con el machete desnudo el corazón de la
madera, y nunca conoció un accidente.
Pero cuando quiso probar suerte en la cacería, se internó en el monte,
resbaló en la oscuridad y la retrocarga le voló un dedo de la mano.
Ahora Roberto Reátegui es profesor de carpintería en Indiana y ya se
acostumbró a llevar sólo cuatro dedos.
-Pero cuando acaricio a mi mujer -dice Roberto-, siento que alguito me
estoy perdiendo.

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Nunca me han impresionado los héroes militares. Si toda guerra es, en
el mejor de los casos, un mal necesario, es absurdo erigir héroes por el
simple mérito de asesinar personas.
Me sorprendo más bien ante los héroes anónimos y cotidianos. Un
obrero, por ejemplo, rompiéndole la tiranía a la pobreza y llevando el pan
diario a casa. O una madre trabajadora, esa mujer admirable a quien vemos
todos los días por las calles y ni siquiera conocemos.
O incluso uno mismo, cuando la ocasión no nos da otra alternativa.
Como ese día cuando un niño se ahogaba y nadé rápido, tiré de él y lo
saqué a la orilla. Me sentí como se sentiría un parturiento. Tal vez ese
niño haya olvidado que alguien le salvó la vida alguna vez, o nosotros
mismos hayamos olvidado que en la calle, en una piscina o en la playa
alguien nos salvó la vida. Por eso me parecen tan bellos estos versos de
Maiakovski:
En la vida
morir
no es lo difícil.
Lo difícil
en la vida
es forjar vida.

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La había deseado tanto, y ahora estaba allí.
Era hermosa. De caderas tan grandes que uno se ahogaba. Alta y morena,
sus piernas se perdían dentro de las sábanas blancas y mi mirada no podía
abarcarlas.
Súbitamente, sentí que no podría. Hice el intento y ella me recibió
amorosa. Pero algo dentro de mí ya me había anunciado la derrota.
-No te preocupes -dijo ella-. Ocurre a veces.
La miré hondo. Ella sonreía tierna, maternal, mientras se vestía.
La noche había comenzado, y yo tenía como un aliento tibio que me
quemaba la cara.

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Después de que la policía allanara San Marcos, matara a un guardián,
destruyera la vivienda universitaria y detuviera a unos ochocientos
estudiantes, empezó la caza de brujas en las bibliotecas.
Las obras marxistas se las llevaban. César Vallejo, Mariátegui y José
María Arguedas ya habían muerto, así que detenían sus libros.
Nosostros, los de Tumueca, hicimos El evangelio según San Marcos, obra
de teatro que la presentamos en todas las facultades. Junto a Esquilo y
Shakespeare, hablábamos del allanamiento y nos burlábamos de la
bestialidad uniformada.
Un domingo, solos en la universidad, tuvimos que parar el ensayo.
Decenas de policías, armas en mano, pasaban debajo de nosotros buscando
nuestras voces.
Nos escondimos, calladitos, como culpables.

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La historia de los partidos políticos se parece mucho a la de sus
integrantes. Si la izquierda uruguaya o chilena había resistido la atroz
represión militar, no podía decirse lo mismo de la peruana.
Lo curioso era que la defección izquierdista no necesitó del terror
militar o la tortura. Bastó con los cantos de sirena del parlamento, las
ONGs, las subvenciones generosas y una guerra comunista ante sus propias
narices para que se le cayera la máscara y se le fuera la vergüenza.
Por eso nos dio pena y rabia lo del poeta Luis Nieto. El Cholo Nieto,
le decían. De poeta subversivo y militante izquierdista de la vieja
guardia pasó a parlamentario.
Pasaron los años y se hizo prestamista o cambista de dólares. Así
acabó. Sin respetar su estrella de viejo luchador, murió asfixiado con una
bolsa de plástico en una oscura madrugada limeña.

