La Inmensidad del Océano


 
 

La inmensidad del mar siempre ha conmovido a los seres humanos. Incapaces de comprenderla, la medimos con satélites desde el espacio, desde barcos, aviones y submarinos y la convertimos en números, estadísticas y profundidades. Pero cualquiera que haya estado frente al mar sabe lo inútil de esas pretensiones cuando nos colocamos ante esa enorme mole de agua y nos sumergimos en su seno, incapaces de razonar la verdadera magnitud de aquello, sintiendo brazada a brazada la existencia de inmensidad y, por que no, de infinito. Podemos atravesar el mar, sumergirnos en él, pero su concepto siempre escapa a nuestra conciencia. No sabemos de su enormidad hasta que estamos sumidos en ella, hasta que intenta tragarnos y hacernos partícipes de sus secretos a cambio de nuestras vidas, cuando descubrimos que, aparte de agua, el mar es una masa de soberbia planetaria, cuya misión es recordarnos lo simple y llano de nuestra mísera existencia terrenal.


Quizá por esto los enamorados de todo el mundo siempre han recurrido al mar. Existe un extraño símil entre su inconmensurabilidad y la del sentimiento amoroso de los humanos. Como en muchas playas del mundo, al comenzar el amor no sentimos que nos adentramos demasiado hasta que, en un instante, nuestros pies ya no tocan el fondo. Si se es demasiado precavido, el nadador regresará inmediatamente a tierra firme y se dedicará a observar a quienes, más osados, avanzaron dentro del agua y juegan deliciosamente al amor.


Como la vida misma, la profundidad encierra secretos de peligro, placer, aventura y fascinación. Hay quien, al nadar mar adentro, se encuentra de improviso en el centro mismo del océano, disfrutando de la exquisita compañía de Poseidón y Venus, sintiéndose el amo de la inmensidad, dueño del abismo que representa la existencia y capaz de desafiar cualquier infinito poder sobre el cosmos. Pero si se descuida, si no complace los deseos de ese poder embriagador del cual se es a la vez amo y esclavo, si olvida por un momento quien es, entonces el placer y bienestar se trocarán en desesperación y se tendrá que luchar a brazo partido por llegar a la orilla, sintiendo a cada momento el roce con la muerte que, desde el fondo del océano, reclama nuestra alma.


La inmensidad del océano es tal que alberga la dicha infinita junto con la desgracia de la perdida, la vida plena y la muerte lenta, hermanadas por el amor y el odio en el corazón del hombre. No todos llegan a la playa y muy pocos conservan el valor de volver a intentarlo.


Solo los enamorados verdaderos llegan a conocer, de un solo momento, la superficie y el fondo del océano, los cuales recorren libres por siempre del temor a ahogarse, pues saben que el océano nunca toca a lo que vive sin tiempo. Quien ama realmente se enfrenta a la paradoja de resolver la inmensidad de una sola pincelada. Sabe que el mar comienza y termina en el mismo lugar siempre. Que es como el círculo de la vida, sin razón, perpetuamente sobre las cabezas de todos los seres, pero renovándose a cada momento. Se vuelve entonces necesario el conjuntar el mar y la tierra, lo infinito con lo concreto, lo mental con lo físico y así los amantes recuperan el secreto de la creación misma y llegan a conquistar la cuarta entidad del cosmos que es el paraíso. Ahí, la vida y la muerte se vuelven una misma cosa, tal como la semilla usa los desechos orgánicos para crecer y dar la flor. Hacia el cielo, el mar y la tierra, los enamorados crecen y mueren en flor, tal como ha venido sucediendo desde el principio del tiempo en todo el universo. Solo que su esencia nunca muere, sino que transforma al cosmos en un elemento vivo y pujante. El amar directamente no es sino el reconocerse como parte de la infinitesimal realidad de todo lo existente, es aceptar la creación y la destrucción tan fácilmente como la propia existencia. Es estar dispuesto a entregar la propia voluntad y hacerce de la ajena, es llenarse de magia y estar dispuesto a perecer en el esfuerzo creador de lo infinito. Es él todo y la nada, es locura con razón. Es descubrir la inmensidad del mar en una insignificante gota de agua y sentirse dichoso y satisfecho ante esta simple muestra del poder del universo.

Por eso, el que muere de amor, si realmente ha tocado el fondo y superficie, el centro y la periferia de lo infinito, al morir, muere con una sonrisa, no en su cara inerte, sino en su alma inmortal, que se disuelve en el océano y encuentra una vez más el gran misterio de la vida sin tiempo, eternamente encerrada en la pequeñez infinita de toda la concepción del cosmos. Al encontrar su cuerpo, este no es sino un viejo traje infantil que es necesario abandonar a su propia suerte. La nueva talla de aquel afortunado ser no tiene tamaño. Esta en todas partes, pero solo es visible a aquellos qué, como auténticos argonautas, se adentran en lo infinito para rescatar los grandes tesoros que existen en un solo beso, una caricia; en la inmortal esencia que encierran unos ojos cafés, una cabellera negra y unos senos anhelantes en la frescura del abrazo, en dos caderas que se unen cantando la melodía de la creación. Es calor que nutre la sangre de toda la materia. Es hielo que caldea a los ánimos de destrucción. Es fuerza brutal que avasalla la dirección del viento, la corriente marina, el simple y llano cataclismo simiente entre dos entidades diversas luchando por conjugarse en una sola.


Por eso el mar existe en la conciencia humana solo como un concepto simple. Como tal, busca siempre colocarse en la perspectiva adecuada para no asustar a quien pretenda penetrar en sus aguas. Pero una vez dentro de él, se vuelve un anfitrión desproporcionado al huesped que intenta usar toda su prosapia para resolver de una vez por todas su compleja naturaleza verdadera. En la mente de quien llega a este estado hay vacio y desazón, mezclados con temor al futuro y a lo que pueda estar más allá. El intruso duda de sus propias fuerzas y el mar siente este evento en los miembros de quien llega a su seno. Si se duda, mejor será no nadar más allá de una simple boya, puesta ahí por algún aventurero anterior. Pero si se arriesga a pasar la boya, si se tienen los arrestos para traspasar el umbral, se sabe que no se volverá a ver nunca la orilla de la misma forma . El mar luchará por conservarnos en él, y nosotros por controlar su fuente. Se es ahora uno de los elegidos, y estos mirarán a la creación acuática cara a cara. Se medirán fuerzas, y el hombre encontrará sus orígenes ícticos. No será más un ser humano. Se es ahora un elemento generador, un par de la creación, un simple átomo libre de vida que necesita despojarse de su caparazón física para convertirse en energía total. Para ello es menester que se encuentre con otra partícula igual. Si esto sucede, los enamorados liberarán una fuerza capaz de recrear todo el universo en un segundo. Así son los amantes, inmersos por siempre entre la superficie y el fondo, entre la arena de la playa y el abismo profundo. Por que para amar y nadar, hay que vencer al miedo. Por que nada existe sin el peligro de la destrucción y la creación.

El oceano es entonces el lugar solo de aquellos con el valor suficiente de amar realmente.

 

Héctor Guzmán

(1998)

Derechos Reservados, 1998

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