LA CALLE ARRALES

 

            El ciudadano tomó por la calle Arrales, la que acortaba su viaje en cinco minutos, pero por la que nunca transitaba, al menos en horas nocturnas. Había finalizado muy tarde el trabajo, y le esperaban en su casa los invitados. Cinco minutos menos de retraso bien podían justificar el tránsito por la zona más infame de la ciudad.

            Aceleró el paso y amarró la vista en las baldosas de la acera. Se negó a mirar los escaparates de carne femenina y masculina que ofrecían la perversidad a cambio de algunos billetes. Procuró no cruzar los ojos con otros viandantes de pasos inseguros y risa estruendosa. Introdujo sus manos en los bolsillos del pantalón y alargó aún más las zancadas para evidenciar que su paseo por el lugar era circunstancial. Ignoró con supuesta sordera los reclamos de algunos portales, y esquivó, en un salto ágil, a una mujer de faldita corta, mal cubriéndole las ingles, y a un hombre que le propuso algo que no entendió.

            Cuando faltaban apenas veinte metros para que desembocara en la luminosa calle que daba el fin a la de Arrales, cometió el error de alzar la cabeza y mirar a su costado, hacia una ventana con rejas y luz en el interior. Una joven, muy joven, más bien gruesa, de piel igual de blanca que el permisivo camisón que no la cubría, estaba sentada al borde de una cama pulcramente acolchada. Los ojos de ella miraban el suelo, y su expresión era la del abandono. El ciudadano detuvo la velocidad de su paseo de un modo tan brusco que a punto estuvo de rodar por la acera sucia de la calle Arrales. Dedujo que yo se presentaría a tiempo en la reunión familiar.

 

 

F I N

 

 

(c)José Manuel Fernández Argüelles

 

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