67
Grafitis como La imaginación al poder o Seamos realistas: intentemos
lo imposible que habían llenado las paredes de París a fines de los años
sesenta me motivaron a pedirle a mis alumnos de Bellas Artes, en Iquitos,
creaciones parecidas.
Se los mostré a mi amiga Karina y, en broma, le dije que le haría uno
a ella sola. Se rió y me retó a que quería hechos y no palabras.
A la noche salimos a las calles con Carlos Bardales y un spray a medio
terminar. Las tonterías que debemos pasar por abrir la boca. No tenía idea
de lo que iba a escribir. Carlos puso: Benditos sean los músicos porque
ellos son dioses. Yo puse: Dios es maricón. El spray se iba terminando, y
yo nada.
Hasta que al fin. Miré a todos lados. Escribí: Karina es mi sol, mi
río, mi vida, mi todo.
La vida me pareció más bella, entonces.

68
-Antes yo no quería tener hijos -dijo ella-. Pero después decidí que
sí, que los tendría. Entonces me cayó la enfermedad, y me jodí.
Lloraba. El bar de la plaza Castilla estaba desierto. Le tomé una
mano. No sabía qué decirle.
-¿Sabes lo que es querer tener un hijo, y no poder?
La enfermedad le había vaciado el vientre, pero no la vida. Ella se
recompuso y se secó las lágrimas.
-Discúlpame. A veces hablo cojudeces.
Acabamos la cerveza y salimos. Estaba anocheciendo.
Ella había cambiado. Pero yo sentía que algo de su antigua energía se
negaba a morir, que le decía no a la vida de mierda que quería tragársela
con fuegos artificiales y papel de regalo.

69
Mi abuelito se llamaba como el Hércules latino. Lo conocí ciego y
caminando con el bastón adelante. Con mis hermanos lo guiábamos: a la
izquierda, a la derecha, alto, siga.
Lo habíamos llevado a Lima porque andaba mal de la salud. Cuando se
repuso, se volvió a su huerto lleno de hierbas olorosas, flores pequeñitas
y frutas inéditas. Después, supimos que se había muerto de viejito.
En Lima yo era su compinche. A escondidas le pasaba el vino y él me
llenaba la cabeza de fantasmas y demonios, lugares encantados, mujeres
bellas y tesoros ocultos. Yo le oía como si me leyera mi primer libro de
aventuras. Y mejor, como si se me encendiera una fogatita duradera en la
memoria.

70
Esta noche vino mi hermano Marcial a visitarme.
Nos sentamos juntos y bebimos unos vasos de cerveza
Estaba callado. Estaba triste.
Le pregunté por qué se había suicidado.
No me respondió. Me abrazó y se echó a llorar sobre mi pecho.
Nuestras lágrimas se juntaron y éramos sencillamente dos hermanos que
lloraban.
Y nos queríamos.

71
No recuerdo su nombre, pero me decía, me repetía:
-Quiero que mi hijo nazca en Estados Unidos.
Yo le preguntaba por qué.
-¿No te das cuenta? Sería norteamericano.
Suspiraba. Y agregaba:
-Sería gringo, pues.

72
Aquella mañana el Estadio Nacional estaba lleno por afuera. Miles de
personas desfilaban con rosas rojas en las manos para rendirle tributo a
los caídos.
Un policía disparó primero y vino el desbande y la resistencia. Las
tanquetas retrocedieron y varios petardos de dinamita estallaron cerca.
Desde el microbús en el que viajaba, observé a un policía acurrucado
ante una puerta cerrada. Temblaba y apuntaba nerviosamente el revólver a
todos lados. Se oyeron ráfagas de metralleta y un dinamitazo hizo añicos
los ventanales de varios edificios. El policía se cubrió la cabeza, y,
cuando la levantó, conocí el pánico por primera vez en ese rostro
petrificado y deforme.

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Le hacían reportajes, lo consultaban, lo tenían como una autoridad en
la defensa de la dignidad de la persona.
Y era cierto. Era capellán de las cárceles y auxiliaba como podía a
los presos. Además, escribía artículos que removían las tripas y la
conciencia. Decía verdades conocidas -porque no hay como un peruano para
conocer sus propios males-, pero las decía.
Hubert Lanssiers era un sacerdote europeo que tenía una pequeña gran
debilidad. Mientras descubría a un país enfermo, defendía la maquinaria
que producía la enfermedad. Mientras denunciaba la coima, el abuso de
autoridad, las desapariciones y las torturas, defendía a capa y espada a
Fujimori.
Por eso el dictador lo llamó a su lado. Y Hubert Lanssiers aceptó.

