Gregorio A.

Rodenas es un hermoso pueblo de nuestra tierra turolense. Un bello lugar donde hastalas piedras arden cuando el sol las mira, como encendiendo su rojo colorido de vergonzosa doncella, ante un galán apuesto que la contempla y enamora. Allí todo es beldad y galanura. El viejo castillo, que naciera bravo guerrero cuando el glorioso califato de Córdoba, parece hoy una anciana madre que todavía creyera tener las fuerzas suficientes para darles cobijo y amparo a sus casas, acostadas como un hato a las horas bucólicas del sesteo. Admirando tanta donosura, estaba sentado en una piedra el tío Cachiles y me acerqué a rogarle, tras el ritual saludo, que me refiriese la antiquísima tradición de la Moricantada, y él con su amabilidad tan serrana, me refirió cuanto voy a contaros brevemente.

Hace mucho tiempo, antes de que sucediera el milagro de la alcaldesa, que relataba nuestro historiador Lázaro Polo, según escribiera el Rey Sabio de Castilla, cuando terminaba la primera centuria del siglo que ahora está por acabar, gobernado en el Emirato de Santa María de Albarracín desde el año 1.045, el notable Abdelmélik, hijo de Hudayl, nieto de Lubb, apodado "El sable de la dinastía", había nombrado a su hijo Yahia príncipe heredero, dándole el castillo de Arrodenes y el palacio de la Atalaya que estaba junto a la fortaleza.

El pueblo de Arrodenes, hoy Rodenas, era uno de los puntos clave en la defensa del Emirato y en él vivía Lázaro, un cristiano, viejo por su religión y por su edad, que había casado con Lirana, contando como hermoso fruto del matrimonio, una hija llamada Inés, cuya hermosura era proverbial entre los vecinos del contorno. Era el viejo Lázaro, un hombre que atesoraba gran cantidad de dinares de oro que ocultaba en algún rincón de su casa. El príncipe Yahia empezó a cortejar a la hermosa Inés, ya fuera movido por la belleza de la hija o por la riqueza del padre. A Yahia, lo describen sus coetáneos como un hombre ambicioso, poco dado al trabajo y mucho a la buena vida y a los placeres con las bellas huríes que su padre el Emir, encerraba en su Villa de las Fuentes junto al Wuadi Alabyad. Por eso el viejo Lázaro no creyó en las buenas intenciones del príncipe que le pidió una dote de 100 dinares de oro para casarse con Inés, que estaba prendada de la apostura de Yahia y se quedó apenada ante la negativa del padre.

Pero Lázaro era viejo y Lázaro murió. Lirana sufría viendo la tristeza de su enamorada hija, pero Lázaro sin revelar donde guardaba su tesoro. Solamente le había dejado a su mujer seis gallinas y un prado junto a la casa que llamaban “El Navajo”, con la promesa de que todos los días sacaría las gallinas a picotear el prado. Lirana cumplía con su tarea, muy a regañadientes, porque sentada mientras las gallinas picoteaban, sólo pensaba en la pena de su hija, corroída por el amor al hermoso príncipe Yahía. Hasta que un día, viedo a las gallinas picotear y escarbar la tierra, notó algo extraño que brillaba y al acercarse, se llevó la gran sorpresa pues las gallinas habían desenterrado un dinar de oro. Entró a la casa y tomando un azadón, empezó a cavar y salió una gran bolsa de piel de cabra, que contenía el tesoro que Lázaro había ocultado.

Lirana no perdió el tiempo y ofreció a Yahia los cien dinares que pedía por casarse con su hija. Yahia tomó los dineros y se llevó a Inés a la que situó en su palacio de la Atalaya. Todo parecía prometer felicidad, pero esta no llegó. Al poco tiempo Yahia volvió a pedir más dinares a la suegra, no para dar más felicidad a Inés, sino para gastarlos con sus amigos y mujeres, mientras Inés, recluida en su palacio sufría su abandono. Varias veces más el incansable Yahia siguió pidiendo dinero, hasta que Inés agobiada por su pena, murió en la soledad de su palacio. Entonces Lirana, para que el ambicioso príncipe no se aprovechara del dinero, lo escondió nadie sabe donde, y maldijo al hombre que no quiso aprovechar el amor de Inés a la que dejó morir en soledad, pero sí malgastó los dineros que recibía. Era el año 1.103, Yahia fue proclamado Emir, pero la maldición de Lirana pesaba sobre él y en abril del año siguiente fue destronado, teniendo que abandonar la tierra en la mayor de las miserias.

Desde entonces, las gentes del lugar, llamaron a la Atalaya la Moricantada, y siguen preguntándos en dónde estará enterrado el tesoro que Lirana ecndió y que tal vez algún día pudiera ser encontrado.

Texto extraido del Diario de Teruel del 27 de mayo de 1.998

 

 


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