Del amor y otras transparencias

Julio Carmona

Introducción

Como es notorio, el título de este artículo es una paráfrasis del título de la novela "Del amor y otros demonios".

1. Y lo usamos para destacar esa característica (la transparencia) del estilo de su autor, quien con esta novela no sólo ratifica su genialidad imaginativa sino, además, su virtuosismo poético. Y decimos ‘poético’ (y no sólo ‘narrativo’ o ‘literario’) porque en esta -como en casi todas las ficciones de él- hay poesía

2. Y es un tipo de poesía que el mismo García Márquez define en esta obra -por medio de uno de sus personajes, el médico Abrenuncio de Sa Pereira Cao, a quien atribuye la idea de ‘no admitir que la mentira sea una condición de las artes’

3. Y dice: «Cuanto más transparente es la escritura más se ve la poesía» (p. 45). Y esa ‘claridad’ invocada es una de las cualidades del libro aquí aludido. El mismo que es, para comenzar, una novela que tiene como tema dos tópicos muy comunes: el amor y la posesión demoniaca. Y, asimismo, otros subtemas de la misma índole, como por ejemplo el de una enfermedad
endémica (en este caso la rabia) ya usado en otra ficción de nuestro autor

4. o la inclusión de situaciones hiperbólicas -ya conocidas- de su mundo peculiar, macondino. Veamos algunas muestras

5. Aquí dice: «...despedía unas ventosidades explosivas y pestilentes que asustaban a los mastines» (p. 15). Y, en Cien años de soledad 6: «... no podía concebir que el muchacho que se llevaron los gitanos fuera el mismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitaban las flores» (p. 79). En la misma Cien años..., leemos: «... se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestido, sin quitarle la impresión de estar desnuda» (p. 184). Y en la novela que comentamos dice: «... andaba ... con un balandrán de sarga sin nada debajo que la hacía parecer desnuda que sin nada encima» (p. 15). Y una última prueba de esa reiteración la vemos con una frase usada también en Cien años...; la dice Ursula Iguarán al ir a visitar al coronel Aureliano Buendía a la escuela donde está recluido: «- Soy la madre del coronel Aureliano Buendía -se anunció. Los centinelas le cerraron el paso. ‘De todos modos voy a entrar’, les advirtió Ursula. ‘De manera que si tienen orden de disparar, empiecen de una vez’» (p. 103) Y en la novela que nos ocupa es un personaje masculino
-aunque con sotana- el que repite la última frase de la cita precedente: «‘Así me maten no me voy’, dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y agregó con voz firme: ‘De modo que si vas a gritar puedes empezar ya’» (p. 167) Es ésta una novela corta que deslumbra y hace olvidar esas reiteraciones de elementos o recursos ya conocidos, inclusive hace indulgir una contradicción
que, en cualquier otro caso, motivaría la descalificación, y que aquí vamos a consignar (como, así también, a develar un nivel implícito: el político).