74
Antiguamente los curas dirigían las carnicerías de los soldados
españoles contra los indígenas. O los amansaban importando el alambique y
dándoles aguardiente por mano de obra barata. O asesinaban a los enfermos
y rebeldes acusándolos de brujos y herejes en sus hogueras de la
Inquisición.
Ahora no parecen tan brutales. En lugar de la horca y cuchillo,
colocan acciones en fábricas de armas químicas, atómicas y convencionales.
Y enseguida realizan millonarias colectas por la paz mundial. En lugar del
Index, inventan el Opus Dei, esa organización fascista defensora de las
peores dictaduras.
Antes de la conquista América tenía cerca de cien millones de
habitantes. Tres siglos después, durante la independencia, quedaban
alrededor de un millón. Las grandes guerras mundiales, las guerras
europeas y las revolucionarias fueron poca cosa frente al genocidio
católico.
Por los 500 años de la peor matanza de la humanidad, los curas de
Guatemala pidieron perdón al pueblo maya y rindieron homenaje a la
religión indígena. Y en Argentina, la iglesia reconoció por lo menos su
participación en la dictadura militar y en la muerte y desaparición de
treinta mil personas, y pidieron "humildemente perdón a Dios". En el Perú,
los curas declaran que los derechos humanos son una cojudez. Y las cifras
oficiales dicen que seguimos siendo un pueblo católico.

75
Luis Urteaga había vivido cerca de diez años con los shipibos en las
selvas amazónicas.
Iba a organizarlos en federaciones indígenas y no sabía cómo
convocarlos y reunirlos. No se podía perifonear, pasar volantes o
invitaciones, como en la ciudad.
Uno de los shipibos sí sabía.
Tomó lugar en la maloca y empezó a hablar, a contar historias. Al poco
tiempo no cabía una paja, de puro llena. Los shipibos oían las
narraciones, gozaban, reían, comentaban, vivían.
Años después Luis Urteaga publicaría El universo sagrado y luego El
arco y la flecha, cuentos de esos otros cuentos, historias para despertar
y reunir a la gente.

76
Primero quise ser inventor como Edison y me pasaba los días volando
los plomos de electricidad de mi casa. Probé en la arqueología y me iba a
recorrer las ruinas preincaicas de Marca, y convivía con huesos, cráneos
trepanados, vasijas rotas y telas podridas. Después la física y la
química, los átomos y las partículas enanas. Las revistas de física
nuclear me las prestaba mi primo Néver Falcón y yo las leía admirando los
dibujitos sin entender nada. También pasé por las locuras de la pintura y
el teatro, hasta que arribé a la literatura y me gané algunos premios.
Mi padre me decía que con cualquiera de esas profesiones me moriría de
hambre o me volvería loco. Me quería abogado. Estudié leyes, acabé la
carrera y no pude ejercerla. Lo intenté varias veces, no pude. Ver a los
abogados comerse la pobreza de los pobres me hacía sentir cómplice.
Estudié lingüística, pero la dejé. Mi hijo había nacido y había que
trabajar.
Ahora me dedico a escribir lo que me dicta el alma. Si yo no hubiera
sido escritor, tendría tantas cosas para ser.

77
-¿Es verdad que lo han agarrado?
El hombre me pregunta con la mirada triste y los puños apretados. La
misma rabia contenida que se me haría común entre tanta gente humilde. Con
razón dijo una vez Agustín Mantilla, entonces ministro del Interior del
gobierno aprista, que si todos los simpatizantes y esperanzados tomaran
las armas, el Perú hace tiempo sería un país comunista.
Ahora la gente habla con cuidado.
Los paramilitares ingresan en las casas, las universidades, las
parrilladas y las fiestas, y dejan decenas de cadáveres a su paso. Los
detenidos no corren mejor suerte. Las fosas comunes que esconden sus
cuerpos claman la verdad desde su grito enmudecido.
-Sí, ya lo detuvieron -le digo al hombre.
Una lágrima se le escapa. La calle está triste y fría, como condolida.

