LA COMPASIÓN

¿Qué es la compasión?. La compasión es el deseo de que los demás
estén libres de sufrimiento. Gracias a ella aspiramos a alcanzar la iluminación;
es ella la que nos inspira a iniciarnos en las acciones virtuosas que conducen al
estado del buda, y por lo tanto debemos encaminar nuestros esfuerzos a su
desarrollo.
Empatía
Si deseamos tener un corazón compasivo, el primer paso consiste en
cultivar sentimientos de empatía o proximidad hacia los demás. También
debemos reconocer la gravedad de su desdicha. Cuanto más cerca estamos de
una persona, más insoportable nos resulta verla sufrir. Cuando hablo de
cercanía no me refiero a una proximidad meramente física, ni tampoco
emocional. Es un sentimiento de responsabilidad, de preocupación por esa
persona. Con el fin de desarrollar esta cercanía es necesario reflexionar sobre
las virtudes implícitas en la alegría por el bienestar de los otros. Debemos
llegar a ver la paz mental y la felicidad interna que se deriva de ello, al mismo
tiempo que reconocemos las carencias que provienen del egoísmo y
observamos cómo este nos induce a actuar de un modo poco virtuoso y cómo
nuestra fortuna actual se basa en la explotación de aquellos que son menos
afortunados.
También resulta vital reflexionar sobre la amabilidad de los otros,
conclusión a la que se llega asimismo gracias al cultivo de la empatía.
Debemos reconocer que nuestra fortuna depende realmente de la cooperación
y la contribución de los demás. Todos y cada uno de los aspectos de nuestro
actual bienestar son debidos a un duro trabajo por parte de otros. Si miramos a
nuestro alrededor y vemos los edificios en los que vivimos, las carreteras por
las que viajamos, las ropas que llevamos y los alimentos que comemos,
tenemos que reconocer que todo ello nos ha sido provisto por otros. Nada de
eso existiría si no fuera por la amabilidad de tanta gente a la que ni siquiera
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conocemos. Contemplar el mundo desde esta perspectiva hace que crezca
nuestro aprecio hacia los otros, y con él la empatía y la intimidad con ellos.
Debemos trabajar para reconocer la dependencia que sufrimos de
aquellos por quienes sentimos compasión. Este reconocimiento les acerca aún
más a nosotros si cabe. Hace falta mantener la atención para ver a los demás a
través de lentes libres de egoísmo. Es importante que nos esforcemos por
distinguir el enorme impacto que los demás causan en nuestro bienestar.
Cuando nos resistamos a dejarnos llevar por una visión del mundo centrada en
nosotros mismos podremos sustituir esta visión por otra que incluya a todos
los seres vivos, pero no debemos esperar que este cambio de actitud se
produzca de forma repentina.
Reconocer el Sufrimiento de Otros
Tras el desarrollo de la empatía y la cercanía, el siguiente paso
importante para cultivar nuestra compasión consiste en penetrar en la
verdadera naturaleza del sufrimiento. Nuestra compasión por todos los seres
debe emanar del reconocimiento de su sufrimiento. Una característica muy
específica de la contemplación de ese sufrimiento es que tiende a ser más
poderosa y eficaz si nos concentramos en el dolor propio y luego ampliamos
el espectro hasta alcanzar el sufrimiento de los otros. Nuestra compasión por
ellos crece a medida que reconocemos su propio dolor.
Todos simpatizamos de forma espontánea con alguien que está pasando
por el sufrimiento evidente asociado a una dolorosa enfermedad o a la pérdida
de un ser querido. Es un tipo de sufrimiento que en el budismo recibe el
nombre de sufrimiento del sufrimiento.
Sin embargo, resulta más difícil sentir compasión por otro tipo de
sufrimiento ? el sufrimiento del cambio, según los budistas ?, que en
términos convencionales consistiría en experiencias placenteras tales como
disfrutar de la fama ola riqueza. Se trata de otro tipo muy distinto de
sufrimiento. Cuando vemos que alguien alcanza el éxito mundano, en lugar de
sentir compasión porque sabemos que un día ese estado acabará y esa persona
deberá enfrentarse al disgusto asociado a toda pérdida, nuestra reacción más
habitual suele ser la admiración y a veces incluso la envidia. Si hubiéramos
llegado a comprender de verdad la naturaleza del sufrimiento, reconoceríamos
que esas experiencias de fama y riqueza son temporales y portadoras de un
placer fugaz que se esfumará y dejará al afectado sumido en el sufrimiento.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Existe también un tercer nivel de sufrimiento, aún más profundo y más
sutil, que experimentamos constantemente, como consecuencia del carácter
cíclico de nuestra existencia. El hecho de estar bajo el control de emociones y
pensamientos negativos está en la misma naturaleza de esa existencia;
mientras sigamos bajo su yugo, vivir es ya una forma de sufrimiento. Este
nivel de sufrimiento impregna todas nuestras vidas, condenándonos a girar
una y otra vez en círculos viciosos llenos de emociones negativas y acciones
no virtuosas. Sin embargo, esta forma de sufrimiento resulta difícil de
reconocer, pues no se trata del estado de desdicha evidente implícito en el
sufrimiento del sufrimiento, ni lo opuesto a la fortuna o al bienestar, como
apreciábamos en el sufrimiento del cambio. Este tercer tipo de sufrimiento, sin
embargo, alcanza un nivel más profundo y se extiende a todos los aspectos de
la vida.
Una vez hemos cultivado una profunda comprensión de los tres niveles
de sufrimiento en nuestra propia experiencia personal, resulta más fácil
desviar el foco de atención hacia los otros. Desde ahí podremos desarrollar el
deseo de verles libres de todo sufrimiento.
Cuando conseguimos combinar un sentimiento de empatía por los otros
con una profunda comprensión del dolor que sufren, llegamos a sentir una
verdadera compasión por ellos. Es algo en lo que debemos trabajar
continuamente. Podemos compararlo con el proceso de encender un fuego
frotando dos palos: sabemos que hay que mantener una fricción constante para
prender fuego a la madera. De la misma forma, cuando trabajamos en el
desarrollo de cualidades mentales como la compasión debemos aplicar las
técnicas mentales necesarias para provocar el ansiado efecto. Abordar esta
cuestión de modo fortuito no comporta ningún beneficio.
Amor-Bondad
Al igual que la compasión es el deseo de que todos los seres queden
libres de sufrimiento, el amor-bondad es el deseo de que todos disfruten de la
felicidad. Como en la compasión, el cultivo del amor-bondad debe comenzar
tomando a un individuo específico como centro de la meditación, y luego ir
extendiendo el alcance de nuestra preocupación hasta que este llegue a abrazar
a todos los seres vivos. De nuevo, debemos empezar eligiendo a una persona
neutral, a alguien que no nos inspire fuertes sentimientos, como objeto de
nuestra meditación; luego lo ampliaremos a personas que forman nuestro
círculo familiar o de amigos y, por último, a nuestros enemigos.
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Debemos usar a un individuo real como centro de nuestra meditación, y
después volcar toda nuestra compasión y benevolencia en esta persona para
poder experimentar ambos sentimientos hacia otros. Hay que trabajar con una
persona en cada ocasión, ya que, de otro modo, la meditación adquiriría un
sentido muy general. Cuando relacionamos esta meditación específica con
individuos que no son de nuestro agrado, podríamos pensar: «Oh, es solo una
excepción».
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VIII
MEDITAR SOBRE LA COMPASIÓN
Compasión y Vacío
En última instancia, la compasión que debemos poseer es la que se
deriva de nuestra penetración en el vacío, la naturaleza esencial de la realidad,
el punto de unión entre lo vasto y lo profundo. Esta naturaleza esencial, como
ya explicábamos en el capítulo VI, «Lo vasto y lo profundo», es la ausencia de
existencia inherente en todos los aspectos de la realidad, la carencia de
identidad intrínseca de cualquier fenómeno. Atribuimos esta cualidad de
existencia inherente a nuestra mente y a nuestro cuerpo, y después percibimos
este estatus objetivo, el yo. Este potente sentimiento referido a uno mismo se
aferra a la naturaleza inherente de otros fenómenos, especialmente de aquellos
objetos que nos gustan y queremos poseer. La ira o la infelicidad son el
resultado indirecto de esa cosificación y de ese deseo de posesión cuando se
nos niega lo que se ha convertido en objeto de nuestro anhelo, ya sea un coche
o un ordenador nuevo. La cosificación no es nada más que conceder a esos
objetos una realidad que no poseen.
Cuando la compasión se une a esta comprensión de cómo todo nuestro
sufrimiento se deriva de un malentendido con la naturaleza de la realidad, ya
hemos dado un paso más en nuestro viaje espiritual. Reconocer como base del
infortunio esta percepción errónea, ese apego equivocado a un yo no existente,
implica ver que ese sufrimiento puede ser eliminado. Una vez corregida la
percepción, el sufrimiento ya no volverá a molestarnos.
Ser conscientes de que el sufrimiento de la gente es evitable y puede
superarse comporta el desarrollo de una compasión aún más profunda por los
otros. Sin embargo, aunque nuestra compasión puede ser fuerte, es probable
que tenga también unas pinceladas de desesperanza, incluso de desesperación.
Como Meditar Sobre la Compasión y la Bondad
Si nos mueve el sincero deseo de desarrollar la compasión es preciso
que dediquemos más tiempo a ello del que requieren las sesiones de
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meditación habituales. Es un objetivo al que debemos comprometernos con
todo nuestro corazón. Si disponemos de un período de tiempo diario para
sentarnos y dedicarnos a la contemplación, perfecto. Como ya he sugerido, las
primeras horas de la mañana son ideales para ello, ya que en esos momentos
nuestras mentes se encuentran especialmente claras. Sin embargo, la
compasión requiere una dedicación mayor. Durante las sesiones más formales
podemos, por ejemplo, trabajar en la empatía y la proximidad hacia otros,
reflexionar sobre su desdichada situación. Una vez hemos generado un
genuino sentimiento de compasión en nosotros mismos, debemos aferrarnos a
él, limitándonos a observarlo, utilizando la meditación contemplativa que he
descrito para mantenernos centrados en ello, sin aplicarle ningún
razonamiento. Esto ayuda a enraizar esta actitud; cuando el sentimiento
comienza a debilitarse, aplicamos de nuevo razones que vuelvan a estimular
nuestra compasión. Nos movemos entre ambos métodos de meditación, al
igual que los alfareros trabajan la arcilla, primero humedeciéndola para luego
darle la forma que necesitan.