La historia

Un rasgo relevante -y fácilmente percibible- en esta
ficción es la similitud que tiene con una anterior a
ella (Crónica de una muerte anunciada), en lo que se
refiere a los móviles o el origen que, en ambos casos,
es el ‘periodismo’, la noticia periodística de un
«hecho real»: la muerte del personaje principal,
enclavada en una maraña amorosa, es decir, un crimen
en la Crónica..., que no pasó de los anales
periodísticos de un «pueblo extraviado» de Colombia,
hasta que el novelista escudriñó en los vericuetos del
asunto; y la muerte -también envuelta en expedientes
amorosos- de una niña cuyo cadáver va a ser
descubierto después de doscientos años, noticia ésta
de que el autor da cuenta en las primera páginas del
libro, en una especie de prólogo. Leemos: «En la
tercera hornacina del altar mayor, del lado del
Evangelio, allí estaba la noticia». Y agrega:
«Mi abuela me contaba de niño la leyenda de una
marquesita de doce años cuya cabellera se arrastraba
como una cola de novia, que había muerto del mal de
rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en
los pueblos del caribe por sus muchos milagros. La
idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi
noticia de aquel día, y el origen de este libro» (p.
11).
En la novela -a diferencia que en la leyenda- la
marquesita no morirá de rabia sino de amor, y ayudada
a bien morir por el santo oficio del exorcismo: «La
guardiana que entró a prepararla para la sexta sesión
de exorcismos la encontró muerta de amor en la cama
con los ojos radiantes y la piel de recién nacida»
(p. 198). Su amor, imposible, con el cura que inició
las sesiones de exorcismo, Cayetano Delaura, se truncó
definitivamente cuando las autoridades descubrieron
que, luego de haber clausurado sus reuniones, ambos
amantes continuaron viéndose utilizando las más
increíbles argucias, incluida la de la magia: hacerse
invisibles. Una noche en que leían los sonetos de
Garcilaso, «jugueteando con ellos a su antojo con un
dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La
guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio
de la algazara de los gallos, y ambos despertaron
asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el
desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con
el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama.
‘Lucifer es un bicho’, se burló él cuando recobró el
aire. ‘También a mí me ha vuelto invisible’» (pp.
170-171).
La alusión que se hace a Lucifer, indica el otro tema
de la novela: la posesión demoniaca, que está ligado
al de la rabia, porque a ésta «se la había confundido
desde siempre con la posesión demoniaca, al igual que
ciertas formas de locura y otros transtornos del
espíritu. En cuanto a Sierva María, al cabo de casi
ciento cincuenta días no parecía probable que la
contrajera. El único riesgo vigente, concluyó
Abrenuncio, era que muriera como tantos otros por la
crueldad de los exorcismos» (p. 155). Y, en efecto, la
confusión (de estar ‘posesa’ y no ‘arrabiada’ Sierva
María) será fortalecida por la sumisión del padre a la
autoridad de la Iglesia:
«‘Sáquela de ahí’ (del convento), le dijo
(Abrenuncio).
‘Es lo que quiero desde que la vi caminando hacia el
pabellón de las enterradas vivas’, dijo el marqués.
‘Pero no me siento con fuerzas para contrariar la
voluntad de Dios’» (p. 99).
y por los prejuicios de la madre que prefería verla
muerta a que se supiera que tenía una enfermedad de
perro:
«... Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las
lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por
preservar su honra, con la condición de que la muerte
de la niña fuera por una causa digna.
‘No importa cuál’, precisó, ‘siempre que no sea una
enfermedad de perro’» (p. 25).
En realidad, Bernarda Cabrera, «hija de indio ladino
y blanca de Castilla», madre de Sierva María de Todos
los Santos, odió a ésta desde nacida y dejó que
viviera en las cuadras de los esclavos, donde asimiló
sus costumbres e ideología. Por lo que respecta al
padre, el marqués de Casalduero, éste «siempre creyó
que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo
obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por
comodidad» (ibíd.). Sin embargo, «mucho del odio que
ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía
del uno y del otro» (Ibíd.).
Pero la verdadera «desgracia» de Sierva María comenzó
el día en que es mordida por un perro en el mercado a
donde había ido acompañando a una esclava «que iba a
comprar una ristra de cascabeles» para el cumpleaños
de la marquesita.

La contradicción
En esto de la mordida el autor se contradice
respecto al número de personas mordidas el mismo día
que la marquesita. En las líneas iniciales de la
novela se dice que el perro rabioso mordió a cuatro
personas: tres esclavos negros, y «la otra fue Sierva
María» (p. 13). Y en la p. 24 se contradice este dato:
ya no son cuatro las víctimas, sino que -exceptuando
a la marquesita- dice: «Había un cuarto que no fue
mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo
perro», y tres líneas antes de esa suma (cuatro),
leemos:
«Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por
los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero
había muerto del mal de rabia en la segunda semana».
Y aunque podría atenuarse la contradicción por el
hecho de que en la primera cita habla de los
«mordidos» y en la segunda agrega al «babeado», no
deja de ser contradictorio por el hecho de que, más
adelante, en la p. 26, se dice que «el cuarto
arrabiado» (que en realidad es el quinto), sobre el
cual se ha aclarado «que no fue mordido sino apenas
salpicado por la baba del mismo perro»:
«Era un mulato viejo con la cabeza y la barba
algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo,
pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la
otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se
despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba
dudas de que lo había mordido el mismo perro».
Total, ¿en qué quedamos: lo ha babeado o lo ha
mordido? La solución al problema hubiera estado en
otra formulación del último caso, diciendo: ‘lo había
atacado el mismo perro’. Como no es así, tenemos que
decir que la suma no le salió bien a Gabo. Pero no es
sólo cuestión aritmética. En el mismo caso del
«mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas»
-volvamos a leer la cita, al final- dice que «Su
relato no dejaba dudas...». Sin embargo, al lector sí
le queda la duda de si la palabra ‘relato’ está usada
ahí como verbo: que el mismo enfermo de rabia relata
su caso; o si está usada como sustantivo: el relato de
los hechos. En realidad, tenemos que concederle el
beneficio de la duda y admitir que es el oficio de
sustantivo, ya que en el estado en que se hallaba el
arrabiado -moribundo, aunque furiosamente forzudo-, es
imposible que pudiera relatar su caso.
Y para culminar con estos desfases -que no
descalifican la bondad total de la obra, pero que son
como abrojos en la maravilla de un campo de trigo-
citemos el siguiente párrafo:
«Los perros se habían dormido, pero los despertó la
tensión del pleito y alzaron las cabezas alertas y
gruñeron con la garganta» (p. 186).
Preguntamos: ¿Con qué otro órgano de su cuerpo
hubieran podido gruñir?

