Tranvías La primera vez que vi un tranvía debe haber sido en una foto de Santiago antes de la Guerra. Siempre me extrañaron las líneas abandonadas a su suerte entre el concreto y el alquitrán cuando niño: vestigios incómodos (cuántas veces debí esquivarlos para no caerme de la bicicleta) que aguardaban silenciosos a que gente como yo se pusiera a hurgar en la memoria colectiva. La primera vez que subí a un tranvía fue en Berna, hace más de veinte años. Eran verdes, cuidados, limpios y por las mañanas iban repletos de suizos envueltos en la nieve de sus abrigos, alientos ajenos y neurosis propias. No era algo nostálgico ni particularmente interesante; apenas el día a día que tantas veces va consumiendo sueños y esperanzas. La primera vez que subí a un tranvía-atracción fue en San Francisco, hace más de diez años. Era difícil subirse, en realidad, con tantos tipos promocionando el viaje nostálgico por las empinadas calles que llevaban al mar o alejaban de él. Cada vez que llegaban a una esquina tocaban una campanilla ensordecedora para deleite de los turistas. A decir verdad, eran todos turistas en esos tranvías veraniegos: si no europeos o asiáticos, al menos sudamericanos o estadounidenses. Corría la misma brisa que despeja la niebla del Golden Gate por las mañanas, brillaba el mismo sol que encandila a los surfistas por las tardes, el azul del cielo era el mismo que inspiró canciones sobre libertad, amor o cosas parecidas a fines de los sesenta. El sábado pasado subí a un tranvía cuyo recorrido se extiende desde el centro histórico de Melbourne hasta un suburbio en el noreste llamado Bundoora. Como la travesía hasta donde debía bajarme tardaba casi una hora, me armé de paciencia y apenas me interesó el hecho de que enfrente se sentaran dos chicas de unos veinte años. Había gente de pie y asientos vacíos, y el único que iba escuchando música con audífonos era yo. El ruido metálico del tranvía y las conversaciones a media voz no me dejaban escuchar bien las partes más suaves de mi temprana compilación de Pat Metheny, así que decidí prestar atención a la esporádica charla de las chicas que tenía tan cerca. Ambas podrían haber sido compañeras mías en la universidad en Chile. Rubias, pero no como para llamar la atención en la Universidad Católica. Buenas mozas, pero no como para ganar concursos de belleza y contraer nupcias controvertidas con ex mandatarios trasandinos. No muy bien vestidas, pero no como para participar en una sesión fotográfica especialmente choqueante; no eran clones ni de Britney Spears ni de Pink. Las bufandas no combinaban para nada con las chaquetas, que a su vez resultaban en un contraste extraño con lo que llevaban debajo. Los pantalones eran de cotelé no muy gastado, y los zapatos o zapatillas eran absolutamente a la moda pero habrían tolerado una que otra lustrada. La de la izquierda era más bajita y de figuras algo más redondas, pero sin llegar a ser eso que llaman "gordita". La de la derecha era más bien alta y delgada, pero sin llegar a ser eso que llaman "flaca". Ambas eran de ojos translúcidos, piel rosada sin pecas y dedos bastante maltratados por sus blancos y elegantes dientes. Les vi anillos de esos de feria artesanal, y llevaban sendos bolsos con las compras de rigor: ropa interior, más bufandas, un chaleco. No sé si te fijaste en cómo llevaba ella el vestido la otra noche. No sé qué parecía... dijo la de la izquierda, a la que no me decido a llamar "gordita", mirando casi hacia el frente, o sea, hacia donde estaba yo, y refiriéndose a la actual polola del ex pololo de la chica de la derecha, quien optó por dirigir una mirada distraída a una pareja de japoneses que corrían compitiendo con el tranvía por alcanzar la parada. Y se la pasó coqueteando con Bobby, y cuando se aburrió de él comenzó a tratar de emborrachar a Mickey, realmente no sé... pero la flaca se había reacomodado varias veces en su asiento, mejor dicho en su precario espacio entre la gordita y la ventana, dando a entender que el tema no era de su mayor interés y/o agrado. Pasando a otra cosa, no recuerdo adónde van tus padres de vacaciones este invierno. Subí el volumen de la pieza que me venía a rescatar de algo así como "mis padres van a Inglaterra a visitar familiares", o "van a refaccionar la casa en Sydney para poder arrendarla en el verano" o "todavía no lo han decidido": Phase dance. (Siempre me ha gustado la versión en vivo, dicho sea de paso. El contraste rítmico es tan abrupto que parece a propósito.) En la siguiente parada se subió con visible dificultad una mujer de unos cincuenta años, mal vestida y con una mueca imborrable de dolor y cansancio en la boca. Lo de mal vestida quiere decir ropa barata, que combinaba mal, arrugada y sucia, pero además se notaba que el cabello, apenas encanecido, no había sido lavado en un largo tiempo. Golpeó con una torpe mano empuñada la cabeza de la gordita porque luchó por sujetarse de todas y cada una de las barras antes de dejar caer su huesuda y maltrecha humanidad en el asiento al otro lado del pasillo, al lado mío. Observé que la gordita apenas acusó el golpe dirigiéndole una mirada elocuente a la flaca. También observe que la mujer comprobaba febrilmente una y otra vez si le faltaba algo entre las bolsas plásticas que andaba trayendo, al tiempo que murmuraba algo que, adivino, era de difícil comprensión