Normalmente es mejor no dedicar mucho tiempo al principio a la
meditación formal. En una noche no generaremos compasión por todos los
seres vivos, ni tampoco en un mes o en un año. Solo con ser capaces de
reducir el alcance de nuestros instintos egoístas y desarrollar un poco más de
inquietud por los otros antes de morir, ya podremos decir que hemos
aprovechado esta vida. En cambio, si nos empeñamos en conseguir el estado
del buda en poco tiempo, pronto nos cansaremos. La mera visión del lugar
donde nos sentamos para meditar estimulará nuestra resistencia.
La Gran Compasión
Se dice que el estado del buda puede alcanzarse en una sola vida. Solo
practicantes extraordinarios que han dedicado muchas vidas anteriores a
prepararse para esta oportunidad pueden conseguirlo. Solo podemos sentir
admiración por esos seres y tenerlos como ejemplo para desarrollar la
perseverancia en lugar de situarnos en posiciones extremas. La mejor actitud
se halla a medio camino entre el letargo y el fanatismo.
Deberíamos asegurarnos de que la meditación ejerce algún efecto o
influencia sobre nuestras acciones cotidianas. Gracias a ello todo lo que
hacemos fuera de las sesiones formales de meditación se convierte en parte de
nuestro entrenamiento de la compasión. No nos resulta difícil simpatizar con
un niño que está en el hospital o con un amigo que llora la muerte de su
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pareja. Debemos empezar a considerar cómo mantener el corazón abierto
hacia aquellos a los que normalmente envidiaríamos, aquellos que disfrutan de
riqueza y de un excelente nivel de vida. Solo mediante la profundización en el
concepto de sufrimiento obtenida durante las sesiones de meditación somos
capaces de relacionarnos con esas personas con compasión. En realidad,
deberíamos entablar este tipo de relación con todos los seres, advirtiendo que
su situación siempre depende de las condiciones del círculo vicioso de la vida.
En este sentido toda interacción con los demás actúa como catalizador en el
desarrollo de nuestra compasión. Es así como mantenemos los corazones
abiertos en la vida diaria, fuera de los períodos formales de meditación.
La verdadera compasión posee la intensidad y la espontaneidad de una
madre cariñosa que sufre por su bebé enfermo. A lo largo del día, todos los
actos y pensamientos de la madre giran en torno a su preocupación por el
niño. Esta es la actitud que deseamos cultivar hacia todo ser. Cuando la
experimentemos, habremos alcanzado ya la «gran compasión».
Cuando alguien consigue sentir esa gran compasión y la bondad que la
acompaña, cuando su corazón se agita en pensamientos altruistas, puede
emprender la tarea de liberar a todos los seres del sufrimiento que soportan en
su existencia cíclica, el círculo vicioso de nacimiento, muerte y renacimiento
del que todos somos prisioneros. El sufrimiento no se limita a nuestra
situación actual. De acuerdo con el enfoque budista, nuestra situación actual
como humanos es relativamente cómoda. Sin embargo, si echamos a perder
esta oportunidad, nos arriesgamos a experimentar muchas dificultades en el
futuro. La compasión nos permite evitar el pensamiento egocéntrico.
Experimentamos una gran alegría y nunca caemos en el extremo de buscar
solo nuestra felicidad o salvación personales. Luchamos a todas horas para
desarrollar y perfeccionar nuestra virtud y nuestra sabiduría. Con ese nivel de
compasión, llegaremos a poseer todas las condiciones necesarias para alcanzar
la iluminación. Por lo tanto, la compasión debe ser nuestro objetivo desde el
inicio del viaje espiritual.
Hasta el momento, hemos tratado de las prácticas que nos permiten
frenar las conductas poco íntegras. Hemos discutido cómo trabaja la mente y
cómo debemos trabajar en ella de la misma forma en que lo haríamos sobre un
objeto material, aplicando ciertas acciones con el fin de provocar los
resultados deseados. Reconocemos que el proceso de abrir nuestro corazón no
es diferente. No hay ninguna receta mágica que haga brotar la compasión o la
bondad: hay que dar forma a nuestra mente de manera hábil, y con paciencia y
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perseverancia veremos cómo crece nuestra preocupación por el bienestar de
los otros.
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IX
CULTIVAR LA ECUANIMIDAD
Para sentir auténtica compasión por todos los seres vivos es
imprescindible eliminar toda parcialidad en nuestra actitud hacia ellos.
Nuestra percepción habitual de los otros está dominada por emociones
fluctuantes y discriminatorias. Sentimos una sensación de proximidad hacia
quien amamos y de distancia hacia extraños o simples conocidos. Y, hacia
aquellos individuos a los que percibimos como hostiles, poco amistosos o
fríos, experimentamos sentimientos de aversión o reserva. El criterio para
clasificar a la gente en categorías de amigos o enemigos parece evidente: si
una persona ha sido amable con nosotros o está en nuestro círculo íntimo, la
consideramos un amigo; si alguien nos ha hecho daño, cae en el grupo de los
enemigos. Junto con el amor que sentimos hacia nuestros amigos existen otras
emociones, como el apego o el deseo, que inspiran una apasionada intimidad.
De la misma forma, vemos a aquellos que nos disgustan filtrados por
emociones negativas, tales como la ira o el odio. En consecuencia, nuestra
compasión por los otros queda limitada, es parcial, llena de prejuicios,
condicionada por si nos sentimos o no cerca de ellos.
La compasión genuina debe ser incondicional. Debemos cultivar la
ecuanimidad con el fin de trascender todo sentimiento de discriminación o
parcialidad. Una forma de cultivar la ecuanimidad es reflexionar sobre la
incertidumbre de la amistad. Primero debemos tener en cuenta que no hay
ninguna seguridad de que nuestro mejor amigo de hoy siga siéndolo para
siempre. Por tanto, también podríamos imaginar que nuestro disgusto hacia
alguien no tiene por qué ser eterno. Tales reflexiones diluyen los fuertes
sentimientos de parcialidad, reduciendo la sensación de inmutabilidad de
nuestros afectos.
También podemos reflexionar sobre las consecuencias negativas de
nuestro apego a los amigos y nuestra hostilidad hacia los enemigos. Los
sentimientos que albergamos por un amigo o un ser querido a veces nos
ciegan ante ciertos aspectos de esa persona. Proyectamos sobre ella un deseo
sin matices, confiriendo a sus juicios una infalibilidad absoluta; más adelante,
quedamos atónitos al percibir algo que no se ajusta a nuestras proyecciones.
Pasamos del amor y el deseo al extremo opuesto: la decepción, la repulsión y,
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a veces, incluso la ira. Es decir, la sensación de satisfacción interna que se
deriva de la amistad o del amor puede desembocar en sentimientos de
frustración u odio. Aunque esas emociones fuertes, como también el amor
romántico o el odio profundo, pueden parecer profundamente atractivas, el
placer que desprenden es fugaz. Desde un enfoque budista, es mejor tratar de
evitarlas.
¿Cuáles son las repercusiones de caer en las redes de una intensa
aversión hacia alguien?. La palabra tibetana que designa el odio, shedang,
sugiere una hostilidad que emana de las profundidades del corazón. Existe
cierta irracionalidad en responder de forma hostil a la injusticia o el dolor. El
odio no causa el menor efecto físico sobre nuestros enemigos, ni les hace
ningún daño. Es más, somos nosotros quienes sufrimos las terribles
consecuencias de esa abrumadora amargura. Nos devora por dentro. Por culpa
de la ira empezamos a perder el apetito, pasamos las noches en vela dando
vueltas en la cama. Nos afecta profundamente, mientras nuestros enemigos
siguen adelante, absolutamente ignorantes del estado al que hemos quedado
reducidos.
Libres del odio o de la ira, nuestra respuesta a las acciones cometidas
contra nosotros es mucho más efectiva. Si enfocamos las cosas con la cabeza
fría, vemos el problema de forma más clara y decidimos cuál es la mejor
manera de abordarlo. Por ejemplo, cuando un niño hace algo que podría ser
peligroso para sí mismo o para otros, como por ejemplo jugar con cerillas,
podemos reprenderle. Es probable que una reacción directa e inmediata dé en
la diana: el niño no responderá a la ira, sino al mensaje de urgencia y
preocupación implícito en nuestro tono de voz.
Es así como llegamos a ver que nuestro verdadero enemigo está en
realidad dentro de nosotros. Es nuestro egoísmo, nuestro apego y nuestra ira lo
que nos hace daño. La capacidad que percibimos en el enemigo de infligirnos
dolor es muy limitada. Si alguien nos desafía y podemos dominar la disciplina
interna para resistir el reto es posible que sus acciones no nos molesten,
independientemente de lo que esa persona haya hecho. Por otro lado, cuando
se desencadenan emociones poderosas, tales como la ira extrema, el odio o el
deseo, nuestra mente se ve agitada desde el preciso momento en que siente su
efecto: eliminan nuestra paz mental y dejan la puerta abierta para que la
infelicidad y el sufrimiento deshagan el trabajo de nuestra práctica espiritual.
A medida que trabajamos en el desarrollo de la ecuanimidad llegamos a
considerar que los conceptos de «enemigo» y «amigo» son variables y
dependen de muchos factores. Nadie nace siendo nuestro amigo o nuestro
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enemigo, ni siquiera tenemos la garantía de que nuestros parientes serán
también amigos nuestros. Ambos conceptos se definen en función de cómo se
comporta la gente con nosotros: a aquellos que creemos que sienten afecto por
nosotros, que nos cuidan y nos quieren, les consideramos habitualmente
amigos; aquellos en quienes intuimos aviesas intenciones son vistos como
enemigos. Por lo tanto, si la decisión de su amistad o enemistad se basa en la
percepción que tenemos de los pensamientos y emociones que albergan hacia
nosotros, nadie es esencialmente amigo o esencialmente enemigo.
A menudo confundimos las acciones cometidas por una persona con la
persona en sí. Este hábito nos lleva a la conclusión de que una persona es
nuestra enemiga debido a un acto o una afirmación realizada por ella. Y, sin
embargo, las personas son neutras: no son amigos ni enemigos, ni budistas ni
cristianos, ni chinos ni tibetanos. Como resultado de las circunstancias, la
persona que tenemos delante podría cambiar y pasar a ser nuestro mejor
amigo. No hay nada inconcebible en este pensamiento: «Oh, antes me caías
tan mal y en cambio ahora somos tan buenos amigos...».
