Los Brujos de Ilamatepeque
El retorno de los hermanos
Libro primero
El Regreso
Se han detenido en la colina dos hombres descalzos, medianos de
estatura, robustos, de legítima estirpe indígena. Sus sombreros
empalmados, de ilama, están sucios, como sus pantalones y camisas
de manta dril. Cada uno lleva su maleta cargada con mecapal y su
cuchillo envainado, pendiente del cinturón de cuero.
Ambos se han detenido para contemplar con regocijo el poblado de
Ilamatepeque, tendido a sus pies en la planicie, junto al río Ulúa,
en el departamento de Santa Bárbara. Una sonrisa grata ilumina sus
rostros cobrizos y. tostados de soles y vientos. Les embarga la
emoción del retorno a su pueblo, después de tantos años de ausencia.
Y, no obstante el tiempo, parece que nada ha cambiado. Ahí está
la iglesia, aún sin repellar, con sus altas torres y su silencio;
quizás es la misma cruz del perdón, frente a la plaza quieta, donde
los burros sestean bajo los jiquilites. Allá, el Cabildo Municipal,
o sea la Sala Consistorial, con su misma puerta ancha y su corredor
de pilastras blancas, donde el Alcalde solía reunir al pueblo para
las grandes determinaciones comunales. La casa blanca, encalada,
de Gervasio Lázaro, el buen don Gervasio, que les arrendaba tierras
para sus maizales y frijolares. También se ve la casa de don Antonio
Tróchez, con su cerco de piedra y sus árboles frutales, donde siempre
vigilaban unos perros terribles. Don Antonio era el padrino de casi
todos los jóvenes del lugar. Se contemplaban, asimismo, el Barrio
Arriba y el Barrio Abajo. Además, las barracas antiguas, en cuyos
patios rojizos, las mujeres tejían obras de palma o elaboraban el
mezcal del henequén para los señores de Santa Bárbara.
Los dos hombres se beben todo el panorama bucólico del pueblo con
sed de cariño y de recuerdos. Ahí pasaron su niñez y su adolescencia;
ahí aprendieron a trabajar y a endurecer la vida en las labores
campesinas, junto a los ilamatepeques, sus hermanos de sangre y
religión.
- ¡Al fin, mano Teo! ¡Hacía un tiempal que no mirábamos
nuestro pueblo! ¡Está igualito!
- Ni más ni menos. Mire: hasta el mismo palo ensebado
para los cipotes, en las fiestas de San Cristóbal.
- Pero muchas gentes deben haber "pelado el ojo".
- Eso sí, manito, aunque aquí, a lo mejor, ni "la
pelona" pasa.
Ríen con más anchura y, a pasos largos, bajan la colina por el
sendero pedregoso. Les entusiasman los maizales en flor, los ayotales
y sandiales, que ya tienen frutos; los zanates y las pionas, impacientes
en espera de las mazorcas que han de devorar, aún en contra de la
presencia de los espanta‑pájaros y los gritos de los hombres
enojados.
Cipriano y Doroteo Cano, hijos de la misma sangre, van contentos
hacia donde está ubicada su casa antigua, al otro lado del pueblo,
y donde estarán sus progenitores, sin pensar que sus hijos vienen
de regreso. ¡Qué sorpresa se van a llevar los viejos al ver llegar
a sus hijos, por tanto tiempo perdidos! Los pensamientos gratos
de los dos hombres, relinchan como potros en la llanura.
En la ribera sombreada del Ulúa, hay varias mujeres, indígenas
como ellos; lavan el maíz cocido, para tortillas, utilizando grandes
guacales, mientras otras muchachas, conversando animadamente, llenan
tinajas de barro con agua transparente para llevarla a sus casas,
cargándola en la cabeza sobre un yagual. Todas andan descalzas.
- Buenas tardes, niñas.
- Buenas tardes, cristianos.
Por mucho que ellos escrutan, queriendo reconocer a alguna de las
muchachas, es muy difícil, Son caras desconocidas. En voz baja,
las mujeres se preguntan que quiénes serán esos forasteros porque
ninguna los conoce. Es hasta después de pasar el río Ulúa, cuando
van trotando hacia las chozas del Barrio Abajo, a orillas del poblado,
que una mujer madura, Narcisa López, sacando de su baúl de recuerdos
hasta el último trapo, reconoce a los hombres.
