EL POETA Y EL HOMBRE
Dos poetas Clásicos Griegos
I parte
SÓFOCLES
y la actualidad de Antígona 
Antígona o la ley divina

Sófocles ocupa plenamente el centro reposado y clásico de la tragedia griega. Nacido en los últimos años del siglo V a.C. murió muy anciano hacia el año 406 a.C.. La aldea donde nació, Colono, se encontraba a diez estadios de Atenas. Fue, pues, el poeta de Atenas por antonomasia. Sin embargo, lo que lo une más estrechamente a su pueblo fue su asistencia, como soldado, a la batalla de Salamina, batalla central de la historia clásica. Los otros continentes, África, Asia, Oceanía y América, están separados entre sí por mares. Europa y Asia que son geográficamente una unidad continental eurasiática, están separados entre sí por la batalla de Salamina. Este hecho nuclear y central en su vida fue el motor  de toda su obra: toda ella es una misión ateniense y europea. 

Con una vida tranquila, sin grandes sobresaltos, pudo Sófocles dedicarse totalmente a la exaltación de lo ateniense, o, más ampliamente de lo griego, como valor fundacional de la civilización occidental. Y todavía podríamos añadir otra notación de centralidad si decimos que en la mitad de su ciclo tebano, máxima labor de su carrera teatral, como el ciclo troyano lo fue para Esquilo, florece su Antígona entre sus dos Edipos: Edipo Rey y Edipo en Colono. En el centro Antígona es la tragedia máxima de la libertad, la familia y el derecho natural frente al despotismo: la proclamación, al menos conceptual, de la civilización europea. Cada vez que esa niña valiente y gloriosa muere en escena, Sófocles vuelve a ganar la batalla de Salamina. 

II 
El argumento de esta tragedia se desarrolla claro e intrigante, aludiendo a un mito conocido desde los tiempos de Homero. Edipo ya es un personaje casi folklórico desde la antigüedad y su tremendo mito se canta desde el canto XI de la Odisea conformado en todos sus detalles. Sin embargo la fábula que se plantea en Antígona no descansa bajo un sostén puramente sensacionalista e histórico como, al parecer, sucediera con Edipo Rey o Edipo en Colono, sino más bien, en la confrontación de la razón de la Verdad y la razón de la Política en su máxima expresión. 

Eteocles y Polínices, los dos hijos varones del desterrado Edipo, mueren peleando frente a frente en las afueras de Tebas. Eteocles del lado de la ciudad; Polínices del lado de los sitiadores. Creonte, déspota, gobernador y dueño de Tebas, decreta que Eteocles sea enterrado con los honores que correspondían a los héroes que mueren por la patria; y que Polínices, que murió defendiendo el bando de los sitiadores, sea dejado insepulto sobre la tierra, para que, en memoria de su enemistad y escarnimiento de los tebanos, se pudra al sol y sea devorado por los buitres. 

Contradiciendo el dictamen del déspota, Antígona, hija también de Edipo, se propone ir por la noche a enterrar a su hermano. Ismene, su hermana, más cobarde, no se atreve a acompañarla. Antígona es sorprendida por los soldados que Creonte ha colocado en el monte para que vigilen el cumplimiento de su decreto: pena de muerte a quien entierre a Polínices. Es llevada ante la presencia del autócrata quien la increpa por su desobediencia.   Entre el tirano y la doncella se produce un diálogo que, tomando altura sobre el mero interrogatorio judicial de lo ocurrido, hace chocar la ley natural, la piedad familiar de Antígona, con la voluntad personal y arbitraria del tirano. Es, sin lugar a dudas, una de las escenas más inmortales de la dramaturgia universal. Creonte sentencia según su poder material y físico. Antígona argumenta según la ley que los dioses tienen escrita en el espíritu del corazón humano. Ante la culpa de haber violado las leyes que Creonte había dictado, Antígona se defiende: “No fue por cierto Zeus quien impuso esas leyes; tampoco la Justicia, que vive con los dioses del hades, esas leyes a los hombres dictó”. Aquí se asiste en esa escena al nacimiento de la libertad, de la dignidad humana, de la conciencia personal. Las palabras de Antígona cuando le dice a Creonte que sus decretos no tienen valor ninguno en la región del Hades se ven fortalecidas cuando le grita: “No nací para compartir el odio, sino el amor”. Creonte pronuncia su sentencia de muerte y Antígona es enterrada viva en una cueva, sobre la montaña. Hemón, hijo de Creonte, que amaba a Antígona, es encontrado muerto sobre el cadáver de ella. Fue a libertarla y, al encontrarla muerta, se traspasa el corazón no sin antes intentar matar a su padre sin lograrlo; mientras su propia madre, la reina Eurídice, esposa de Creonte, se retira de escena al comprobar la doble muerte de su hijo y su prometida. “La Reina -dice el Corifeo- ha desaparecido sin decir palabra, ni buena ni mala”. Se induce que se va y se oculta para sumarse a aquella negra floración de muertes y desastres. Los griegos, amigos de la templanza, cuentan más que representan las muertes de sus personajes dramáticos. 
 