Otra forma de cultivar la ecuanimidad y trascender los sentimientos de
parcialidad y discriminación consiste en reflexionar en la exacta aspiración
que todos compartimos de encontrar la felicidad y superar el sufrimiento,
unida al sentimiento de tener el derecho de verla satisfecha. ¿Cómo
justificamos ese derecho?. Muy fácil, forma parte de nuestra naturaleza
fundamental. No soy único; no tengo ningún privilegio especial. Tú no eres
único, ni disfrutas de privilegios especiales. Mi aspiración a ser feliz y superar
el sufrimiento es parte de mi naturaleza esencial, de la misma forma que lo es
de la tuya. Si eso es así, esta naturaleza esencial nos concede a todos por igual
el derecho a ser felices y evitar el sufrimiento. Es basándonos en esta igualdad
como logramos desarrollar la verdadera ecuanimidad. En nuestra meditación
debemos trabajar para cultivar la actitud de que «al igual que yo albergo el
deseo de ser feliz y superar el sufrimiento, lo mismo sienten los otros; y al
igual que yo tengo derecho a realizar esta aspiración, también la tienen los
otros». Deberíamos repetir este pensamiento mientras meditamos y a medida
que avanzamos en la vida, hasta que quede fuertemente enraizado en nuestra
conciencia.
Una última consideración. Nuestro bienestar como seres humanos
depende en gran medida del de los otros; de hecho, la mera supervivencia
requiere las aportaciones de muchos otros seres. Nuestro nacimiento depende
de unos padres, y necesitamos de sus cuidados y de su afecto durante muchos
años más; la salud, la morada, el sostén económico, incluso la fama y el éxito,
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son fruto de la contribución de muchos seres humanos. Ya sea de manera
directa o indirecta, son innumerables los seres involucrados en nuestra vida y,
obviamente, en la aspiración legítima que la lleva a avanzar: la búsqueda de la
felicidad.
Si proseguimos con esta línea de razonamiento y la llevamos más allá
de los confines de una sola existencia podemos imaginar que a través de
nuestras vidas previas ? de hecho desde tiempos inmemoriales ? muchas
otras personas han realizado incontables contribuciones a nuestro bienestar. La
conclusión sería: «¿En qué me baso para discriminar?. ¿Cómo puedo
mostrarme cerca de unos y hostil con otros?. Debo elevarme por encima de
todo sentimiento de parcialidad y discriminación. ¡Debo ser beneficioso para
todos por igual!».
Meditación Sobre la Ecuanimidad
¿Cómo entrenamos la mente para percibir la igualdad esencial de todo
ser vivo?. Es mejor cultivar el sentimiento de igualdad concentrándonos
primero en los extraños y conocidos, aquellos por los que no albergamos
sentimientos fuertes en un sentido u otro. Desde ahí deberíamos meditar
imparcialmente, avanzando hacia los amigos y luego hacia los enemigos. Tras
conseguir una actitud imparcial hacia todos los seres sintientes, deberíamos
meditar sobre el amor y sobre el deseo de que todos alcancen la felicidad que
buscan.
La semilla de la compasión crecerá si la plantamos en un suelo fértil,
una conciencia regada con amor. Una vez la mente reciba el agua del amor,
podemos comenzar a meditar sobre la compasión. La compasión,
recordémoslo, no es más que el deseo de que todo ser sintiente esté libre de
sufrimiento.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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X
LA BODHICITTA
Hemos hablado mucho de la compasión y la ecuanimidad, y de lo que
significa cultivar estas cualidades en nuestra vida cotidiana. Cuando ya hemos
desarrollado la compasión hasta el punto de que nos sentimos responsables de
todos los seres estamos motivados para perfeccionar la capacidad de servirles.
Los budistas llaman bodhicitta a la aspiración de alcanzar tal estado, y alguien
que ya se halla en él es un bodhisattva. Existen dos métodos para conseguir
esta actitud. Uno, llamado el método séptuplo de causa y efecto, se apoya en
ver a todos los seres como si hubieran sido nuestra madre en el pasado; en el
otro, que consiste en cambiar el yo por los otros, vemos a los demás como si
fuéramos nosotros mismos. Ambos son considerados prácticas derivadas de un
camino más amplio.
El Método Séptuplo de Causa y Efecto
A lo largo de nuestros continuos renacimientos resulta evidente que
hemos necesitado muchas madres que nos alumbren. Debería señalar que no
limitamos los nacimientos a los que han tenido lugar en el planeta Tierra. De
acuerdo con el budismo, llevamos atravesando el ciclo de vidas y muertes
desde mucho antes de que este planeta existiera. Nuestras vidas pasadas son
por tanto infinitas, al igual que lo son los seres que nos han dado a luz. Así
pues, la primera causa que provoca la bodhicitta es el reconocimiento de que
todos los seres han sido nuestra madre.
Resulta difícil devolver en una vida el amor y la bondad mostrados por
una madre, tantas noches sin dormir para cuidarnos cuando éramos niños
indefensos. Nos alimentó, y lo habría sacrificado todo, incluso su propia vida,
para salvar la nuestra. Cuando observamos ese ejemplo de amor incondicional
deberíamos considerar que todos y cada uno de los seres de este mundo nos
han tratado así. Cada perro, gato, pez, mosca y ser humano han sido nuestra
madre en algún punto de ese remoto pasado y nos ha ofrecido esas
abrumadoras muestras de amor. Ese pensamiento despierta nuestro aprecio: la
segunda causa de la bodhicitta.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Al contemplar la condición actual de todos estos seres, empezamos a
desarrollar el deseo de ayudarles a cambiar su suerte. Esta es la tercera causa,
de la cual procede la cuarta: un sentimiento de amor que afecta a todos los
seres. Consiste en una atracción hacia todos los seres, parecida al sentimiento
que embarga a un niño al ver a su madre. Esto nos lleva a la compasión, la
quinta causa de la bodhicitta. La compasión es un deseo de separar a esos
seres dolientes, nuestras madres en el pasado, de su desdichada situación. En
este punto experimentamos el amor-bondad, el deseo de que todos encuentren
la felicidad. A medida que progresamos por estos estadios, pasamos del mero
deseo de que todo ser sintiente encuentre la felicidad y se libre del sufrimiento
a asumir la responsabilidad personal de ayudarles a penetrar en ese estado y
dejar atrás la desdicha. Esta es la causa final. El examen de cómo ayudar
mejor a los demás nos lleva directamente al estado omnisciente y plenamente
iluminado del buda.
La cuestión implícita en este método es esencial al budismo mahayana:
si todos los seres vivos que han sido buenos con nosotros desde el principio de
los tiempos están sufriendo, ¿Cómo podemos dedicarnos a buscar únicamente
nuestra felicidad?. Perseguir la felicidad de uno a pesar del sufrimiento de los
otros es una desgracia trágica. Por tanto, está claro que debemos intentar
liberar a todos los seres sintientes del sufrimiento. Este método nos ayuda a
cultivar ese deseo.
Cambiar el Yo por los Otros
El otro método que te permite llegar a la bodhicitta, la aspiración de
alcanzar la iluminación para así salvar a todos los seres sintientes, consiste en
cambiar el yo por los otros. En este método trabajamos en reconocer cómo
dependemos de los demás en todo lo que tenemos. Contemplamos cómo los
hogares en los que vivimos, la ropa que llevamos, las carreteras por las que
conducimos, han sido creados gracias al duro esfuerzo de muchos. Se ha
invertido tanto trabajo para proporcionarnos la camisa que vestimos, desde
plantar el algodón hasta fabricar la tela y coser los adornos. La rebanada de
pan que nos llevamos a la boca ha sido horneada por alguien; antes, otro tuvo
que plantar el grano que, tras ser fertilizado y cosechado, se convirtió en
harina, la cual, una vez amasada, fue metida en el horno. Sería imposible
contar a todas las personas que han participado en la producción de una simple
rebanada de pan. En muchos casos las máquinas se encargan de la mayor parte
del trabajo; sin embargo, también ellas han tenido que ser inventadas y
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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fabricadas, y requieren supervisión. Incluso nuestras virtudes más personales,
tales como la paciencia y la ética, se desarrollan en función de los otros.
Podemos llegar a percibir que aquellos que nos causan problemas nos
proporcionan la ocasión de desarrollar la tolerancia. A través de esta línea de
pensamiento llegamos a reconocer cómo dependemos de los otros para
conseguir todo aquello de que disfrutamos en la vida. Debemos trabajar para
desarrollar este reconocimiento cuando nos sumergimos en la vida después de
la sesión de meditación matinal. Existen tantos ejemplos que muestran hasta
qué punto dependemos del prójimo: a medida que lo reconocemos crece
nuestro sentido de responsabilidad hacia los demás, de la misma forma que
crece nuestro deseo de devolverles con creces su amabilidad.
También observamos cómo, debido a las leyes del karma, las acciones
motivadas por el egoísmo nos han conducido hasta las dificultades a que nos
enfrentamos en la vida diaria. Cuando valoramos la situación en que nos
hallamos inmersos descubrimos el absurdo que envuelve esas acciones
destinadas solo a satisfacer nuestro egoísmo y cómo las acciones altruistas,
pensadas para ayudar a los demás, son la única opción lógica. De nuevo, esto
nos conduce a la más noble de las acciones: comprometernos en el proceso de
alcanzar el estado del buda con el fin de ayudar a todos los seres.
Cuando trabajamos con la técnica de cambiar el yo por los otros, no
debemos olvidar el desarrollo de la paciencia, ya que su carencia supone uno
de los principales problemas a la hora de sentir compasión y generar la
bodhicitta.
Sea cual sea el método que empleemos para desarrollar la bodhicitta
deberíamos ser fieles a él y cultivar esta elevadísima aspiración diariamente, y
no solo durante la sesión formal de meditación. Debemos trabajar con
diligencia para que disminuyan nuestros instintos egoístas y reemplazarlos por
otros más elevados contenidos en la bodhicitta ideal. Es de vital importancia
que empecemos labrando un fuerte sentido de la ecuanimidad, la actitud de
simpatía imparcial hacia todos los seres. Perseverar en ciertas inclinaciones
dificulta enormemente nuestras virtuosas aspiraciones, ya que nos lleva a
favorecer a aquellos de quienes nos sentimos más cerca.