78
El policía termina con su trabajo y deja que del cadáver se encarguen
sus compañeros. Vuelve a casa y saluda a la esposa, besa a la niña, juega
con el bebé. Dice palabras cariñosas y es un buen padre de familia.
-El trabajo es el trabajo -diría, si uno pudiera preguntarle por qué
las torturas y los asesinatos.
Es un tipo normal, común y corriente. Por eso la bala que lo busca no
se hace de rogar y llega exacta, sin contratiempos, sin solemnidad,
calladita.

79
1. En las serranías de Ancash se descubrieron decenas de cadáveres.
Los balazos habían abierto agujeros en los cráneos. Las autoridades
declararon que se trataba de suicidio colectivo.
2. Fosas comunes en los arenales de Lima. Los cadáveres yacían
engrilletados de las muñecas y con balazos en los cráneos. La versión
oficial y del periodismo fue que se habían descubierto restos preincaicos.
3. Una decena de estudiantes y profesores fueron secuestrados de la
universidad La Cantuta, torturados, asesinados y enterrados en fosas
comunes. El pueblo peruano y la opinión pública internacional se cansaron
del silencio. Descubrieron los cadáveres, identificaron a los asesinos y
los mandaron a la cárcel. Pero el gobierno se apresuró en indultarlos y
liberarlos, en nombre de la paz.
4. Sin palabras.

80
¿Tenemos una cultura de la muerte?
Los grandes desfiles y las plazas públicas son para los héroes que
asesinan, roban, bombardean pueblos, torturan, desinforman, desaparecen a
las personas.
Nunca desfilarán los pobres, los obreros, los campesinos, los
ecologistas, los maestros honestos, los médicos generosos, las enfermeras
ni las trabajadoras sociales.
Porque las calles, las plazas y las instituciones llevan los nombres
de los verdugos.

81
Ella se rompía el alma en dos o tres trabajos, y aun así no alcanzaba
la plata. El marido, sobre la hamaca o dándole a la guitarra, y los tres
chiquilines mirándole la cara a ese viejo conocido que era el hambre.
Con Walter decidimos hacer algo. El sabía y podía más, y en Belén
conseguimos bolsas de víveres para algunos días. Esa noche le llevamos las
cosas, y en la oscuridad ella se hizo chiquita de vergüenza.
Porque me había contado que su compañero, a quien admiraba porque
había tomado las armas, recibido balas y pasado años en prisión, la
golpeaba porque sí. Pero ya se le acababa la admiración, porque un tipo
que le pegaba a su mujer no valía la pena, ¿no es cierto?

82
Dígale a su niño que:
1. Si se porta mal, irá al infierno donde se convertirá en parrillada
viva y aullante.
2. Crea que una docena de españoles analfabetos conquistó el
Tahuantinsuyo de 14 millones de habitantes.
3. El Perú es un país maldito y sin remedio.
4. Honre a los héroes que masacraron a su pueblo.
5. Sienta asco del color de su piel.
6. Sienta orgullo por las letras del himno patrio y su peruano
oprimido, ominosa cadena, cruel servidumbre y gemir silencioso.
7. Piense que uno nace para gobernar o ser gobernado.
8. Crea que el individuo lo es todo y el pueblo una atracción para
resentidos.
Tendrá entonces la fórmula exacta para crear al hombre más miserable
de este país maravilloso.

83
Bebíamos cerveza en una playa frente a Pevas. Un paisaje para
respirarlo y tocarlo. Shirley llegó cargando unos pedazos de madera que
había encontrado bajo la arena. Francisco Grippa los examinó y me los
pasó.
-Esto es arte de los Pembas, que ya se extinguieron.
-Arte erótico -dije-. Tienen la forma de penes. Adoraban al falo los
antiguos charapas.
-Es la purahua -dijo Shirley-. Son animales inmensos que viven bajo el
agua y tragan árboles, y ésa es su caquita.
Francisco abrazaba a su esposa y se reía. Al final, ella trajo
dieciocho piezas. Yo me llevé una a Iquitos. Cuando volví a ver a Grippa,
me dijo que esos falos de madera, al secarse, se habían partido en
pedazos. Yo vi el mío, y sí, igual.
Ni siquiera pudimos contar el descubrimiento.

