EL TIGRE MELE
(Premiado en 1997. Primer premio en el Certamen "Vivir en democracia". Santa Rosa, La Pampa, República Argentina)
Destilaba un odio antiguo.Nunca lo había visto así a Mele, poseído de una furia homicida. Bandeado de tinto, sacudía por el cuello de la camisa ensangrentada al Puma Olivera que, boca arriba en el piso, empalidecía rápidamente, tironeado del otro lado por la Parca. La trama que con sabia paciencia tejen el tiempo y el destino, se parece mucho a un laberinto sin disyuntivas. Cumplimentando otro ciclo de la eternidad, la memoria de las cosas se servía de alguien para comprobar que en las vidas sin metáfora, la conjetura no revela nada que no sea un acabado destino, suficientemente conocido, en la infinita continuidad de los espejos de la historia. Esta noche, el odio, en definitiva, es la anécdota sin tiempo, tan importante como los malvones o el farol de la esquina; sólo la muerte era necesaria y llegó puntual. Los gritos de Mele, apuntando al centro del silencio de los parroquianos, conmovidos todavía, eran la pincelada más grosera de ese patético cuadro. Basura, guapo de cartón, malandra de cuarta, vociferaba. De pie, Olivera no le hubiera permitido a nadie esas injurias sin abrirle una sonrisa en la carretilla o envainarle la daga en las tripas, tan silencioso y fatal como cuando bebía su ginebra, con el antebrazo izquierdo sobre el estaño, con sus ojos negros espiando escondidos entre el chambergo y el pañuelo blanco. Tan justo a él y en "La cortada", templo de los cuchilleros, este cobarde lo iba a basurear tan tranquilo, como si por el revés del naipe le conociera las cartas. Un maula que anduvo siempre de alcahuete del patrón del barrio, cualquiera que fuere. Le decían "Tigre", pero no por lo valiente sino por lo rayado. Lo he visto irse a baraja delante de su mina después de que le propinaran un simple y módico cachetazo. Si andaba bien con el ocasional pesado que era patrón y soto en ese momento, la reivindicación no tardaba en llegar y otro hacía por él lo que su temple falluto no le permitía. El Puma Olivera fue su contracara. Tenían la misma edad y alcanzaron un fracaso escolar contemporáneo. La primaria les dejó unas pocas letras y la infancia en los andurriales la misma escasa vocación por el laburo que tenemos todos acá. En este mundo de mañanas lentas y domingos con organito; con vendedores ambulantes, con los mocosos yirando en las veredas y sus madres, de batón y sin pintar, con la bolsa de las compras al mediodía; en este mundo de tardes sin apuro, de mates y cervezas y de noches de escolazo y vinos violentos, de puñal rápido y sin preguntas, ganarse el lugar que se había ganado Olivera no es fácil. Aquí todo es historia chica, miserable, resultado de la comprensible diferencia entre la arcilla y el fango. Toda materia es corruptible pero donde se apagan los calificados olores urbanos, en los aledaños del asfalto, la pudrición es pestilente. El amor corrompido huele hediondo, eso es el odio entre nosotros. Aquí, el coraje se prueba con el pellejo, la cobardía se descubre rápido y el odio, ah, el odio se añeja e inexorablemente cumple su destino de sangre. El odio del Tigre Mele al Puma venía de antiguo, desde los primeros años de la escuela. La marca imborrable del primer tortazo que le dio la vida, utilizando al alumno Olivera de intermediario, latía intensamente en su arco superciliar derecho, como un reloj de rabia con una hora señalada, esperada pacientemente. Ese odio fue conveniente y puntualmente alimentado con prolijos sarcasmos y burlas tortuosas por Olivera cuando éste sólo era el Flaco, un adolescente ganador con las minas, sobrador porque le daba el cuero entre los muchachos de su edad. Con los años, se perfilaron las dos vidas que esta noche invirtieron sus papeles. Mele era un mandadero, un perdedor, viviendo el segundo plano de esta dimensión del suburbio, con la entrada prohibida a los bailongos, salvo que estuviera dispuesto a las peores humillaciones, como aquella vez en