EN LA BAMBALINAS DEL POEMA
 

Con la publicación de La insidia del sol sobre   las  cosas  (Ediciones  DOLMEN,  Santiago,   1998), Germán Carrasco Vielma nos pone, de súbito, frente a frente con un hecho insoslayable y no de menor cuantía para la literatura chilena: me refiero, simplemente, a la concreción de una ampliación expresiva dentro de los marcos de la poesía chilena contemporánea.  Esto, que podrá sonar exagerado para el lector que aún no se haya dado el festín de la lectura de este libro, se corrobora al poner este texto sobre el fondo amplio e inagotable de la poesía chilena de este siglo.  En un artículo aparecido en La Época (Domingo 28 de Marzo de 1993, nº 259), Luis Ernesto Cárcamo afirmaba que "desde los poetas del sesenta hasta nuestros días, no han logrado madurar obras y autores de vuelo desbordante al nivel de Parra, Rojas, Lihn o Teillier", fustigando el hecho de que buena parte de la poesía joven se dedicara fundamental y lamentablemente a relacionarse simplemente de un modo recreativo con sus tradiciones inmediatas, encontrándose en estas escrituras rastros y huellas, a veces evidentes, de autores consagrados. 

Por suerte, nos encontramos ahora ante un libro que, en primer lugar, innova brutalmente en lo concerniente a su relación con la(s) tradición(es) literaria(s) a la(s) que hace referencia, y luego, en segundo lugar, presenta como uno de sus rasgos más característicos el llevar a la práctica la famosa frase de Paul Celan que -en un recuerdo más o menos libre- nos dice que en nuestros días la poesía ya no se impone, sino que en lugar de ese movimiento arrollador, se expone.  Ya sea en la descripción de los degradados (y también, re-encantados) ambientes urbanos que rodean al silencioso y sibilino -pero no mudo- hablante de estos poemas, ya sea en un gesto nostálgicamente desencantado, casi ajeno a toda posibilidad de ilusión, las palabras de este conjunto están siempre conscientes de sí mismas, se contienen y se desbordan al mismo tiempo que son capaces de señalar este movimiento: 

"Mugre o verdad en las bambalinas del poema, 
tras el santuario del arte, el auditórium". 

En otro poema, no por nada titulado "Oficio", el autor agrega: 

"Vano, pero intento de dominar el lenguaje (ni más ni menos)/ como en el proceso del domador, la domadora/ del amansarse mutuo -ensayos y funciones-/ para acomodar sus ritmos sexuales para nuevos ritos". 

No se equivoca Harold Bloom cuando dice que la incorporación de un autor al interior de un campo como el de la literatura occidental -que es el de nuestra literatura, qué duda cabe- "no es sólo una entrega de testigo o un amable proceso de transmisión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria o la inclusión en el canon".  En este campo de batalla, Carrasco ha elegido como posibles contendientes no sólo a los padres tutelares de la poesía chilena, sino que ha bebido (y extorsionado, también) fundamentalmente del "manantial" poético de autores anglosajones tan corrosivos como brillantes: Philip Larkin, Wystan Hugh Auden, Elizabeth Sidwell, entre otros.  Tan corrosivos y brillantes como parece ser el tono que recorre la totalidad de este poemario, también desenfadado a la hora de elegir entre escamotear lo más difícil del ejercicio poético o darle cabida en la conformación misma de estos poemas.  Porque he aquí uno de los logros más importantes de La insidia del sol sobre las cosas, quizás el mayor: amalgamando lo mejor de una poética urbana, agregándole a esto un lenguaje autorreflexivo, que al mismo tiempo transita tanto por zonas del más puro desencanto como por otras de una melancolía propia de cierta poesía amorosa que se cuela, feliz e irremediablemente, por los intersticios de algunos pocos poemas, La insidia...sigue mostrando una lozanía inexplicablemente cotidiana, como si a pesar de toda la negatividad que el hablante asume como parte inherente de su paisaje cotidiano, éste también estuviese constituido por gafas oscuras, casas de fachada continua y poblaciones de blocks desquiciantes e interminables que, sin embargo, no desembocan en un nihilismo desenfrenado o en el estricto sin-sentido, sino que más bien son el fundamento primordial    -valga el pleonasmo- de la cansada tristeza de estos poemas, y su contradicción: un ambiguo vitalismo que se basa en el tropo de la prosopopeya, la metáfora quizás inalienable al acto de poetizar: 

 "(...) saber el nombre de esas mezclas con semillas que los niños soplan/ 
tratar de usar las palabras exactas aunque a nadie le importe". 
 

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