Benito vio una luz que se
agitaba en la negra infinitud del cielo, cuando pescaba a orillas de un mar
amodorrado. Al principio sólo divisó un punto luminoso más
en el universo, próximo a la constelación de Orión, junto a
las estrellas Betelgeuse y Bellatrix, cuya situación cardinal conocía
bien por las lecciones repetidas de Fidel, su compañero de otras noches:
un loco profesor, experto en energía nuclear y astrofísica, que
prefirió calzar sandalias a viajar en metro, y que optó por vivir
ignorado en su pueblo natal, antes que dedicarse a descubrir teorías
futuras sobre el plutonio en una ciudad inhóspita como Madrid.
La
noche era densa y sin luna, de una oscuridad profunda. Le pareció al
pronto que el foco luminoso se aproximaba a una velocidad vertiginosa,
adquiriendo una magnitud de color inusitada, aún en la lejanía. Se
frotó los ojos, incrédulo ante la prodigiosa contemplación
de la masa celeste que zigzagueaba sobre el mar en el horizonte. ¡Lástima
que Fidel no estuviera con él ahora! No se lo hubiera creído, como
tampoco lo podía creer él. Había soñado desde sus
olvidados juegos infantiles con vislumbrar alguna vez un fenómeno como el
que ahora acontecía ante sus achicados ojos y no podía dar crédito
a su suerte: al fin un ovni, un platillo volante, una nave extraterrestre o lo
que fuera. ¡Qué más le daba! Lo que presenciaba era un espectáculo
único, inaudito, paranormal, prodigioso. La mandíbula inferior se
le había descolgado de la cara y parecía alelado. Movía la
cabeza como el espectador de un partido de tenis en Wimbledon, de un lado a
otro; también arriba y abajo, y en círculos sobre el cuello,
siguiendo la estela del portentoso artilugio. Se olvidó de sus cañas
de pescar y de las lubinas.
El objeto brillante, de dimensiones y
formas antojadizas, trazaba giros malavarísticos en el espacio, se paraba
ingrávido, ascendía hasta las estrellas y volvía en
segundos a su posición inicial como si bromeara ante la expectación
del pescador que lo contemplaba atónito. Probablemente no fuera Benito el
único avistador de la extraordinaria luz. Era tan intensa que debía
de ser visible desde cualquier otro lugar, incluso lejano. Ojalá fuera así,
deseó. En otro caso, cuando lo contara, sus paisanos pensarían que
había enloquecido. Es lo que suele pasarles a quienes dicen haber tenido
alguna vivencia ufológica o lo que pudiera ser aquella luz azulada.
Aunque a lo mejor desde el pueblo también alguien observaba la luminaria
a esas horas entradas de la madrugada. No sería la primera vez que un
bicharraco de esos era visto por cientos de personas, que daban luego a los periódicos
testimonio cierto de la experiencia. Incluso, en ocasión reciente, había
visto un programa de televisión en el que un general del ejercito del
aire dijo haberse topado con una luz imposible de concebir como de este mundo.
Claro que ese era un militar y a los militares se les cree, tanto más
cuando son altos jefes que no tienen ninguna necesidad de mentir, pensaba
Benito. Pero quién iba a creerlo a él, a un pobre albañil
en paro apasionado por la pesca. Lo tenía muy claro, no diría nada
a nadie hasta comprobar que también otros vieron esa luz misteriosa
bailando en el firmamento. Por nada del mundo pasaría por ser el chiflado
del pueblo, o el gilipollas de Benito el de las luces. En su pueblo cualquiera
era bueno para colgarle un mote al más pintado. Los había de todos
los géneros y gustos: Juanita la Cagona, el Zurrio, la Potajes, el
Pestes, la Moños, Pepe el Dientes, el Miguitas, la Lumbres, el Globo, el
Chuzos, la Potingues, Eliodoro el Burraco, el Tumbas, María la Tizná...
Si hablaba de lo que estaba viendo habría otro alias que añadir a
la interminable lista: Benito el de las Luces, y era obvio que no le hacía
ninguna gracia el sobrenombre. Él era Benito y punto. A lo más
Benito el albañil y se acabó.