que se atrevió a presentar su anatomía al escarnio general en el Club Claridad y para colmo de males, con la rusita Elba, nuevita en estas cosas, virgen quiero decir. Primero fueron las burlas y las provocaciones, después apareció Olivera, con sus potentes veinte años, para desafiarlo a pelear por la rubia, que se achicaba detrás del pálido Mele, arrugándole el traje que estrenaba justo esa noche. Demás está decir que, como siempre, cobró tupido y, según dicen, la rusita recibió esa noche el bautismo de fuego, en el patio, entre húmedos y malolientes cajones de cerveza y de gaseosas. Al día siguiente, el padre de la rusita lo fajó por el estado en que le había devuelto a la nena y un día después, pasaba la rusita del brazo de Olivera. Más no podía pedir. Un mes estuvimos sin verlo, pero la verdad que la reaparición fue a toda orquesta. Un verdulero desconocido en el barrio, tuvo la mala idea de cruzar por el corazón de nuestro mundo una mañana de sábado, promoviendo a los gritos zapallo, papas, zanahorias, fruta fresca. Pasó apurado Mele, con un balde en la mano, dato de por sí curioso. Lo seguí con la vista. Iba derechito al carro del verdulero. Roció las ruedas enormes y los laterales de madera con el líquido que llevaba en el balde, encendió un fósforo y, en un segundo, el carro comenzó a arder. El verdulero, un tano bastante jovato, de pelo negro, enrulado, gritaba porca miseria, hico de putana y no sé que más y cuando éste pegó la vuelta, el tanito le zampó sobre la cola del caballo el resto del combustible y le arrojó un fósforo encendido. Si no se le acabó el combustible, el caballo todavía debe estar corriendo con el verdulero detrás. Ese día bautizaban por tercera vez a Mele: primero fue Darío, en la iglesia, después Tanito, en la escuela y desde aquella vez, Tigre, como dije, por lo rayado. De esas hizo unas cuantas, porque resultó un éxito entre los muchachitos del barrio, vagos aprendices de reo que se divirtieron mucho aquel sábado. Lo seguían a todos lados al Tigre, que disfrutó de un cuarto de hora glorioso, si bien rodeado de chicos en la edad del pavo. Pero los años pasan rápido y no se puede andar con pendejadas a los veintisiete años. Si el cuero no se ha curtido en amores y entreveros, mala suerte. Y al pobre Mele no le quedó más remedio que buscar cobijo bajo el ala del Taita Pacheco, que por entonces era el cuchillo que a filo y contrafilo se había ganado la consideración y el respeto del sur de la ciudad. Muchos decían que el barrio le quedaba chico, pero Pacheco nunca salió de él. Es decir, salió una sola vez, envuelto en un sobretodo de pino, rumbo al cementerio de Flores, cuando lo difunteó Olivera, día en que otra vez se cruzaron los destinos del Puma y el Tigre en el laberinto infinito. Muerto su protector, el Tigre se deshizo en alcahueterías y halagos, en interminables brindis por el vencedor de un duelo inobjetable. Si hubiera tenido el estómago lleno, Olivera vomitaba. No era un tipo de soportar esas agachadas, sobadas de lomo que no cuadraban en un hombre. Pero el impulso atávico que nos empuja a disfrutar del placer de someter, de humillar, de dominar, de perdonar y obsequiar, para ser un cachito Dios, admitió al Tigre Mele como ladero de Olivera. Yo, que hablaba muy poco con el Puma, mucho menos después de su consagración, advertía esa mezcla de atracción y repulsión que los unía. El amo y el esclavo. El desprecio del dominador por el dominado; el odio del dominado hacia el dominador. Olivera, al menos, jugaba su rol con coherencia, su desprecio era sincero, en cambio, necesariamente hipócritas eran las zalamerías del esclavo, que debía disfrazar su odio de alguna manera. Un odio que le iba a causar al Puma la peor ofensa de su vida, pero justo en el límite exacto de la nada, permitiéndole sólo el gesto crepuscular, descolorido, de quien se va de viaje sin desearlo, como a un exilio, como sombra sin materia que la justifique o, en todo caso, la redima. Un lento proceso de acumulación juntó resentimientos