no sólo para mí —en todo caso, no era una disculpa por el coscorrón. Dos o tres paradas más adelante, después de las cuales las personas que habían ocupado los asientos de enfrente de la mujer se habían ido al fondo del tranvía o cerca de las puertas, la mujer se bajó —con rapidez y seguridad asombrosas. A los homeless de la calle X se los llevaron no sé adónde, dijo la flaca mirando de frente a la gordita mientras sacaba un chicle de su carterita. Supe que Paul había estado un tiempo viviendo allí, qué increíble. De pronto sentí un intenso olor que se extendió por todo el compartimiento, y tardé un buen rato en buscarlo en medio de mis recuerdos. Finalmente llegó la etiqueta que me permitió localizarlo con precisión: era el olor de algunas callejuelas céntricas, un día domingo por la tarde por ejemplo, en ciudades como Santiago, Londres o Barcelona. El olor de los baños en un cine antiguo de la periferia de Leipzig, o de Huérfanos, o del centro de Manchester. El inconfundible olor a orina, tan poco habitual en un lugar como un tranvía, rodeado de australianos de diversas ascendencias y quizás un par de asiáticos, y mis dos chicas mirándose sin saber qué decir. La mujer había dejado un enorme charco en el asiento donde había estado, pero como todo estaba tapizado el líquido había sido absorbido rápidamente. Contemplé un buen rato, incrédulo, la mancha, la chica morena que seguía sentada al lado, el CD de Metheny que giraba y giraba entre mis manos. Mi asombro aumentó unas dos paradas más adelante, cuando mis dos chicas aprovecharon que la morena se había bajado para ocupar esos dos asientos, uno limpio y el otro con la inocultable huella. La flaca tocó el asiento con la mano, cerciorándose que ya se había secado, y ambas se sentaron, esta vez de frente a la dirección que llevaba el tranvía, y se pusieron a conversar del concierto de Justin Timberlake en Melbourne, que será en algunos días más. Cuando me bajé del tranvía llovía suavemente sobre los sitios eriazos y los bosques de eucaliptos. Vi cómo se alejaba una cincuentena de personas cuyos destinos acaso nunca se crucen de modo definitivo; otros, claro, ya son o serán parejas, y se echarán de menos, o engañarán, o abandonarán, o ayudarán en sus estudios, o carrera profesional. O ayudarán a alguien, alguna vez, a subir o bajar del tranvía; quizás una mujer encinta, o un anciano, o alguien con muletas. Seguro que no a una cascarrabias que mea, y quién sabe qué más, en el tranvía. Un par de días después me encontré con mi gordita en la biblioteca de la universidad. Estudia terapia ocupacional, es de Sydney y tiene mucho mejor gusto para vestirse los días de semana. Le ayudé a encontrar y descifrar unos materiales en alemán, y comimos en el mentiroso restorán indio del campus, donde el curry parece estofado y las galletas en realidad son queques. Le pregunté por la flaca, y me dijo que no eran precisamente íntimas. Después de todo, la flaca le había levantado a un ex pololo anterior, me dijo. Con esa insufrible mezcla de vanidad y ponzoña tan característica de algunas mujeres me preguntó qué me había llamado la atención de ella. Dónde se sentó, le dije sin pensarlo mucho. Hizo una pausa viendo cómo se ponía a lloviznar en el patio de plátanos gigantes. Típico de ella, dijo por fin mientras íbamos al negocio donde venden el mejor té (y el mejor café, me dicen) del campus, tan desconectada del mundo en que vive. Me despedí de mi gordita con la secretísima esperanza de no encontrármela de nuevo muy pronto. Su nombre quedó resonando en mis oídos largo rato después que su figura se había perdido tras la llovizna y unos árboles cuyo nombre desconozco. Pensé en los asientos no tapizados de los tranvías en Leipzig, en aquellos sin tapizar de los antiguos tranvías de Zurich, en los asientos llenos de papas fritas o mayonesa de los buses en Manchester. Recordé los incómodos pero limpios asientos plásticos del metro santiaguino. Y recordé a Robbie, otra estudiante que conozco de terapia ocupacional en esta universidad. Robbie viaja en auto, eso sí. Y busca permanecer conectada, sicofísicamente conectada, con el mundo en que vive. O al menos eso me dijo. Con Robbie sí me gustaría encontrarme en un tranvía, cualquiera, aquí o en Europa. Casi podría ser hija mía, y su inexperiencia no es algo que me parezca particularmente atractivo, pero se toma sus estudios y su vida bastante en serio, y eso me gusta. Nos vemos al menos dos veces a la semana en las sesiones de taichi, y me impresionan su estado físico y su dominio de los movimientos. A ella parece que le impresiona eso de que yo hable no sé cuántos idiomas, y quizás que haya hecho tantas cosas diferentes —aunque es difícil estar seguro, con su cortesía tan británica (o tan chilena) y sin conocerla bien. Qué lástima que lo más probable es que nunca más me la vuelva a encontrar a partir de mediados de mayo. La próxima vez que suba a un tranvía, pensaré en aquellas férreas líneas enterradas en barrios de Santiago que se me antojan tan lejanos, aquí. Miraré con detenimiento los asientos antes de sentarme, cuidaré la postura durante el largo viaje al centro de la ciudad y mantendré los ojos y los oídos abiertos por si se dan más encuentros. Y me sabré infinitesimal pero crucialmente más cerca de la muerte, y de la vida. Aunque esto último está de más decirlo. |