En ese empeño de cultivar la aspiración superior de la bodhicitta,
muchos obstáculos saldrán a la luz: sentimientos internos de apego u
hostilidad se alzan con el fin de frenar nuestros esfuerzos. Nos vemos
arrastrados por viejos hábitos inútiles, ver la televisión o frecuentar la
compañía de amigos que nos separan del noble objetivo al que ahora vivimos
dedicados. Las técnicas de meditación descritas en este libro nos ayudarán a
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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sobreponernos a esas tendencias y emociones. Estos son los pasos que hay que
dar. Primero, debemos reconocer nuestras emociones aflictivas y los malos
hábitos como prueba de nuestro continuo estado de apego, teniendo en cuenta,
una vez más, su naturaleza dañina. En segundo lugar, debemos aplicar los
antídotos apropiados y tomar la firme determinación de no dejarnos llevar por
ellos de nuevo. Nuestro objetivo debe ser centrarnos en nuestro compromiso
con todos los seres sintientes.
Hemos explorado la forma de abrir nuestros corazones. La compasión
se halla en la auténtica esencia de un corazón abierto y jamás debemos dejar
de cultivarla a lo largo del viaje. La ecuanimidad elimina nuestros prejuicios y
permite que nuestro altruismo alcance a todos los seres vivos. La bodhicitta no
es más que el compromiso de ayudarles. Ahora aprenderemos los métodos que
desarrollan la concentración necesaria para cultivar el otro aspecto de nuestra
práctica, la sabiduría.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
60
XI
LA INMANENCIA SERENA
La inmanencia serena, o concentración en un punto único, es una forma
de meditación que se da siempre que elegimos un objeto y fijamos nuestra
mente en él. Este grado de concentración no se consigue de una sentada. Poco
a poco, iremos viendo cómo aumenta el poder de concentración de nuestra
mente. La inmanencia serena es el estado de sosiego en que la mente es capaz
de seguir concentrada en un objeto mental durante tanto tiempo como
deseemos, con una calma exenta de toda distracción.
En esta práctica, como en todas las demás, la motivación es de nuevo el
factor fundamental. La habilidad para concentrarse en un único objeto puede
usarse con finalidades diversas. Su dominio es una pura cuestión de práctica, y
es la motivación la que determina el resultado. Obviamente, como practicantes
espirituales, estamos interesados en motivos virtuosos que persiguen un fin
igualmente dotado de virtud. Analicemos, pues, los aspectos técnicos de esta
práctica.
La inmanencia serena es practicada por miembros de muchos cultos
distintos. Un meditador da inicio al proceso de entrenar su mente mediante la
elección de un objeto de meditación. Un practicante cristiano puede optar por
la cruz o la Virgen María como único referente de motivación. Debe de
resultar más difícil para un practicante musulmán debido a la carencia de
imaginería religiosa propugnada por el islam, pero podría elegir su propia fe
en Alá, ya que el objeto de meditación no tiene por qué ser un ente material.
Por tanto, uno puede mantener la concentración en una profunda fe en Dios. O
en la ciudad santa de La Meca. Los textos budistas toman a menudo la imagen
del Buda Shakyamuni como ejemplo de objeto de concentración. Uno de los
beneficios de ello es que permite tomar conciencia de cómo crecen las grandes
cualidades de un buda, al mismo tiempo que crece la apreciación de su
bondad. El resultado es un sentimiento de mayor proximidad al Buda.
La imagen del Buda en la que nos concentramos para la meditación no
debería ser un cuadro o una estatuilla. Aunque se puede usar una imagen
tridimensional para familiarizarnos con la forma y proporciones del Buda, es
la imagen mental de ese Buda la que tiene que servirnos de objeto de
concentración. Es en la mente donde debería conjurarse la visualización del
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
61
Buda. Una vez ha sucedido esto, el proceso de inmanencia serena puede
comenzar.
El Buda visualizado no debería estar demasiado lejos ni demasiado
cerca. Lo correcto es imaginarlo a unos cinco metros delante de nosotros, a la
altura de nuestras cejas, con un tamaño no mayor de quince centímetros.
Resulta muy útil visualizar una imagen pequeña dotada de un intenso brillo,
como si estuviera hecha de luz. Esto nos ayudará a evitar la somnolencia o la
pereza mental. Por otro lado, también debemos conferir a esa imagen un peso.
Atribuir cierto peso a la imagen resulta útil para evitar la tendencia natural de
la mente a la inquietud.
Cualquiera que sea el objeto de meditación elegido, la concentración
debe poseer dos cualidades: estabilidad y claridad. El enemigo natural de la
estabilidad es la excitación, la dispersión, uno de los aspectos del apego. La
mente se distrae a menudo con pensamientos asociados a objetos que
deseamos, lo que dificulta el desarrollo de la estabilidad necesaria para
permanecer verdadera y serenamente concentrados en el objeto elegido. La
claridad, por otro lado, se ve a menudo desafiada por la lasitud mental,
tendente a ralentizar el funcionamiento de la mente.
Desarrollar la calma duradera implica dedicar un prolongado esfuerzo,
hasta dominar el proceso por completo. Se dice que es esencial disponer de un
entorno tranquilo y de amigos que nos ayuden. Debemos dejar a un lado las
preocupaciones mundanas ? familia, negocios o relaciones sociales ? y
dedicarnos exclusivamente a desarrollar esta capacidad de concentración. Al
principio, es mejor plantearse muchas sesiones de meditación de escasa
duración durante el curso del día: de diez a veinte sesiones de entre quince y
veinte minutos. A medida que se desarrolla la capacidad de concentración,
podremos ir alargando las sesiones y reducir su frecuencia. Debemos
sentarnos en una posición de meditación formal, con la espalda recta. Si se
persiste con diligencia en esta práctica es posible llegar a la calma duradera en
unos seis meses.
Un meditador debe aprender a aplicar antídotos a los obstáculos que se
le presenten. Cuando la mente parece excitarse y empieza a fijarse en algún
recuerdo agradable o alguna obligación inmediata, hay que detenerla y
devolver su atención al objeto elegido. Al principio, resulta difícil desarrollar
la calma duradera, ya que mantener la mente concentrada en el objeto durante
más de un momento ya supone un esfuerzo insoportable. La conciencia sirve
para redirigir la mente, devolviéndola una y otra vez a su objeto. Una vez
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
62
centrada la mente, la conciencia la mantiene allí, sin permitir que varíe su foco
de atención.
La introspección asegura que la concentración se mantenga estable y
clara. Mediante la introspección somos capaces de detener la mente cuando
esta se dispersa o excita. A veces, las personas muy enérgicas se muestran
incapaces de mirar a su interlocutor a los ojos mientras hablan: no paran de
dirigir la mirada a un lado y a otro. Con la mente dispersa sucede algo
parecido: no puede fijar la atención debido al nerviosismo. La introspección
nos permite concentrarnos en el interior y tranquilizar un poco la mente,
disminuyendo así la excitación mental. Eso restablece la estabilidad.
La introspección también descubre cuándo la mente cae en la lasitud o
el letargo, empujándola de vuelta al objeto en que debe concentrarse. Eso
supone un problema para aquellos que son apáticos por naturaleza: su
meditación pasa a ser demasiado relajada, carente de vitalidad. La
introspección vigilante permite elevar la mente mediante pensamientos
alegres, aumentando así la claridad y la agudeza mental.
A medida que empezamos a cultivar la calma duradera, resulta evidente
que mantener la atención en el objeto elegido, aunque solo sea durante un
breve período de tiempo, es ya todo un desafío. No hay que desanimarse: se
trata de un signo positivo ya que, al menos, hemos caído en la cuenta de la
actividad extrema que agita la mente. Si perseveramos en la práctica y
aplicamos con eficacia la concienciación y la introspección, podremos
prolongar la duración de esa difícil concentración manteniendo a la vez la
alerta, la vitalidad y la vibración del pensamiento.
Existen muchos tipos de objetos, materiales y conceptuales, que pueden
usarse para desarrollar la concentración. Se puede cultivar la calma duradera
tomando la conciencia en sí misma como centro de la meditación. No
obstante, resulta difícil tener un concepto claro de lo que es la conciencia, ya
que su comprensión no puede proceder de una descripción meramente verbal.
La comprensión genuina de la naturaleza de la mente debe venir de la
experiencia.
¿Cómo cultivar esta comprensión?. Primero, debemos prestar atención a
los pensamientos y emociones experimentados, a la forma en que la
conciencia surge en nosotros, a la forma como trabaja la mente. Normalmente
experimentamos todo esto cuando interactuamos con el mundo externo: con
nuestros recuerdos o proyecciones de futuro. ¿Estás irritable por las mañanas?.
¿Cansado por las tardes?. ¿Marcado por el fracaso de una relación?.
¿Preocupado por la salud de tu hijo?. Deja todo esto a un lado. La verdadera
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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naturaleza de la mente, una clara experiencia de nuestro conocimiento, queda
ensombrecida en la vida cotidiana. Cuando meditamos sobre la mente,
debemos tratar de concentrarnos en el presente, evitando la intrusión de
experiencias pasadas en esa reflexión. La mente no debería dirigirse al pasado,
ni dejar que le influyan temores o esperanzas relacionados con el futuro. Una
vez prevenida la aparición de tales pensamientos lo que queda es el intervalo
entre los recuerdos de experiencias del pasado y las previsiones o
proyecciones de futuro. Este intervalo es un espacio vacío, y es en él donde
debemos concentrarnos.
Inicialmente, la experiencia de este espacio es solo fugaz. Sin embargo,
con la práctica, se va prolongando. Al hacerlo se aclaran los pensamientos que
obstruyen la expresión de la naturaleza real de la mente. De forma gradual, el
conocimiento puro empieza a ver la luz, haciendo cada vez mayor ese
intervalo, hasta que resulta posible saber qué es la conciencia. Es importante
comprender que la experiencia de este intervalo mental ? la conciencia vacía
de todo proceso de pensamiento ? no es una especie de lienzo en blanco. No
es lo que se experimenta durante el sueño profundo o cuando se es víctima de
un desmayo.
Al principio de la meditación, debería decirse a sí mismo: «No voy a
permitir que me distraigan pensamientos de futuro, anticipaciones, esperanzas,
o temores, ni dejaré que la mente vague hacia los recuerdos del pasado.
Permaneceré concentrado en este momento presente». Una vez cultivado ese
deseo, tomaremos como objeto de meditación el espacio entre pasado y futuro,
limitándonos a mantener la conciencia de él, libre de todo proceso de
pensamiento conceptual.