- ¡Esos dos no son forasteros: ellos son Cipriano
y Doroteo Cano, los hijos del finado Chilo! ¡Vaya, sí aquí todo
el mundo los creía muertos!
- ¿Los hermanos Cano?
- Si, mujer. Son ellos. Lo podría jurar. ¿Dónde andarían
perdidos tantos años?
- Sepa macho. Los hombres son piedras que andan, pero
siempre vuelven a su cerro.
- ¡Ah! ¿Son los Canito? ‑exclama una de las
lavadoras de maíz, asustada‑ ¡Válganos la Virgen de los Desamparados!
¡El "Coludo" viene con ellos!
- ¿Por qué, mujer? ¡Vos estás loca! Son buenas gentes.
- ¡Codo! Aquí se supo que eran de los que andaban
con el tal Chico Morazán, a quien Dios tenga en los avernos.
- No hay que hablar así; nadie sabe de dónde vienen
y ya vos estás con la lengua larga.
Aquello fue suficiente para que en Ilamatepeque se enteraran del
retorno de los hermanos Cano, oriundos del lugar. Ellos, por los
solares baldíos, van casi corriendo hacia su antigua choza. Están
apurados por abrazar a sus padres. Sin embargo, al llegar quedan
perplejos; la casa está cerrada, abandonada. El patio lleno de hierbas
altas; las paredes derruidas; una puerta quebrada y abierta, por
donde se meten los chanchos, ratones, lagartijas, alimañas y víboras.
La cocina, caída en parte. Todo ruinas; todo abandonado. Hasta el
sangarro del patio donde molían cañas, está inutilizado.
- Se me hace que algo pasó a los viejos -dice Cipriano
con el corazón impulsivo; pero calla la palabra que puede dar forma
a su pensamiento.
- Si se habrán muerto, mano...
Abren las puertas carcomidas y hacen huir a media docena de cerdos
que estaban adentro. Huele mal. Una solera está caída. Hay muebles
viejos; una cama forrada de cuero; una mesa paticoja; unos taburetes
sin sentadera; ollas de barro quebradas y una serie de cosas en
desorden y cubiertas de polvo. Muchas telarañas en las soleras y
techo y penden avisperos de las cañas bravas.
Cipriano, el más joven, sale al patio. La casa más cercana es la
de su primo Pedro Cano. Va a dar gritos cuando ve venir hacia la
casa abandonada a varias personas inquietas, recelosas, descalzas.
Indios como ellos. Pero esta vez Cipriano les reconoce y va a su
encuentro emocionado.
- ¡Pedro!
- ¡Primo Cipriano! ¡Primo Teo!
Es un hombre avejentado, más bajo que ellos, delgaducho pero con
el abdomen prominente quizá a causa de alguna enfermedad; su piel
se ve amarillenta, terrosa, sucia. Se abrazan y un momento después,
Pedro con palabra temblorosa, explica:
- Tío Chilo y Ña Lupa... pues murieron Dios los tenga
en su reino....
- ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿De qué?
- Hace ya... haber... Cuatro años. Como nadie daba razón de ustedes,
no se les pudo avisar Murieron cuando la peste, seguiditos, uno
tras otro, día de por medio; primero Ña Lupa y después mi tío. Los
enterramos juntitos. Así como anduvieron en vida, así también fueron
a la gloria eterna. ¡Ay, fue un tiempo bárbaro ese de la peste,
primos!
- Pobrecitos mis tatas. ‑Lamenta Doroteo con
tristeza.
- No haber sabido antes... qué mala suerte...
- ¡Dios, primos! ¡Es la voluntad de Dios!
Los otros son vecinos. Eusebio Berdugo y Marcos López, hombres
de la misma edad de los Cano y quienes, recordándoles, les estrechan
las manos con cierto recelo que no advierten los anteriores por
su emoción. Pedro les relata, cómo, después de la muerte de sus
padres, la casa quedó abandonada y con el tiempo ya estaba para
caerse toda. Mientras, los otros escuchan con preocupación, o quizá
temor, como si no quisieran que los viesen allí, o por ser su carácter
huidizo y huraño.