en el alma del Tigre. No era todo gratuito, claro. Había una larga historia de delantales rotos, aquella piña que latía como un corazón palpitante en la ceja, como un asma que ahogaba en plena furia y prometía venganza, las mofas y más de un cachetazo a destiempo. Pero también estaba el miedo, que acecha las débiles fibras de los cobardes, que se arrugan y retraen y convierte al tigre en víbora que arrastra su vergüenza por una selva de corajudos y cuchillos. Pero el odio crece hasta doler, hasta volverse insoportable y es capaz de dar impulsos insospechados. Por odio, los hombres han cometido los crímenes más despreciables y concretado las hazañas más sorprendentes. Y el Tigre acumulaba odio. Mucho. Demasiado. De todas maneras, el destino de cada uno está atado a un equilibrio universal que repudia el caos. Para no decirlo con palabras de aquel guapo que se frustró porque hizo la secundaria, y terminó siendo una postal en la esquina rosada, allá por Palermo, contra un ocaso amarillo, digo que rompería el orden del universo la muerte de un guapo en su cama y de viejo. Como tantos, como Pacheco a su cuenta, Olivera tenía marcado el destino y los hombres cabales lo cumplen a horario, sin protestar, sin averiguar razones; simplemente están allí, a la hora de los decididos, sin trampas ni esquives. El Tigre Mele más de una vez soñó empuñar la daga que diera cumplimiento al sino ineluctable pero imaginándole gambetas a las bifurcaciones misteriosas que lo condenaban de antemano. Tantas veces en veintiocho años había pasado el tren para subirse... ¿Cuál sería el último? Yo tenía la razonable duda de que Mele, el triste tanito, se trepara alguna vez para lavar tanta deshonra aunque la gloria fuera efímera, aunque durara lo que el Puma tardase en desenvainar. Por eso, esta noche en que se cruzaron los destinos de dos hombres, a cuchillo, en una danza de brillos y contrafilos, con un resultado fatal pero que asegura el equilibrio del universo de los arrabales, miramos todos con algo de tristeza y repugnancia la escena. El Puma Olivera fue guapo de verdad. Fue digno de su sombra resentida y dura, compadre del hambre, pierna brava en el truco que apostaba todo. Por su coraje hoy le llevan flores al Taita Pacheco. Pero por lerdo, desde mañana le hará compañía. El Tigre Mele, el pusilánime, el cobarde, le reza ahora una letanía de injurias a la agonía de Olivera. "Basura, decime maricón, ahora, hijo de puta. Guapo de cartulina. ¿Te duele el tajo, malandrín fracasado?". Y lo cacheteaba con rabia, con la sangre agolpándosele en la cara, con la voz ya ligeramente ronca. Nunca lo había visto así a Mele. Se ponía de pie, lo calzaba en las costillas con un botinazo pero ya Olivera casi ni se quejaba. Y otra vez se arrodillaba. "Hijo de puta, burlate ahora. Pelá el facón. ¿Qué te pasa?" Y le golpeaba la cabeza contra el suelo a un puro recuerdo. "La Cortada" era en ese momento como una pintura, suspendida, estática, sin tiempo, sin voces. Los parroquianos hasta habían clausurado la respiración, calculando que algo faltaba todavía, una constante en la vida del Tigre Mele sin la cual el cuadro no estaba completo. El duelo fue terrible, a varias sangres, a muerte. Pero maté al Puma Olivera en una pelea justa. Fui el instrumento que le permitió huir del laberinto. Por eso me indignó el ataque de histeria de Mele, sus cobardes ofensas al despojo inerte de un hombre que se paró frente al destino para concluirlo no para esquivarlo. Sentí repulsión por su odio insignificante, incapaz de crucificarse para lavar su infamia. Entonces, le di el remate a la milonga que todos esperaban: alcé al Tigre de los pelos, le marqué prolijamente la cara en los dos carrillos, para siempre, y a planazos le cocí el cuero cabelludo. Recién entonces los estimados contertulios se pusieron en movimiento para los trámites de rigor. Yo pasaba a ocupar el sitio de Olivera, nada menos. Mañana será otro día, me dije, y sentí que Borges soplaba en mi oído "¡Y qué día, fiera, qué día!".