Habría sido
distinto si Fidel, más comunista que el presidente cubano, y por tal razón
así llamado en el pueblo a pesar de haber sido bautizado Justino, hubiera
visto el resplandor cómo lo veía él ahora: pegado al agua
como un barco y con más luces que una feria. A Fidel lo hubieran creído
en el bar del Patillas como si se hubiera aparecido Cristo en persona y le
hubieran metido los presentes el dedo en la llaga. Fidel hablaba y todos
callaban. Con el científico loco no había quién pudiera, ni
a hostias ni a discursos. Bueno era el pico que tenía; y los puños
mejor ni mentarlos. Contaban de él, y era cierto, que mató a un
mulo dándole un brutal puñetazo detrás de las orejas, antes
de irse a la universidad. Benito se embobaba escuchándolo como si le
hablara un genio, mientras esperaban pacientes que las cañas se arquearan
por el tirón voraz de las lubinas, fumando porros trompeteros de
marihuana en noches oscuras como aquella de la aparición del artefacto.
-La tierra es como la "cagá" de una paloma en el
universo, Benito. Y nosotros, los hombres, un átomo en la última
molécula de la materia que integra la "cagá" de la
paloma. ¿Lo comprendes, Benito? -Benito asentía sin abarcar su
entendimiento lo del átomo y lo de la molécula, aunque lo de la "cagá"
le sonara-. Cuando tengas un problema mira al cielo y manda las preocupaciones a
la mismísima mierda. Eso hice yo cuando acabé la carrera y mírame:
más feliz que un niño chico. Tú hazme caso Benito. Te lo
digo yo.
Benito hacía caso a todo lo que Fidel decía, y
por eso echó de menos su compañía esa noche de avistamiento
ovni. Él habría sabido explicarle la misteriosa aparición
de la luz, de dónde venía y porqué. Siempre le hablaba
cuando pescaban de las distancias entre los astros, de la temperatura de las
galaxias, de la estructura de los planetas, de los satélites, de las
estrellas, cosas de las que Benito no entendía un rábano pero que
oía absorto como si fuera aspirante de mérito a la cátedra
de Astrofísica de la Universidad de Harvard, en Boston, Massachusetts. La
verdad es que Benito también pensaba que Fidel estaba "sonao",
pero sabía que la locura sólo era el refugio de su rebeldía.
Más que estar loco Fidel se lo hacía. Al terminar los estudios de
física, lo requirió de inmediato el Concejo Superior de
Investigaciones Científicas por los indudables méritos de su
expediente académico, nombrádolo miembro numerario del
departamento de energía nuclear. La vida en Madrid, sin embargo, no le
gustó un pelo y, para compensar su desdichas, se agarraba unos cuelgues
de marihuana que hacían alucinar a los tubos de ensayo y provocaban
dislocaciones en las ondas radioeléctricas del laboratorio hasta generar
las más disparatadas teorías científicas. Por eso se volvió
entusiasmado al pueblo antes de que lo despidieran, dejó crecer su barba
a semejanza de la de su admirado Fidel Castro, y se abandonó a sus clases
en el instituto, a su cargo de concejal del ayuntamiento, a su pasión por
la filosofía más humana y por la pesca.
-En Madrid no
tienes que fumar para hincharte de humo, Benito. Sólo tienes que chupar "pa
dentro" y te llega el alquitrán a los huevos por vía directa.
Esto nuestro es vida, Benito. Te lo digo yo.
Benito sólo conocía
su pueblo, su mar, su playa y poco más. No sabía cómo se
respiraría en Madrid. Tampoco le importaba. Él era feliz viendo la
televisión, o pescando, o bebiendo cerveza de grifo en el bar del
Patillas, o durmiendo, y para su mayor dicha siempre ocupaba el tiempo en uno de
los placeres nombrados. Y por si fuera poco su gozo, aquella noche tenía
ante sí un acaecimiento único, extraordinario, propio de una película
de Spielberg de las que él veía infatigable en video, con la misma
expresión idiotizada que ahora le pintaba el rostro mientras remiraba la
intensa y maravillosa luz, que seguía revoloteando en el espacio y se
posicionaba cada vez más cerca de la orilla y frente a él. Veía
con precisa nitidez el reflejo de los destellos polícromos sobre el
ligero oleaje de la creciente marea, y comenzó a recelar por la
inquietante proximidad del sutil artefacto, ahora más colosal y cegador.
No tuvo oportunidad de esconderse, pues no había en el entorno parapeto a
su alcance, y fue sorprendido de pronto por el ilimitado magma de luz que,
situado a escasos metros sobre su cabeza, le impedía ya abrir los ojos.