Los Dos Niveles de la Mente
La mente tiene dos niveles por naturaleza. El primero es la clara
experiencia de conocimiento que acabamos de describir. La segunda y última
naturaleza de la mente se experimenta con la constatación de la ausencia de
existencia inherente en la mente. Con el fin de desarrollar la concentración en
la naturaleza última de la mente, debemos empezar por tomar el primer nivel
? la clara experiencia de conocimiento ? como centro de la meditación. Una
vez alcanzado, se puede pasar a contemplar la falta de existencia inherente de
la mente. Lo que aparece en la mente es en realidad el vacío o la falta de toda
existencia intrínseca.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Este es el primer paso. Después, nos concentraremos en este vacío. Se
trata de una forma de meditación muy difícil que supone un duro reto. Se dice
que un practicante del máximo calibre debe primero cultivar una comprensión
del vacío y luego, basándose en esta comprensión, usar el propio vacío como
objeto de meditación. Sin embargo, resulta útil disponer de la cualidad que
hemos llamado calma duradera para que nos ayude a comprender el vacío a un
nivel más profundo.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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XII
LOS NUEVE ESTADIOS DE LA MEDITACIÓN
DE LA INMANENCIA SERENA
Sea cual sea el objeto de nuestra motivación, la naturaleza de la mente o
la imagen del Buda, el desarrollo de la inmanencia serena transcurre en nueve
estadios.
Primer Estadio
Implica posar la mente sobre el objeto y se le conoce con el nombre de
colocación. En este nivel cuesta mantener la concentración durante más de un
breve momento y sentimos que las distracciones mentales aumentan. A
menudo nos apartamos del objeto, llegando a olvidarlo por completo. Pasamos
más tiempo entregados a otros pensamientos y hay que realizar un intenso
esfuerzo para devolver la mente a su lugar.
Segundo Estadio
Se alcanza el segundo estadio cuando ya se ha conseguido mantener la
concentración durante unos minutos. A este estadio se le conoce como
colocación continua. Los períodos de distracción siguen siendo mayores que
los de concentración, pero experimentamos momentos fugaces de quietud
mental concentrada.
Tercer Estadio
Finalmente conseguimos detener la dispersión y devolver la mente a su
objeto. Nos hallamos en el tercer estadio: la recolocación.
Cuarto Estadio
Hacia el cuarto estadio llamado colocación cercana, ya hemos
desarrollado la conciencia hasta el extremo de no perder la concentración en el
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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objeto elegido. Sin embargo, seguimos mostrándonos vulnerables a períodos
de intensa lasitud y excitación. El principal antídoto es ser conscientes de estar
experimentándolos. Aunque somos capaces de aplicar antídotos a las
manifestaciones más obvias de lasitud y excitación, continúa existiendo el
riesgo de que aparezcan formas más sutiles de lasitud.
Quinto Estadio
El quinto estadio es el de la disciplina. En él se usa la introspección con
el fin de identificar la lasitud sutil y aplicar su antídoto. De nuevo, es la propia
conciencia de su existencia lo que supone el antídoto contra la lasitud.
Sexto Estadio
En el sexto estadio, el de la pacificación, la lasitud sutil ya ha
desaparecido. Por tanto, el énfasis se pone en aplicar el antídoto a la excitación
sutil. La introspección debe ser más poderosa, ya que el obstáculo es aún más
complejo.
Séptimo Estadio
Cuando, gracias a un esfuerzo continuo y constante, hemos llegado a
eliminar esas formas sutiles de la lasitud y la excitación, la mente ya no tiene
que permanecer siempre en estado de alerta. El séptimo estadio, pacificación
absoluta, ha sido alcanzado.
Octavo Estadio
Cuando, con cierto esfuerzo inicial, ya podemos posar la mente en su
objeto y somos capaces de mantenernos concentrados sin experimentar la
menor lasitud o excitación, hemos llegado al octavo estadio. Lo llamamos
único punto.
Noveno Estadio
El noveno estadio, la colocación equilibrada, se alcanza cuando la
mente se mantiene fija en el objeto sin el menor esfuerzo durante tanto tiempo
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
67
como deseamos. La verdadera inmanencia serena se alcanza una vez superado
el noveno estadio, gracias a una meditación continua en un objeto único hasta
experimentar la bendita fusión entre mente y cuerpo.
Resulta de gran importancia mantener un equilibrio en la práctica diaria
entre la aplicación de la concentración en un único objeto y el análisis. Si
enfatizamos la primera, podemos reducir nuestra capacidad analítica. Por otro
lado, si estamos demasiado concentrados en analizar, podemos frenar la
capacidad de cultivar la estabilidad, el hecho de permanecer concentrados
durante un prolongado período de tiempo. Debemos esforzarnos por hallar un
equilibrio entre la aplicación de la inmanencia serena y el análisis.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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XIII
LA SABIDURÍA
Ahora que ya hemos disciplinado nuestra mente de forma que podamos
permanecer perfectamente concentrados en un objeto de meditación, podemos
usar esta habilidad para penetrar en la sabiduría, particularmente en el vacío.
Aunque ya he mencionado el concepto de vacío a lo largo de este libro, me
gustaría profundizar un poco más en él.
El Yo
Todos tenemos un sentido claro de lo que es el «yo». Sabemos a quién
nos referimos cuando pensamos: «Voy a trabajar», «vuelvo a casa» o «tengo
hambre». Incluso los animales poseen la noción de identidad, aunque no
puedan expresarla con palabras de la misma forma que nosotros. Cuando
tratamos de identificar y comprender qué es este «yo», el tema se complica.
En la antigua India, muchos filósofos hindúes especulaban con la idea
de que este yo fuera independiente de la mente y el cuerpo de la persona. Para
ellos tenía que existir un ente que pudiera proporcionar continuidad a los
distintos estadios del yo: entre el yo joven, el yo adulto, o incluso el yo de una
vida pasada y el de una vida futura. Puesto que en todo caso el yo era
transitorio y caduco, se creía que debía de haber un yo unitario y permanente
que subyaciera en todos los estadios de la vida. Este razonamiento supuso la
base para propugnar la existencia de un yo diferenciado de la mente y el
cuerpo al que llamaron atman.
En realidad, ese concepto del «yo» es común a todos. Si nos detenemos
a reflexionar sobre la sensación del «yo», notaremos que lo situamos en el
núcleo de nuestro ser. No lo experimentamos como un ente compuesto de
brazos, piernas, cabeza y torso, sino como algo superior a todas estas partes.
Por ejemplo, yo no pienso en mi brazo como en yo, pienso en él simplemente
como mi brazo; y lo mismo sucede con la mente, es algo que pertenece a este
yo. Llegamos a reconocer que creemos en un «yo» autosuficiente e
independiente en el núcleo de nuestro ser, propietario de las partes que nos
componen.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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¿Qué tiene de malo esta creencia?. ¿Cómo puede negarse ese yo
inmutable, eterno y unitario que es independiente de la mente y el cuerpo?.
Los filósofos budistas sostienen que un yo puede ser entendido únicamente en
relación directa con el conjunto mente-cuerpo. Afirman que si existiera un
atman o «yo», este tendría que estar separado de las partes perecederas que lo
constituyen, la mente y el cuerpo, o bien tendría que formar un todo junto con
ellas. Sin embargo, si estuviera separado de la mente y del cuerpo, no tendría
la menor relevancia ya que no mantendría con ellos ninguna relación. Por otro
lado, sugerir la idea de que un yo permanente e indivisible pudiera constituir
un todo con las partes caducas que forman la mente y el cuerpo es ridículo.
¿Por qué?. Porque el yo es único e indivisible, mientras que las partes son
numerosas. ¿Cómo puede tener partes una entidad que no puede ser dividida?.
Así pues, ¿Cuál es la naturaleza de este yo con el que estamos tan
familiarizados?. Algunos filósofos budistas señalan el conjunto de las partes
de mente y cuerpo, considerando que su suma conforma el yo. Otros sostienen
que es el continuo fluir de la conciencia mental. Existe también la creencia de
que una facultad mental independiente, una «base mental de todo», es el yo.
Todas esas nociones no son más que intentos de reconciliar nuestra creencia
innata en un yo central con la insostenible solidez y permanencia que le
atribuimos.
El Yo y las Aflicciones
Si nos detenemos a examinar nuestras emociones, vemos que la raíz de
todo apego u hostilidad se halla en aferrarnos al concepto del yo: un yo
independiente y autosuficiente, con una realidad sólida. Cuanto más se
intensifica la creencia en este tipo de yo, mayor es el deseo de satisfacerlo y
protegerlo.
Por ejemplo, imaginemos que vemos en un escaparate un bonito reloj de
pulsera y entramos a preguntar por él. Si el vendedor deja caer el reloj,
pensaremos: «¡Vaya! El reloj se ha caído». El hecho no nos afectará
demasiado. Sin embargo, si hubiéramos comprado ya el reloj, es decir, si este
ya fuera «mi reloj», y se nos cayera sin querer, el impacto sería mucho mayor.
Nos sentiríamos como si el corazón fuera a salírsenos del pecho. ¿De dónde
procede este poderoso sentimiento?. La posesión surge directamente de la
noción del yo. Cuanto más fuerte es la sensación del «yo», más fuerte es la
sensación de que algo es «mío». Por eso es tan importante que nos esforcemos
en extirpar esa creencia en un yo independiente y autosuficiente. Una vez
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
70
somos capaces de cuestionar y disolver la existencia de ese concepto del yo,
las emociones derivadas de él también disminuyen.
La Carencia de Yo de Todos los Fenómenos
No son solo los seres sintientes los que carecen de un yo central. Lo
mismo sucede con todos los fenómenos. Si analizamos o diseccionamos una
flor, buscando la flor entre sus partes, no vamos a encontrar nada. Esto sugiere
que la flor no posee una realidad intrínseca. Lo mismo puede aplicarse a un
coche, una mesa o una silla. Incluso pueden aislarse los componentes de los
olores y los sabores hasta que la esencia propiamente dicha se pierde.