84
Ella tiene un perfil maravilloso.
Su mirada es tranquila y pareciera vivir sumergida en una ausencia
cotidiana. Es joven aún, pero posee el humor inteligente que nos deja la
experiencia.
Quisiera volar hacia territorios más amistosos y seguros. Tener el
valor de dejarlo todo y partir. Quisiera, en fin, ser una mujer y no una
muchacha temerosa de la vida.
Ella tiene un nombre tan bello que no puedo pronunciarlo. Su nombre
acepta la intimidad del susurro y es como acariciarla, como besarla.
Ella es maravillosa.

85
Motty lloraba sobre mi pecho.
-Yo no quiero dejar de hacer teatro. Yo por fin he descubierto que el
teatro es lo mío.
Le acaricié la cabecita y me tragué su dolor. Años después ella
filmaría una película en el Cusco, actuaría en Nueva York, tendría su
propio grupo de teatro. Pero entonces, en los pasillos de San Marcos, no
sabía qué decirle.
-Quiero ensayar, actuar, hacer teatro -repetía Motty.
Ya no la miré. La oía llorar, y a mí, que también me despedía del
teatro y de la universidad, me pareció estar diciendo sus propias
palabras.

86
Los peruanos vivos tenemos dos realidades. Una, la que nos dibujan la
tv, los periódicos y los discursos oficiales: un país con libertad,
democracia a granel, justicia con yapa y oportunidad para todos; ni Suiza.
La otra realidad es la que nos muerde a diario: patear latas sin trabajo,
sueldos chistosos y mucha gente muriéndose de hambre y de enfermedades
medioevales, y serruchándose el piso por un cachuelito.
Los peruanos desaparecidos son más pobres en realidades. Sólo tienen
una que es imposible de decir, que es no tenerlos vivos ni muertos.
Los peruanos muertos simplemente nos esperan.

87
Envidiado por Baco y por Dionisos, par de Omar Khayam y Li Po,
periodista, profesor, locutor radial, cronista, poeta, arquero de fútbol y
asesor, Wélmer Cárdenas ha construido al paso de los años su propia
leyenda.
Bebe, hace el amor, escribe. Bebe, hace el amor, juega fútbol. Bebe,
hace el amor, viaja. Y así sucesivamente. Se diría que sus múltiples
oficios se han reducido a dos actividades perentorias.
También la escritura lo atormenta.
En Pucallpa lo conocen, sencillamente, como el Poeta. Y es que su
prosa inteligente y siempre enamorada se sumerge en las aguas claras de la
poesía. Ahora anda preocupado por su primer libro de crónicas Vientos de
la ausencia. Crónicas vivas y presentes, encendidas de memoria y de
nostalgia. Prosas ebrias de sentimiento. Palabras sencillas como el fuego.

88
La primera vez que la vi fue como una aparición de película: ella
acercándose con su vestido largo, alta desde mi asiento, hermosa desde mis
ojos que asimilaron el primer golpe, poco antes de que me entregaran el
premio por un concurso de cuentos en la municipalidad de Maynas.
Después nos hicimos amigos y Doris Ampudia se reía cada vez que le
contaba la historia: ella la reina de belleza de Iquitos, y los amigos
esperándome para reventar el premio.
Le presto una novela inédita. La lee y me dice que sí ha reconocido a
la protagonista.
-Soy yo -dice, riendo-. Mi pelo, mi mirada, mi modo de decir las
palabras. Has descrito hasta la calle y mi casa. Qué exagerado.
Nos reímos. Y la gente que pasa voltea a mirarnos, a envidiarme, a
admirarla.