Se quedó aterrado e inmóvil, incapaz del menor movimiento. Sólo
pensó en las palabras de Fidel, pronunciadas con empalago por el sopor
del cánnabis, una noche de pesca abundante que recordaba reciente:
-Un
día de estos los vemos, Benito. Están ahí fuera, mirándonos
con desprecio y lástima. Te lo digo yo.
¡Coño si
los había visto! Los tenía encima, y sentía que su cuerpo
se tornaba etéreo y se despegaba del suelo, iniciando un ascenso hacia el
interior de la luz que le provocó un desmayo parecido al que le producía
la marihuana mezclada con altas dosis de tinto en tetra-brik. Tuvo la impresión
de que gritaba pero no oía su voz. No oía nada, ni siquiera los
latidos desbocados de su corazón, que de súbito se fue calmando
hasta que dejó de palpitar. Se llevó convulsivo la mano al pecho y
pensó que alucinaba, que sería el efecto alterado del
estupefaciente, o del vino, el que provocaba sus ensoñaciones, aunque no
recordaba haber fumado esa noche sino unos cigarrillos Celtas, ni bebido otra líquido
que no fuera agua. Él sólo fumeteaba marihuana o bebía
tinto con su amigo Fidel o en el bar del Patillas. Benito era un desastre para
los vicios cuando estaba en soledad, salvo en sus escapadas nocturnas y furtivas
al club "La Raja", al que asistía solo, después de
cobrar el subsidio de desempleo cada primero de mes. Fidel no iba de putas, se
enorgullecía al decirlo:
-Las putas son obreras del sexo,
Benito. Si te las jodess a ellas te jodes a la clase obrera, y eso no está
bien, te lo digo yo.
Eso hubiera deseado Benito, estar en el club "La
Raja", en lugar de sentirse irremediablemente absorbido por una nube de luz
multicolor y destellante, cada vez más intensa y envolvente. Tuvo la
percepción de comenzar a flotar en medio de una cámara vacía,
parecida a una bola de cristal transparente e infinita, como un espejo que
situado frente a otro igual, sin materia de por medio, propagara un vacío
impalpable con abundantes matices metálicos y áureos. Notó
que poco a poco se posaba su cuerpo sobre un pedestal acolchado y acuoso, que
cedía blandamente al tacto y se hacía intangible y mágico,
procurándole un reposo celestial que pareciale parejo al de sus
borracheras con Fidel, sólo que más apacible. Tenía los
ojos abiertos pero no veía nada que le fuera conocido. Era una percepción
extraña y divina, como si lo hubiera invadido la suprema sabiduría
del espacio, y alcanzara una dimensión futura en la que el tiempo se
hubiera detenido para siempre y la eternidad fuese ahora un concepto cercano y
aprensible. Quiso incorporarse sobre sus pies y no pudo. El basamento volátil
que lo soportaba se hundía bajo él y su cuerpo volvía a
adquirir la originaria posición de decúbito supino, oscilante en
la ingravidez. Era todo tan relativo, tan abstracto y enigmático. Creyó
observar que algo se removía frente a él, en el fondo impreciso de
las cromadas trasparencias que lo envolvían. Unos seres fabulosos
surgidos de la nada se le acercaron, moviéndose con suavidad por el
inverosímil espacio. No experimentó ningún temor; antes al
contrario, lo invadió una paz inusitada que lo transportó por
hechizadas visiones galácticas. Eran tres individuos asexuados, altísimos
y calvos, de tez tornasolada y ojos abultados que sobresalían de un cráneo
prominente, a cuyos lados se adherían unas grandes orejas frontales y
planas, que daban a su aspecto un aire infantil y travieso. Posaron los alienígenas
sus manos largas y heladas sobre la frente de Benito y un zumbido sordo retumbó
en su mente. Se sintió de pronto la criatura más sabia de la
tierra, como si un chips prodigioso le permitiera acceder al instante a todo el
conocimiento humano y tuviera ante sí una completa visión del
mundo y sus enigmas. Su vitalidad era ahora extraordinaria, sorprendente,
inyectada de una energía cósmica inconcebible para el hombre. En
su plácido letargo le pareció oír unos pasos inesperados y
una voz cercana, familiar.
-¡Benito, Benito, despierta coño,
que han picado las lubinas! -gritaba Fidel a su lado sobre la arena, recién
llegado.
Pero Benito no quiso despertar. Sus sueños se fueron
con la luz, allá por las estrellas.