Y, sin embargo, no podemos negar la existencia de las flores y de su
dulce perfume. ¿Cómo se explica esto?. Algunos filósofos budistas han
explicado que la flor que percibimos es un aspecto exterior de nuestra
percepción de ella que solo existe en quien la percibe. Prosiguiendo con esta
interpretación, si tuviéramos una flor sobre la mesa, entre nosotros, la que yo
veo sería la misma entidad que mi percepción de ella, pero la que usted ve
sería un aspecto de su percepción de ella. El perfume de la flor que usted huele
formaría un todo con su sentido del olfato al experimentar esta fragancia. La
flor que yo percibo sería diferente de la que percibe usted. Aunque esta visión
«puramente mental», como se ha dado en llamar, disminuye enormemente
nuestra sensación de verdad objetiva, atribuye una gran importancia a la
conciencia. De hecho, ni siquiera la mente es real en sí misma. Constituida por
diferentes experiencias, estimulada por fenómenos diversos, resulta en última
instancia tan imposible de encontrar como todo lo demás.
El Vacío y el Origen Dependiente
¿Qué es, por tanto, el vacío?. Es simplemente esa imposibilidad de
encontrar: cuando buscamos una flor entre sus partes, nos vemos obligados a
enfrentarnos a la ausencia de dicha flor, que no es otra cosa que el vacío de la
flor. ¿Debemos colegir que no existe tal flor?. Claro que no. Buscar el núcleo
de cualquier fenómeno es, en última instancia, llegar a una apreciación más
sutil de su vacío, de su incapacidad de ser hallado. Sin embargo, el vacío de la
flor no es solo la nada que encontramos cuando inspeccionamos las partes que
la componen: es la naturaleza dependiente de la flor, o de cualquier otro objeto
que pongamos en su lugar, lo que define ese vacío. Eso es lo que se llama
origen dependiente.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
71
Los filósofos budistas han abordado la cuestión del origen dependiente
de distintas formas. Algunos lo definen en relación con las leyes de causaefecto:
si una flor es fruto de causas y condiciones, su existencia depende de
ellas. Otros interpretan la dependencia de manera más sutil. Para ellos un
fenómeno es dependiente cuando depende de sus partes de la misma forma
que nuestra flor depende de sus pétalos, su estambre y su pistilo.
Todavía hay una interpretación más sutil del origen dependiente. En el
contexto de una simple flor, las partes que mencionábamos antes y nuestro
pensamiento al reconocer y dar nombre a la flor son interdependientes. Lo uno
no puede existir sin lo otro. Son también mutuamente excluyentes, fenómenos
separados. Por lo tanto, si analizamos o buscamos la flor entre sus partes no la
encontraremos, pero la percepción de su existencia solo ocurre en relación con
las partes que le dan forma. Desde esta perspectiva, del origen dependiente se
pasa al rechazo de toda idea de existencia intrínseca o inherente.
Meditar Sobre el Vacío
Comprender el vacío no es nada fácil. En el Tíbet, las universidades
monásticas han dedicado años a su estudio. Los monjes memorizan
importantes sutra y comentarios escritos por célebres maestros hindúes y
tibetanos. Estudian con eruditos e invierten muchas horas en discutir sobre
ello. Para desarrollar nuestra comprensión del vacío debemos estudiarlo y
meditar sobre él. Es importante contar con la guía de un maestro cualificado,
uno que comprenda sin dudas la compleja naturaleza del tema en cuestión.
Como sucede con otros aspectos de este libro, la sabiduría debe
cultivarse con la meditación analítica además de la meditación contemplativa.
Sin embargo, en este caso, con el fin de profundizar en la conciencia del vacío,
no debemos alternar las dos técnicas sino unirlas. La mente debe concentrarse
en el análisis del vacío gracias a la inmanencia serena, esa habilidad que
acabamos de adquirir. A eso se le llama la unión de la inmanencia serena con
la penetración especial. Meditando así de forma constante, nuestra capacidad
de penetración evoluciona hacia la constatación real del vacío. Llegados a este
punto, hemos alcanzado ya el camino de la preparación.
Se trata de una aprehensión conceptual, ya que llegamos a ella a través
de la inferencia lógica. Sin embargo, supone un paso previo a la profunda
experiencia de percibir el vacío de forma no conceptual.
Cuando un meditador cultiva su aprehensión inferencia del vacío y
profundiza en ella consigue llegar al camino de la visión. Es entonces cuando
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
72
el sujeto ve el vacío de forma directa, con tanta claridad como distingue las
líneas que cruzan la palma de su mano.
Si se mantiene la meditación constante sobre el vacío, se progresa hasta
el camino de la meditación. No existen nuevos aspectos del vacío que deban
ser cultivados: el sujeto se limita a desarrollar y mejorar constantemente las
experiencias del vacío que ya ha alcanzado.
Los Niveles del Bodhisattva
Un practicante del Mahayana comienza su evolución a través de los
estadios que conducen a la condición del buda en el punto en que genera
bodhicitta. Como practicantes, debemos desarrollar todas las cualidades que
hemos explorado a lo largo de este libro. Una vez reconocidas las obras del
karma, debemos desistir de realizar acciones que nos dañen a nosotros o a
otros. Debemos reconocer que la vida es sufrimiento y poseer el profundo
deseo de trascenderlo. Sin embargo, también debemos tener la ambición
compasiva de liberar todo el sufrimiento experimentado por otros, por todos
aquellos atrapados en el lodo del ciclo de la vida. Debemos llegar a sentir esa
bondad cariñosa que consiste en el deseo de proveer a todos de la felicidad
suprema. Debemos sentir la responsabilidad de alcanzar esa iluminación
suprema.
En este punto, se ha llegado ya al camino de la acumulación. A la
motivación de la bodhicitta se le unen la calma duradera y la penetración
especial, experimentando a partir de ahí la inferencia del vacío que hemos
descrito más arriba. Estamos en el camino de la preparación. Durante el
camino de la acumulación y el camino de la preparación, un bodhisattva
atraviesa el primero de los tres incalculables eones de la práctica, acumulando
ingentes cantidades de méritos y profundizando la sabiduría propia.
Cuando el practicante ya percibe el vacío de forma no inferencial,
hallándose, pues, en el camino de la visión, podemos decir que ha alcanzado el
primero de los diez niveles del bodhisattva que conducen a la condición del
buda. Gracias a la continua meditación sobre el vacío, se llega hasta el
segundo nivel del bodhisattva y simultáneamente se sitúa en el camino de la
meditación. A medida que el practicante progresa a través de los primeros
siete niveles del bodhisattva, se dedica a un segundo eón incalculable de
acumulación de mérito y sabiduría.
Sobre los tres niveles restantes, el practicante concluye el tercer eón y
llega al camino del fin del aprendizaje. Ya es un buda plenamente iluminado.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
73
Los muchos eones de práctica que nos faltan no deberían desanimarnos.
Debemos perseverar, avanzar paso a paso, cultivando cada uno de los aspectos
de la práctica. Debemos ayudar a otros en el grado en que podamos y reprimir
el deseo de hacerles daño. A medida que disminuye el egoísmo que motiva
nuestros actos y crece nuestro altruismo nos volvemos más felices, al igual
que aquellos que nos rodean. Es así como acumulamos el mérito virtuoso que
necesitamos para alcanzar la condición del buda.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
74
XIV
LA CONDICIÓN DEL BUDA
Para buscar genuino refugio en las tres joyas, con el profundo deseo de
alcanzar la iluminación más elevada en beneficio de todos los seres sintientes,
es necesario que comprendamos la naturaleza de esa iluminación. Debemos,
por supuesto, reconocer que la naturaleza esencial de la vida mundana es estar
llena de sufrimiento. Conocemos la futilidad de empeñarnos en proseguir en
esa existencia cíclica, por tentador que esto pueda parecer. Nos preocupamos
por el sufrimiento que los otros experimentan constantemente y deseamos
ayudarles a superarlo. Cuando nuestra práctica está motivada por esta
aspiración, conduciéndonos hacia la iluminación última de la condición del
buda, nos encontramos en el camino del Mahayana.
El término «Mahayana» ha sido asociado a menudo a las formas de
budismo que emigraron al Tíbet, China y Japón. Este término se aplica a veces
también a diferentes escuelas filosóficas budistas. Sin embargo, uso aquí el
concepto de «Mahayana» en el sentido de las aspiraciones internas de un
practicante individual. La motivación más elevada que podemos albergar es la
de proporcionar felicidad a todos los seres sintientes, y el mayor esfuerzo en
que nos podemos embarcar es ayudarles a alcanzarla.
Los practicantes del Mahayana viven dedicados a alcanzar la condición
del buda. Se esfuerzan por eliminar los modelos de pensamientos ignorantes,
dañinos y egoístas que les mantienen alejados de esa iluminación completa,
ese estado omnisciente que les permite beneficiar a los otros. Los practicantes
se dedican a refinar las cualidades virtuosas, como la generosidad, la ética y la
paciencia, hasta el punto de que darían lo que fuera de sí mismos y se
someterían a cualquier prueba o injusticia con el fin de servir a otros. Más
importante aún, desarrollan su sabiduría: la aprehensión del vacío. Trabajan
para profundizar cada vez más en la aprehensión del vacío. Deben aguzar su
capacidad de penetración e intensificar la sutileza de su mente con el fin de
conseguirlo. No hay duda de que resulta difícil describir el proceso que les
sitúa ya al final del proceso. Basta decir que cuando la aprehensión del vacío
de la existencia inherente se convierte en algo más profundo, todo vestigio de
egoísmo desaparece y uno se acerca a la iluminación. Sin embargo, tenemos
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
75
que limitarnos a una aprehensión teórica hasta que comencemos a acercarnos
realmente a ella.
Cuando la mente de un practicante ya se ha librado del último resto de
malentendidos fruto de la ignorancia, estamos ya ante una mente pura, la
mente de un buda. El practicante ha alcanzado la iluminación. Una
iluminación que tiene, no obstante, un buen número de cualidades, a las que la
literatura budista se refiere con el nombre de cuerpos. Algunos de estos
cuerpos toman forma física y otros no. Estos últimos incluyen el cuerpo de la
verdad, el nombre por el que se conoce a la mente purificada. La cualidad
omnisciente de la mente iluminada, su capacidad de percibir constantemente
todos los fenómenos además de su naturaleza vacía de toda existencia
inherente es conocida como el cuerpo de la sabiduría de un buda. Y a la
naturaleza vacía de esta mente omnisciente se le ha dado el nombre del cuerpo
de la naturaleza de un buda. Ninguno de estos cuerpos (considerados como
aspectos del cuerpo de la verdad) tiene forma física; todos han sido alcanzados
a través de la «sabiduría» del camino.