- ¿Y qué piensan hacer ahora, primos?
- ¿Y qué? Pues reparar la choza y vivir.
- Pero así como está no se puede ni entrar.
Pedro mira la casa semiderruida y se nota en su semblante la pesadumbre,
Ellos son sus únicos parientes que le quedan. Al fin, como tomando
una gran determinación, les ofrece:
- Ahí está mi jacal, primos. Mientras ustedes reparan
éste, quédense allá. Es pequeño, pero cabremos todos.
- Gracias, primo Pedro. Se lo agradecemos de todo
corazón
Y tomando sus maletas pasan a la próxima barraca a unos doscientos
metros de la suya, seguidos de los tres hombres callados. A pesar
de que todos andan descalzos y vestidos de sucia manta, se nota
en el hablar, profunda diferencia. Los hermanos Cano hablan con
firmeza, viendo de frente, con viveza en sus gestos y ademanes.
Los otros, en cambio, se esquivan huraños, contestan con evasivas,
como con miedo y desviando sus miradas de los ojos de ellos.
- Pasen adelante ‑ invita Pedro. ‑¡María,
vení a ver quienes están aquí de vuelta!
Una mujer, ya vieja, también descalza, de trenzas atadas por detrás
de la cabeza, faltándole los dientes, viene a saludar limpiándose
las manos oscuras en la falda de un vestido que ya no tiene color
determinado por el continuo uso.
- Para servirles -saluda queriendo sonreír.
- Igualmente, María. ¿Ya no nos conoce?
- Yo sí. ¿Cómo no voy a conocerlos? Hace mucho que
se fueron del pueblo pero casi no han cambiado. Mándense a sentar.
Les voy a servir café.
- No se preocupe por nosotros -dice Doroteo- aquí
traemos algunas cositas para echar a la tripa.
Depositaron sus maletas en una esquina de la sala que es toda la
barraca de tierra. Doroteo abre la suya y extrae algunos paquetes
con víveres y se los entrega a María. Toman asiento echándose aire
con los sombreros. En la cocina hay media docena de muchachos, varones
y mujeres, que asoman la cabeza curiosos. Son los hijos de Pedro
y María. Pedro los va llamando uno por uno presentándolos a sus
primos. Estos tienen frases cordiales para todos los muchachos,
pero los chicos son huraños y corren a esconderse nuevamente a la
cocina.
- Nos vamos -dice Berdugo- ya los saludamos. -Y señalando
a otras gentes indígenas que se aproximan Vean cómo se vienen rejuntando
los paisanos a saconear su llegada.
- Hay razón, Eusebio -contesta Cipriano‑ son
buenos amigos.
- Eso de amigos -señala Pedro con seriedad y misterio-
lo vamos a probar. -Y ya cuando los dos vecinos se alejaban a pasos
largos, les cuenta: -La verdá, primos, que aquí se les ha levantado
un bullón de Cristo y señor mío. Ustedes saben cómo es la gente
del pueblo de inventora de mentiras contra los cristianos. Aquí
se ha dicho que ustedes dos eran soldados de Chico Morazán; creo
que hasta el Señor Cura lo ha dicho en sermones.
- Pues no dicen mentira, primo Pedro.
- Todos estos años hemos sido soldados del General.
- Pues yo les aconsejo que mejor no lo digan a nadie.
Pedro arruga el entrecejo. Lo peor que podía esperar era eso. Que
hubieran robado, matado o forzado, podría ser algo dispensable,
pero ser partidario de ese impío, era un crimen monstruoso. No obstante,
Pedro guarda silencio timorato, arrepentido de haberse emocionado
y traído a su casa, sin haberse imaginado que eran de esos revoltosos
que tanto daban de hablar a las gentes honradas.
- Sírvanse café, si les falta dulce, avisen.
- Gracias, María; el mejor café siempre es negro y
amargo.
Los muchachos juegan en el patio mientras van llegando vecinos
curiosos a enterarse si es verdad la noticia del regreso de los
hermanos Cano pues en Ilamatepeque, se comenta por todas partes
ese hecho. Ya viene el anochecer y el viento es refrescante, con
olores vegetales.
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