89
-Un amigo me ha dicho -cuenta Manuel- que la firma más grande del
narcotráfico en la selva es la de la iglesia católica.
Charlábamos esa noche en la plaza 28 de Julio.
-Sí, de verdad. Ni los colombianos, los mexicanos ni los peruanos. Los
curas, compadre.
Hay como fuegos artificiales en el cielo.
-Por eso mi amigo critica a la guerrilla. Dice que estaba bien que
aniquilaran a los curas infiltrados, pero les faltó ponerles el cartelito
de narcos y soplones, o algo así, ¿no? Por esa falta, a los curas muertos
los recuerdan ahora como mártires y santos, y no como los delincuentes que
eran.
Un relámpago estalla a lo lejos. El viento se levanta y es la tarjeta
de visita de la lluvia que se viene.

90
Una señora muy vieja y muy fea diserta sobre el teatro y la
revolución. Dice las frases consabidas. El público la aplaude a rabiar. A
mí me toca hablar sobre cuestiones más prácticas y específicas. El teatro
y sus problemas particulares en tiempos de guerra, el teatro en espacios
democráticos y zonas represivas, las experiencias de.
Nada. El público bosteza, conversa, quiere frasecitas de batalla. Un
asistente nos compara: ella, Mariátegui; yo, Valdelomar. La moraleja: que
Mariátegui supo acercarse a Valdelomar y ganarlo para el pueblo.
Esa noche algo se me quiebra adentro, retazos de inocencia, imágenes
ingenuas. Y es que la gente que uno ama también es de carne y hueso, con
toda la belleza y la infamia de los hombres.

91
El cielo azul es una comedia teatral que la escribí una noche entre
cigarrillos y carcajadas. Luego, durante muchos años, quisimos montarla
diversos grupos de teatro de Lima, Huancayo, Trujillo e Iquitos. Y había
como una maldición para no poder hacerlo.
Finalmente, un grupo de estudiantes loretanos la puso en escena, se
llevó los premios en un concurso y, por supuesto, rompió la maldición.
Más tarde, un asustado amigo me dio la extraña noticia. El cura
agustino del pueblo joven Túpac Amaru había enviado mi librito a Lima, de
ahí a España, y de ahí a Roma, acusándome de hereje, de burlarme de la
iglesia y de los personajes divinos, y había exigido mi excomunión.
Igual que al escribir la obra, gocé de la noticia con una fresca,
merecida, profunda carcajada.

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Los asaltantes dispararon contra el motorista y lo mataron. Se
acercaron en su deslizador, tomaron el dinero y se fueron. Toda la plata
retirada del banco para pagar a los empleados del municipio.
Elisbán Ochoa, entonces alcalde de Indiana, no pudo hacer nada. Se vio
tan cerquita de la muerte, en medio del río Amazonas, que su mirada aún se
extraviaba en los terrores de la memoria mientras recordaba y me contaba.
La policía atrapó a los asaltantes y recuperó el dinero. Pero eso no
significaba nada. Porque si de dinero se trataba, la policía siempre daba
la misma respuesta.
-Lamentablemente, señores...
Sí, sí, ya sabíamos.
No habían recuperado nada.

93
-El Hora Zero que la gente conoce es el de los vedetes, nada más.
A Juan Ramírez Ruiz lo encontramos en su casa de Chiclayo. Marginal
hasta los huesos, coherente consigo mismo y sus principios es, claro, la
otra cara de Hora Zero, ese grupo de poetas de los 70 que llevó la poesía
a la calle y los burdeles y recaló finalmente en los predios de una
patética megalomanía.
El ron nos quema las gargantas.
Juan Ramírez Ruiz nos revela los inicios de Hora Zero, sus sueños, sus
ideales rotos.
A los pocos meses me llegó sus libro Las armas molidas. Y como cuando
leí por primera vez a Vallejo, a Whitman, al bueno Juan Gonzalo Rose, no
pude dormir aquella noche.
Era un libro para pelearse a las patadas.

94
Los que fuimos jóvenes en los 80 aprendimos de política en plena
guerra comunista.
Los especialistas nos querían hacer creer que habíamos padecido la
violencia, y que éramos sus sobrevivientes. Lo decían como si la violencia
tuviera su partida de nacimiento en los ochenta, como si la historia del
Perú no fuese la historia de cientos de rebeliones y levantamientos, de
guerras secretas y batallas inconclusas.
La lucha de los pobres tenía su propio certificado de dignidad.
La guerra marcó a mi generación. Pero la violencia y el agravio siguen
marcando a todas las generaciones.