Tenemos también las manifestaciones físicas de ese estado de
iluminación. Entramos aquí en un ámbito que a muchos les resulta difícil de
entender. Estas manifestaciones reciben el nombre de los cuerpos formales del
buda. El cuerpo del gozo del buda es una manifestación con forma física, pero
resulta invisible para casi todos nosotros. El cuerpo del gozo puede ser
percibido únicamente por seres muy elevados, bodhisattva cuya profunda
experiencia de la verdad última está motivada por el intenso deseo de alcanzar
la condición del buda para la salvación de todos.
Desde este cuerpo del gozo emana espontáneamente un número infinito
de cuerpos. A diferencia del cuerpo del gozo, estas manifestaciones son
visibles y resultan accesibles para los seres humanos, seres como nosotros. Es
gracias a los cuerpos de emanación que un buda nos presta su ayuda. En otras
palabras, estas manifestaciones son formas del ser iluminado, que existen
exclusivamente para beneficiarnos. Llegan a existir en el momento en que el
practicante alcanza la iluminación absoluta como resultado de su aspiración
compasiva de ayudar a los otros. Es gracias a estas emanaciones físicas que un
buda enseña a los otros el método gracias al cual ha alcanzado su estado de
libertad del sufrimiento.
¿Cómo nos ayuda el buda a través de estos cuerpos de emanación?.
Principalmente, gracias a la enseñanza. El Buda Shakyamuni, aquel que
alcanzó la iluminación bajo el árbol Bodhi hace dos mil quinientos años, era
un cuerpo de emanación.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
76
La explicación de los diferentes aspectos referidos al estado iluminado
del buda puede sonar un poco a ciencia ficción, en especial si exploramos las
posibilidades de infinitas emanaciones de infinitos budas que se manifiestan
en infinitos universos para ayudar a un número infinito de seres. Sin embargo,
a menos que nuestra comprensión del buda sea lo bastante compleja para
abrazar estas facetas cósmicas de la luz, el refugio que consigamos en él
carecerá de la fuerza necesaria. La práctica del Mahayana, en la que nos
comprometemos a proporcionar felicidad a todos los seres vivos, es una
empresa enorme. Si nuestra comprensión del buda se limitara a la histórica
figura de Shakyamuni, estaríamos buscando refugio en alguien que murió
hace mucho tiempo y que ya no tiene el poder de ayudarnos. Para que nuestro
refugio sea verdaderamente poderoso, debemos reconocer los distintos
aspectos del estado de un buda.
¿Cómo explicar esta continuación eterna de la existencia de un buda?.
Echemos un vistazo a nuestra propia mente. Es como un río, un continuo fluir
de momentos de conocimiento que se encadenan unos con otros. La corriente
formada por esos momentos de conciencia fluye hora tras hora, día tras día,
año tras año, y, de acuerdo con la filosofía budista, vida tras vida. Aunque el
cuerpo no puede acompañarnos una vez agotada la fuerza que nos da vida, los
momentos de conciencia continúan, a través de la muerte y finalmente hacia la
siguiente vida, cualquiera que sea su forma. Esta corriente de conciencia está
en cada uno de nosotros, y no tiene ni principio ni fin. Nada puede detenerla.
En este sentido se diferencia de emociones como la ira y la pasión, que pueden
ser eliminadas aplicando el antídoto adecuado. Es más, se habla de la pureza
de la naturaleza esencial de la mente; los elementos que la contaminan pueden
ser eliminados, logrando así que esa pureza sea eterna. Esta mente, libre de
toda contaminación, es un cuerpo de la verdad del buda.
Si contemplamos desde esta perspectiva el estado de iluminación
absoluta, crece nuestro aprecio de la magnitud del buda, al igual que nuestra
fe. Al reconocer las cualidades de un buda, se intensifica nuestra aspiración de
alcanzar ese estado. Llegamos a apreciar el valor y la necesidad de ser capaces
de emanar de distintas formas con el fin de ayudar a infinitos seres. Esto nos
da la fuerza y la decisión necesarias para llegar a alcanzar esa pureza mental
que confiere la luz.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
77
XV
GENERAR LA BODHICITTA
La ceremonia para generar que una mente altruista desee la iluminación
no es en absoluto compleja. Su propósito es reafirmar y estabilizar nuestras
aspiraciones de alcanzar la condición del buda para así salvar a todos los seres
vivos. Esta confirmación resulta esencial para mejorar la práctica de la
compasión.
Comenzamos la ceremonia visualizando la imagen del Buda y, una vez
que esta aparece nítidamente en nuestra mente, intentamos imaginar que el
Buda Shakyamuni está en realidad aquí delante de nosotros. Le imaginamos
rodeado por los grandes maestros hindúes del pasado: entre ellos Nagarjuna,
que estableció la Escuela Intermedia de Filosofía Budista aportando la
interpretación más sutil del vacío, y Asanga, el principal maestro de la rama
que toma en consideración el aspecto del «método» vasto de nuestra práctica.
También imaginamos al Buda rodeado por maestros de las cuatro tradiciones
del budismo tibetano: Sakya, Gelug, Nyingma y Kagu. Pasamos a vernos
rodeados por todos los seres sintientes. El escenario va está dispuesto para
generar que la mente altruista desee la iluminación. Los practicantes de otros
cultos pueden participar en la ceremonia cultivando la calidez de corazón y
una actitud altruista hacia todos los seres sintientes.
Siete Pasos de la Práctica
La ceremonia da comienzo con un ritual en el que se acumula el mérito
y se elimina toda negatividad. Para ello debemos reflexionar sobre los puntos
esenciales de los siete pasos de la práctica.
Primer Paso: Homenaje
El primer paso consiste en rendir un homenaje al Buda, reflexionando
sobre las cualidades iluminadas de su cuerpo, su discurso y su mente. Como
muestra de devoción y de fe en él podemos postrarnos o inclinarnos ante
nuestra visión interna del Buda. Al mostrar nuestro respeto más sincero,
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rendimos también homenaje a las cualidades del Buda que tenemos en el
interior.
Segundo Paso: Ofrenda
El segundo paso toma la forma de una ofrenda. Podemos ofrecer objetos
materiales o simplemente imaginar que estamos regalando preciosos objetos a
la asamblea sagrada que hemos visualizado ante nosotros. El presente más
profundo y significativo que podemos ofrecer es el de nuestra práctica
espiritual constante. Todas las cualidades que hemos acumulado son el
resultado de las acciones virtuosas realizadas: actos de compasión, de cuidado,
incluso una mera sonrisa hacia alguien que sufre... A ellos se unen los
llamados actos positivos del lenguaje: palabras amables, cumplidos y
expresiones de consuelo que hemos dirigido a los otros. También ofrecemos
nuestros actos mentales de virtud. El deseo de actuar de forma altruista, de
cuidar al prójimo, la compasión más profunda y la fe más sincera en la
doctrina del Buda se hallan entre estos presentes. Todos son actos mentales de
virtud. Podemos imaginarlos en forma de objetos hermosos y valiosos que
ofrecemos al Buda y a ese entorno de luz que visualizamos ante nosotros.
Podemos ofrecer mentalmente el universo entero, el cosmos y el ambiente que
nos rodea, con sus selvas, montañas, praderas y campos de flores. Podemos
ofrecerlos, mentalmente, aunque no sean de nuestra propiedad.
Tercer Paso: Confesión
El elemento clave en toda confesión consiste en reconocer las acciones
negativas cometidas, los errores en los que hemos incurrido. Deberíamos
cultivar una profunda sensación de arrepentimiento y luego tomar la firme
resolución de no caer de nuevo en esa conducta no virtuosa en el futuro.
Cuarto Paso: Júbilo
El cuarto paso es la práctica del júbilo. Al concentrarnos en nuestras
acciones virtuosas del pasado, los logros conseguidos nos llenan de alegría.
Deberíamos asegurarnos de no lamentar nunca ninguna acción cometida, sino
derivar de ellas un alegre sentimiento de satisfacción. Aún más importante,
deberíamos regocijarnos en las acciones positivas de otros, sean seres
inferiores o más débiles, superiores o más poderosos, o iguales. Es importante
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que nos aseguremos de que nuestra actitud hacia los otros no se vea
ensombrecida por la competitividad o la envidia: deberíamos sentir la más
pura admiración y una gran alegría por sus cualidades y logros.
Quinto y Sexto Pasos: Petición y Súplica
En los dos pasos siguientes pedimos al Buda que nos enseñe y que gire
la rueda del dharma en beneficio de todos, y luego le suplicamos que nadie
busque el nirvana únicamente para sí mismo.
Séptimo Paso: Dedicación
Séptimo y último paso. Todo el mérito y el potencial positivo que
hemos creado de todas las ramas precedentes de la práctica y de otras acciones
virtuosas se dedican a nuestro objetivo espiritual más elevado: la consecución
del estado del buda.
Habiendo emprendido la práctica preliminar en estos siete pasos, ya
estamos listos para comenzar la generación de la mente altruista que desea la
iluminación. El primer verso de la ceremonia empieza con la presentación de
la motivación adecuada:
Con el deseo de liberar a todos los seres
Los dos siguientes versos identifican los objetos del refugio ? el Buda,
el dharma y el sangha ?, y además establecen el período de tiempo que debe
dedicarse a la búsqueda de dicho cobijo:
siempre iré en pos del refugio del Buda, el dharma y el sangha
La segunda estrofa expresa la génesis real de esa mente altruista que va
en busca de la iluminación.
Extasiado ante la sabiduría y la compasión,
hoy en presencia del Buda
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Estos versos enfatizan la importancia de unir sabiduría y compasión. La
iluminación no es una compasión carente de sabiduría ni sabiduría que ha
olvidado la compasión. Nos referimos en especial a la aprehensión directa del
vacío. Haber experimentado el vacío, o cuando menos haber llegado a una
comprensión intelectual o conceptual de él, sugiere la posibilidad de poner fin
a una existencia sin iluminación. Cuando dicha sabiduría complementa nuestra
compasión, la cualidad que se desprende es aún más poderosa. La palabra
«extasiado» sugiere una compasión activa y comprometida, no un mero estado
mental. El verso siguiente:
hoy en presencia del Buda
sugiere que hay una aspiración a alcanzar la condición real del buda. También
puede significar que llamamos la atención de todos los budas para que sean
testigos de este acontecimiento, diciendo:
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
La estrofa final, escrita por el maestro hindú del siglo VIII Shantideva
en su obra La presentación de la conducta del bodhisattva, dice así:
Hasta que permanezca el espacio,
hasta que permanezcan los seres sintientes, hasta entonces,
permaneceré yo también, y disiparé las miserias del mundo.
