Óleos sobre telas Una soleada tarde de comienzos de otoño, en el campus lleno de árboles y estanques de una universidad de un país colonizado por europeos, qué más da cuál. Me arrulla una suave brisa mientras camino por corredores vacíos en busca de una sala adonde tendré que volver por la noche, pero una melodía al piano me obliga a enmendar rumbo. Llego a una sala de exposiciones donde hay una docena de cuadros de una artista de 57 años, que adivino es la que arranca al piano sin mucha convicción las melancólicas notas de un nocturno de Fauré. Me paseo por la pequeña sala mirando con detenimiento cada uno de los cuadros. Soy el único visitante. El nocturno sigue fluyendo, azaroso, a mis espaldas. Los cuadros son de colores vivos, demasiado vivos. Algunos incluyen una palabra escrita en grandes letras pero medio oculta entre otros trazos y formas: cosas sugerentes, como "ventanas", o "sombras". Mucho rojo, blanco y azul, poco verde, poco negro, algo de violeta y una pizca de marrón. Los trazos son desordenados y oníricos, y el modesto folleto revela que recrean sensaciones vienesas de infancia. Los padres de la artista provenían de aquella ciudad. Me cuestiono mi propio talento para las cosas que hago. Dudo que la artista en cuestión venda muchos de sus cuadros, y si los vende no creo que sea muy caro. Pero está bien que pinte, claro, se trata de alguien que disfruta haciéndolo. Cuánto interés puede tener el resto del mundo en adquirir y contemplar esas sensaciones vienesas, no lo sé. Cuánto interés podrán suscitar mis artículos, mis cartas, mis ficciones, acaso mis improvisaciones, en uno, diez, cien años —nunca lo sabré. Salgo de la sala para continuar buscando una que estará cerrada cuando la halle. Nadie más que una mujer entrada en años sentada al piano se queda junto a aquellos colores tan privados, tropezando con las teclas a medida que empieza a urdir otro nocturno. Tal vez los toque todos, hasta las cuatro. La exposición está abierta entre mediodía y cuatro. Todos los días. |