La anticipación de valores humanistas, de temas de nuestra civilización y, sobre todo, su carácter de obra precristiana es lo que da a Antígona su perennidad y su atractivo. En una sola palabra: un clásico. 

III 
Son muchos  conflictos sociales y morales los que propone la lectura de Antígona, sin embargo el diálogo de la protagonista con Creonte es la cumbre máxima a la que llega Sófocles en su intento de demostrar que el hombre por sí solo es más intenso que aquel que es moralista. No se trata de un mero reflejo del sentimiento del desacato sino conmover, mediante la agonía del ser humano por esencia, a un espectador pasivo y ciego ante las súplicas de miles de Antígonas que han dejado este mundo desde los tiempos de Sófocles hasta nuestros días. Estos son los fundamentos a la tesis de la doble razón que propone el libro: Antígona, la razón del ideal y la ley divina;  Creonte, la razón del orden, la razón de Estado. Sin Antígona, no habría poesía ni revolución; sin Creonte, no habría ley ni orden. De Antígona hacia delante sigue la literatura. De Creonte hacia delante sigue el derecho político. 
 
Pero la verdad más sutil es que no termina en tablas esta dualidad. Al final de Antígona, Creonte va admitiendo su ceguedad y sus errores, y en cierto modo se reconoce como el heredero de aquel destino o ananké, entendido como una fuerza ciega que zamarrea a los descendientes del linaje de Layo, padre de Edipo, vislumbrándose, en un nebuloso anticipo, la idea del pecado original. 
Tecnología, Humanismo y Antígona 

Diariamente escuchamos en la prensa, a veces con asombro y otras con preocupación, los constantes avances y progresos de la ciencia en lo que se refiere a las nuevas tecnologías. Sin embargo el empleo de este último concepto es estimado por la mayoría de los científicos simplemente como una técnica superior o más refinada que la de tiempos anteriores. No obstante, ¿cómo llamar tecno-logía a una técnica sin lógos o razón alguna, destinada, en muchos  casos,  a  la  aniquilación  de  la  vida planetaria, ya sea por vía directa o indirecta? 
Contrariamente, si recurrimos a los filósofos que establecieron rigurosamente el concepto de “técnica” en la Antigüedad, encontramos que a la técnica no la concibieron sólo como la instrumentalidad necesaria para obtener aquello que se quiera. Más bien, desde sus definiciones iniciales, la técnica quedó entendida como tecnología, en un sentido mucho más riguroso que actualmente se le asocia al término. Por ello dice Platón en el Gorgias, poniéndolo en boca de Sócrates: “Yo no puedo tener por técnica (o arte) a una práctica sin lógos”(465, a 6). Debido a esto, en un pasaje previo, califica despectivamente a la actividad carente de lógos, tildándola de práctica sin fundamentos, empirismo. Con semejante propósito, Aristóteles, en su Ética a Nicómaco  sostiene que “toda técnica (o arte) versa sobre el llegar a ser, y sobre el idear y considerar cómo puede producirse o llegar a ser algo (...), cuyo principio es el que lo produce y no  en lo producido”. Además, fortalece la posición de Platón, al reiterar que “la técnica (o arte) es una capacidad productiva conforme a una razón verdadera”. De modo que la técnica, expuesta bajo estas condiciones, no queda reducida  a la mera productividad o a las obras producidas con las que suele confundirse dado que ambos filósofos la estimaron como una consecuencia del pensamiento productor, al que le asignan un lógos, en cuanto condición inherente, imprescindible, que la distingue de la praxis vacía y simple. 
 
En este punto vale la pena detenerse y preguntarse qué condición cabe atribuirle al referido lógos, para reconocer su sentido. Porque el logos, razón verdadera de la técnica, puede significar: 
a) La finalidad  legítima de lo producido. 
b)El método adecuado para producir aquello que se desea. 
c)El proyecto que anticipa la obra, vinculado con la arquitectura o diseño de lo que se quiere hacer. 
d)Por último, el lógos perteneciente a la técnica supone que ésta, para ser la que debe, ha de llevar consigo, expresamente, su propia fundamentación, entendiéndose así dicho lógos como su teoría o razón de ser, a la que debe dedicársele tanta atención como a la cualidad productiva de la técnica. 
 