Estos versos expresan un sentimiento poderoso. Un bodhisattva debería
verse a sí mismo como una posesión de otros seres sintientes. De la misma
manera que los fenómenos del mundo natural están en él para ser disfrutados y
utilizados por otros, también nuestro ser y existencia debería estar disponible
para los demás. Solo cuando empezamos a pensar en esos términos podemos
desarrollar el poderoso sentimiento de «dedicar todo mi ser al beneficio de los
otros, pues existo solo para su beneficio». Dichos sentimientos se expresan en
acciones que beneficien a otros seres sintientes, y en el proceso en que
satisfacemos nuestras propias necesidades. Por el contrario, si vivimos toda
nuestra vida bajo el yugo del egoísmo jamás lograremos alcanzar esas
aspiraciones centradas en nosotros, y mucho menos el bienestar ajeno.
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Si el Buda Shakyamuni, el Buda histórico a quien reverenciamos,
hubiera seguido centrado en sí mismo como lo estamos nosotros, ahora le
estaríamos tratando como a uno más, diciéndole: «Cállate. No molestes». Pero
este no es el caso. Shakyamuni eligió abandonar su egoísmo y darse a los
demás, y es por ello que le consideramos digno de respeto.
El Buda Shakyamuni, los ilustres maestros hindúes Nagarjuna y
Asanga, y los principales maestros tibetanos del pasado lograron su estado de
iluminación como fruto de un cambio radical de actitud hacia sí mismos y
hacia los otros. Buscaron refugio. Se dedicaron al bienestar de los demás seres
sintientes. Llegaron a ver la autocomplacencia propia y el apego a uno mismo
como dos enemigos, fuente de toda acción no virtuosa, y lucharon contra ellos
hasta eliminarlos. Ahora, estos grandes seres se han convertido en objetos de
nuestra admiración y modelos a emular. Debemos seguir su ejemplo y trabajar
en la extirpación del egoísmo y el apego al yo.
Así pues, teniendo en mente estos pensamientos y reflexionando sobre
ellos, leamos tres veces los siguientes versos:
Con el deseo de liberar a todos los seres siempre iré en pos del refugio
del Buda, el dharma y el sangha
hasta alcanzar la iluminación completa.
Extasiado ante la sabiduría y la compasión,
hoy en presencia del Buda
genero que la mente desee el despertar absoluto para beneficio de
todos los seres sintientes.
Hasta que permanezca el espacio,
hasta que permanezcan los seres sintientes,
hasta entonces, permaneceré yo también,
y disiparé las miserias del mundo.
Eso constituye la ceremonia que da lugar a que la mente altruista desee
la iluminación. Deberíamos tratar de reflexionar sobre el significado de estos
versos diariamente, o siempre que encontremos el momento. Yo lo hago y
debo reconocer que es de vital importancia en mi práctica espiritual.
Gracias.
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EPÍLOGO
En agosto de 1991, el Centro Tíbet y la Fundación Gere tuvieron el
inmenso honor de ser los anfitriones de Su Santidad el Dalai Lama durante las
dos semanas de enseñanzas que este ofreció en la ciudad de Nueva York.
Dichas conferencias tuvieron lugar en el Madison Square Garden y
culminaron en la iniciación Kalachakra, uno de los rituales más importantes
del budismo tibetano.
Kalachakra significa «rueda del tiempo». Las ruedas del tiempo
siguieron girando, y, aprovechando la visita a India que realizamos en la
primavera de 1997, invitamos a Su Santidad a volver a Nueva York con el fin
de conmemorar la iniciación realizada hacía seis años. Su Santidad aceptó de
inmediato y se fijó una fecha para el viaje, aunque no se especificó ningún
tema concreto como núcleo de sus enseñanzas.
Nos encontramos con Su Santidad un año después. En ese momento se
había suscitado una gran polémica acerca del tema sobre el que versarían sus
charlas. Inicialmente le pedimos que nos hablara del vacío, el tema más
profundo y desconcertante de toda la filosofía budista. Sin embargo, tras
meditarlo mejor, creímos que un tema más general sería más beneficioso para
todos: uno que proporcionara una visión completa del camino budista pero
que a la vez resultara accesible para aquellas personas que profesan otros
cultos. Convencido de que el auditorio se beneficiaría de sus enseñanzas sobre
el estilo de vida de un bodhisattva, Su Santidad optó por combinar la obra de
Kamalashila, Las etapas de la meditación, y la de Togmay Sangpo, Las treinta
y siete prácticas de los bodhisattva.
Los tres días de enseñanzas tuvieron lugar en el teatro Beacon, situado
en el Upper West Side de Manhattan, ante tres mil personas. Debido al respeto
que sentía por la doctrina que estaba impartiendo, Su Santidad nos ofreció sus
enseñanzas desde un trono. Fueron muchas las personas que se postraron ante
él como dicta la tradición y realizaron ofrendas simbólicas como parte de la
petición formal de instrucción. Transcurridos estos tres días, Su Santidad dio
una charla de carácter más informal en el Central Park. La organización de
este acto resultó ser una empresa agotadora que requirió la colaboración de la
policía de la ciudad, la policía estatal y agentes federales. Cientos de
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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voluntarios brindaron su ayuda desinteresada con el fin de que pudiera
llevarse a cabo.
Finalmente, llegó la mañana del domingo. Presa de la ansiedad,
acompañamos en coche a Su Santidad hasta la entrada al Central Park situada
en el East Meadow, justo en la esquina entre la Quinta Avenida y la calle
Noventa y ocho. Cuando Su Santidad preguntó cuánta gente se esperaba
reunir, le contestamos que estaríamos encantados si lográbamos convocar de
quince a veinte mil personas, pero que en realidad no teníamos ninguna
previsión. A medida que íbamos ascendiendo por la avenida Madison,
observábamos las calles adyacentes para ver si había en ellas rastro de gente.
Al acercarnos a la calle Sesenta y ocho empezamos a ver una multitud de
personas en la acera caminando en dirección al parque.
Llevamos a Su Santidad hasta la tienda situada detrás del escenario y
cuando miramos entre las cortinas quedamos abrumados al comprobar que
todo el East Meadow estaba al borde de su capacidad. Era una visión hermosa
y emocionante a la vez. Después supimos que más de doscientas mil personas
se habían reunido allí pacíficamente. La zona estaba llena de bendiciones. La
lluvia que cayó el día anterior había cesado. Con un poderoso equipo de vídeo
y sonido dispuesto para proyectar sus enseñanzas hacia la inmensa multitud,
Su Santidad subió a un escenario cuyos únicos elementos decorativos eran
unas cuantas flores y una simple silla de madera colocada en el centro.
Su Santidad prefirió hablar en inglés, y con un estilo libre de florituras
inspiró a todos los presentes a comprometerse en el camino de la virtud. Estoy
seguro de que muchos de los presentes aquella mañana han generado
bodhicitta, la aspiración de alcanzar la iluminación absoluta con el fin de
ayudar a los otros. Imaginamos que, al volver a casa, todo el auditorio
compartió la experiencia con su familia v sus amigos, inspirando así un mayor
número de acciones virtuosas. Otros muchos leyeron reportajes sobre el acto o
lo presenciaron por televisión. En consecuencia, podemos decir que esa
mañana el Central Park generó millones de buenos pensamientos en millones
de seres humanos.
De acuerdo con la creencia budista, incontables budas y bodhisattva
fueron testigo de esos pensamientos virtuosos que nacieron de todos los
congregados en el Central Park. Creemos que budas y bodhisattva de todo el
mundo rezaron para que esas buenas acciones no se perdieran y todos los seres
progresaran en su camino espiritual.
Cuando Su Santidad completó sus enseñanzas, rezamos para que, como
fruto de la virtud acumulada por ese acontecimiento, naciera Maitreya, el
Dalai Lama – El Arte de la Compasión
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Buda futuro, y manifestara el logro de su iluminación, para que la sabiduría
floreciera en el intelecto de todos los presentes y para que fueran satisfechas
todas sus necesidades. Oramos para que Maitreya estuviera tan complacido
que apoyara la mano derecha sobre la cabeza de cada persona y les advirtiera
de la inminencia de su próxima iluminación.
Cuando nos alejamos del Central Park, Su Santidad nos dio las gracias
por haber organizado ese acto y nosotros también expresamos nuestra gratitud
hacia él por su presencia. Ya había compartido con nosotros en el pasado la
soledad que sintió cuando tuvo que huir a India en 1959: refugiado,
prácticamente sin amigos, viendo su hogar ocupado por el ejército chino y a su
gente víctima de un brutal y sistemático genocidio. Ahora, unos cuarenta años
después, y solo gracias a la verdad que desprenden sus palabras y al
compromiso de su buen corazón, tenía buenos amigos en todas partes.
El tema de la charla de Su Santidad, Ocho versos para entrenar la
mente, trata sobre una elevada práctica budista. Tradicionalmente, una charla
de este tipo jamás se habría dado en público ni a un auditorio tan numeroso.
Estábamos encantados de ver a tanta gente deseosa de escuchar, aunque a la
vez nos dábamos cuenta de que el contenido era denso y difícil de
comprender. ¿Cómo podrían muchos de los presentes aplicar esas sabias
palabras?.
No sería justo olvidar aquí el esfuerzo realizado por Rato Geshe
Nicholas Vreeland para editar el libro que recoge los tres días de enseñanzas
de Su Santidad en el teatro Beacon y su charla en el Central Park. Gran parte
del material es complejo, fuera del alcance de la mayoría. Cuando
comentamos estas dificultades inherentes al contenido Su Santidad aconsejó a
Nicholas que «se fiara de su propia intuición» y tuviera cuidado de no
distorsionar la profundidad y la pureza que residen en el mensaje de sus
enseñanzas. Nicholas lo ha logrado con creces, y es a él a quien hay que
atribuir el mérito de este libro.
Pero no podemos acabar estas páginas sin expresar una vez más nuestro
más profundo agradecimiento a Su Santidad el Dalai Lama por sus valiosas
enseñanzas. Ojalá este libro nos ayude a controlar la mente y a abrir el corazón
hacia todos los seres.
Jyongla Rato y Richard Gere.

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