95
Mi papá me contaba que a mi tío Godofredo León Cosme, su hermano de
parte madre, yo le tomaba de la cabeza y le decía:
-Tiecito, tiecito...
Y luego le estrellaba las manos en ambas caras, haciéndole sánguche.
Hecho un tomate, mi tío me miraba y se aguantaba las ganas de devolverme
la gracia. Me salvaban mis cinco años.
Pero cuando mi papá me contaba la historia, acomodaba las manos contra
mi cara y zás, el sánguche, que me dejaba rojo de dolor, que daban ganas
de pelearme con el realismo.

96
Hicimos El proceso basado en Kafka pero también en el Perú y sus
desaparecidos. Creo que si fuimos capaces de montar El proceso, que dejaba
al público con los nervios en punta y la conciencia removida, podríamos
hacer cosas más grandes.
Pero al poco tiempo Tumueca se deshizo. Acabamos la carrera,
conseguimos trabajo, viajamos. Tito Meza se fue a Cuba unos años, Julio
Villanueva se metió en el periodismo, Richard Lacuta se hizo fotógrafo y
yo me fui a la selva.
El teatro nos unía. Después, la memoria, la distancia que la amistad
compensaba como podía.

97
Jaime Vásquez Izquierdo no puede con su genio. Lo conocí cuando vivía
en la calle Brasil. Al poco tiempo, se pasó con su abundante biblioteca a
la Nanay, donde una prima. Después estuvo en la Faning, cerquita del
cementerio. Luego lo encontré viviendo en la Morona, mirando hacia el
aeropuerto antiguo, justo detrás de mi casa. Se pasó a Belén, a una casita
de tres pisos y mucho ruido en la calle. De ahí volvió a la Nanay, otra
vez a la Morona, y finalmente recaló en la Brasil. Ahora nuevamente está
encajonando y embolsando sus libros, listo para partir. Y en ese ir y
venir, van naciendo sus novelas, sus relatos angustiosos, sus diarios
quebrados por el tiempo.

98
Uno de los torturadores confesó:
-Yo había matado y visto morir a muchas personas. Nada podía
sorprenderme. El trabajo es así. Te acostumbras a todo. Pero aquella vez
sentí náuseas. Creo que vomité.
Hizo una pausa, miró hacia ningún lado y continuó:
-Vi a una estudiante colgada del techo con los brazos a la espalda.
Estaba desnuda y sucia. Un oficial se colgaba y balanceaba de sus senos.
Era imposible soportar tanto dolor. La joven tenía los ojos blancos y no
podía gritar. Sólo le salían quejidos de la garganta, ruidos que ya no
eran humanos. Sí, creo que sí vomité aquella vez.

99
Hasta que afiné la puntería y se quedó con Las hogueras del hombre.
Pero no había manera de publicar. Eran crónicas chiquitas, que hablaban de
mí y de los otros. A veces con amor, a veces con rabia.
En un alto en el ensayo de teatro, Sandra Pinto, linda ella, me
alcanza un regalo y se va, riendo. Abro una caja, luego una cajita, otra
cajita más pequeñita, y por fin, el dinero para la publicación.
Tuvo una suerte animal el librito. Andariego y trompeador, se paseó de
lo lindo entre tanta gente.
Lo envidiaba yo, y lo quería.

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Con Magaly mirábamos en la oscuridad de la pared de enfrente, amplia,
vacía, como perdiéndose de algo. Ella me dijo:
-¿Y por qué no pintamos un mural allí, con el mar, los barquitos, la
playa de piedritas y las olas lamiéndonos los pies?
Yo también andaba nostálgico y recordaba la ciudad donde nací tantas
veces. Me acomodé sobre la cama, la abracé y le dije que sí. Un mural en
el dormitorio. Bacán.
Pero nunca pudimos pintarlo. Dejamos el alquiler y yo hice las maletas
y me despedí de mis siete años en la selva. Volví a mi vieja Lima, donde
me imaginaron y me hicieron, donde me aguardaban las palabras para
nacerlas y quererlas.
Iquitos, mayo 1998

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