De tal manera, las tres primeras interpretaciones del lógos, o “razón verdadera” de la técnica, que acabo de exponer, representan ciertas condiciones destinadas a racionalizar la productividad técnica, mientras que la última de las cuatro pertenece a un orden distinto de las anteriores, puesto que le otorga su sentido pleno a la técnica propiamente tal, fundamentándola desde fuera de ella y de su productividad. Constituye, pues,  la razón de ser de la técnica y no del hacer de ésta en sus diversas particularidades. Sin embargo, esta última posibilidad, aunque convierte al lógos en la condición necesaria y verdadera de la técnica, brindándole su sentido teórico más riguroso, se encuentra habitualmente omitida por quienes de la técnica se ocupan. Ese es el punto que puede ocasionar una de nuestras crisis peores. Porque en la discordancia que existe entre el enorme poder de la técnica presente -que se potencia a sí misma sin el debido fundamento- y el escaso poder pensante que ahora existe para darle sentido, se encuentra, según creo,  la más grave amenaza pendiente del hombre actual. Así que de nada sirve llamar tecno-logía a nuestra productividad, en la que el lógos, si brilla, es por su ausencia. Pues el vocablo delata  el generalizado desprecio por el lógos que manifiesta nuestro tiempo, transformándolo en una entidad subalterna o sucedánea, que emplea el término para ocultar la ausencia real de su idea, eclipsándola tras de su propio nombre. A lo sumo, en la tecnología contemporánea sólo figura el lógos como razón de la instrumentalidad agobiadora que comporta, convirtiéndolo así en un concepto “aplicado”, perteneciente a las posibilidades adjetivas de dicha noción, anteriormente expuestas, y no a lo esencial de ellas. De esta manera, el tiempo del simulacro y de la mímesis tecnificada revierte sobre sí, con la llamada tecno-logía, su propia, dudosa condición, para impedir la aparición del pensamiento teórico en donde más se requiere su presencia. 
 
Si la técnica es una ideación y su principio se encuentra en el que la produce y no en lo producido, la prescindencia de quien produce los principios carece de sentido. Este es el sinsentido más grave de la actualidad: que la técnica, al omitir su propio fundamento, suprime con ello al ser pensante que pudiera darle su radicalidad más absoluta: el hombre. 
 
Por cierto que la técnica de nuestros días, como acrecienta sin tregua su capacidad productiva, lleva en sus obras los rasgos más patentes de la actualidad. Porque el presente no sólo está en ella, sino que es ella misma en muchos casos. Hasta el punto de que debido a la competición acelerada que la técnica emprendió consigo y aún contra sí misma, el hombre parece ir a la zaga de su tiempo y de sus propias obras. Pero no es así. El hombre no quedó anticuado. Tampoco las humanidades, en tanto brinden su sentido riguroso a cuanto el hombre piensa y hace. Y en esto Sófocles nos ilumina el camino desde hace más de 2 milenios. Pues por mucho que la técnica presente nos asombre -y en ocasiones hay motivos sobrados para brindarle la admiración más rendida-, conviene recordar, a este propósito, uno de sus poemas más grandes dedicado a las virtudes técnicas del hombre, incluido en el primer estásimo cantado por el coro de Antígona. Porque allí, tras exaltar las hazañas de la navegación, los cultivos, la caza, la domesticación, el pensamiento, la palabra y el arte de la arquitectura, estima al hombre como “dueño de una técnica que sobrepasa todas las esperanzas”. Sin embargo, en los dos versos iniciales de ese encendido elogio del potencial técnico, ante las maravillas que éste nos procura, advierte con severa gravedad: 

  Son muchos los portentos 
  pero ninguno es superior al hombre. 
Palabras Finales 

Antígona desencadena un sinfín de debates que hasta el día de hoy no pierden su vigencia y actualidad. Este gran poema, da respuestas a una serie de interrogantes que en su época no habían sido formuladas e incluso, me atrevo a decir, seguirá dando respuestas a conflictos que aún nosotros no podemos prever. Es en este sentido donde encuentro plenamente su carácter de clásico y no en su condición circunstancial de haber sido escrita en la antigüedad. En palabras de Italo Calvino es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. 
 
En cuanto a Sófocles podemos decir que murió tranquilamente antes de la caída de Atenas y que era ante todo un Poeta, como escribe C.M. Bowra en su Historia de la Literatura Griega. Un poeta que encontraba sus materiales en los sufrimientos y conflictos humanos, y que usaba todos los recursos de su estilo inigualable y su gran sentido dramático para trasmutar esas discordancias en poesía. Su mayor preocupación es el hombre, pero su cercanía a este no se establecía mediante su intelectualidad sino mediante sus sentimientos más puros. Como diría el británico T. S. Eliot, esta poesía no es un mero reflejo de la emoción sino un escape de ella. Sófocles se encargó de representar los lugares donde nacían los conflictos, pero dejó todos los juicios e interpretaciones al criterio de sus espectadores. Era, ante todo, un artista, pero un artista que sabía bien que su arte no hallaba camino cerrado, y para quién las discordias que superan el intelecto humano todavía pueden resolverse en el corazón. 
 
El mito llegó hasta la muerte misma del poeta. Sófocles fue enterrado en Decalia. Más tarde la guerra arrasó su tumba, pero los pastores de aquellas cercanías aseguraban que grandes enjambres de abejas zumbaban sin descanso sobre el sitio donde se encontraban sus restos. Quizá sea esto lo que nos queda a nosotros, hipócritas lectores, de un poeta en devenir: un poco de la miel de sus verdades divinas y un zumbido de abejas. 

 
 
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