Continuando con la historia.
Pero lo importante del episodio de la mordida radica
en que es un recurso para mantener el suspenso
respecto a los estragos que podía causar en la
marquesita. Y en la medida que ha sido mordida,
mientras que el otro atacado adquiere la enfermedad
con sólo la baba, entonces se alimenta la idea de que
ha sido salvada por el demonio, lo que finalmente será
usado por el obispo, don Toribio de Cáceres y
Virtudes, para hacerla internar en el convento. Pero
ese aplazamiento del brote de la enfermedad en la
marquesita hace suponer también que, finalmente, se
habrá de salvar asimismo del exorcismo y de la muerte,
a pesar de que ya se sabe que ésta es «una muerte
anunciada».
De otro lado, en el desarrollo de la historia van
interviniendo varios personajes -además de los ya
mencionados, que acondicionan la presencia de un nivel
oculto, implícito el político-: los esclavos. Estos
adoptan, prácticamente, a la marquesita cuando la
voluntad de la madre y la desidia del padre la puso en
sus dominios.
«Dijo Delaura, ‘creo que lo que nos parece demoniaco
son las costumbres de los negros, que la niña ha
aprendido por el abandono en que la tuvieron sus
padres’» (p. 124).
Esto permitirá que Sierva María de Todos los Santos se
convierta en un símbolo de la sociedad americana, que
sigue «viviendo» -después de dos siglos de su muerte-
siempre niña pero con una lucidez y fortaleza
endemoniada. El hecho mismo de que se diga que su
cabello siguió creciendo de manera vertiginosa,
después de muerta, ratifica la ligazón. Ya en el
prólogo se dice:
«Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía
veintidós metros con once centímetros.
El maestro de obra me explicó sin asombro que el
cabello humano crecía un centímetro por mes hasta
después de la muerte, y veintidós metros le parecieron
un buen promedio para doscientos años» (p. 11).
Y al final de la novela (en las tres últimas líneas),
cuando la guardiana la encuentra muerta, con agradable
sorpresa leemos que:
«Los troncos de los cabellos le brotaban como burbujas
en el cráneo rapado, y se les veía crecer» (198).
La marquesita -como los pueblos americanos- es el
fruto del mestizaje. Hija de español y de mestiza,
nieta de indio y de española. Pero es al mismo tiempo
malquerida por ambos: por el español y por la criolla.
Como ocurre hasta ahora con nuestra América. Y esa
malquerencia la manifiesta uno de los representantes
del poder español, el obispo, cuando retruca la
opinión de la abadesa del convento donde está Sierva
María, quien se la ha manifestado al Virrey:
«‘Ella (la abadesa) piensa que habéis caído en una
trampa de Satanás’, dijo el Virrey.
‘No sólo nosotros, sino la España entera’, dijo el
obispo. ‘Hemos atravesado el mar océano para imponer
la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en
las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en
las almas’.
Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales
suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin
darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa
porque debajo de los altares de plata seguían vivos
sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que
habían hecho desde la conquista: sangre de español con
sangre de indios, de aquéllos y éstos con negros de
toda laya, hasta mandingas musulmanes, y se preguntó
si semejante contubernio cabría en el reino de Dios»
(p. 138).
Sólo la quieren (a América como a Sierva María), con
verdadera querencia, los esclavos: el pueblo
desheredado. Pero también un pequeño burgués, soñador,
iluso, utopista: el cura Cayetano Delaura (7) (ayudado
por otro pequeño burgués, el médico Abrenuncio), y que
será derrotado por el poder dominante, en su afán de
liberarla. Abrenuncio era de la idea de «curarla» por
medio de la felicidad; después de auscultarla y antes
de despedirse de la casa, dijo:
«‘Tóquenle música, llenen la casa de flores, hagan
cantar los pájaros, llévenle a ver los atardeceres en
el mar, denle todo lo que pueda hacerla feliz’. Se
despidió con un voleo del sombrero en el aire y la
sentencia latina de rigor. Pero esta vez la tradujo en
honor del marqués: ‘No hay medicina que cure lo que
no cura la felicidad’» (pp. 46-47).
Otro diálogo alusivo a la realidad americana es el que
se da entre Delaura y Abrenuncio, hablando de idiomas,
y refiriéndose a la prosa de Voltaire, Abrenuncio
dijo:
«‘Es una prosa perfecta’.
‘Y la que más nos duele’, dijo Delaura. ‘Lástima que
sea de un francés’.
‘Usted lo dice por ser español’, dijo Abrenuncio.
‘A mi edad, y con tantas sangres cruzadas, ya no sé a
ciencia cierta de dónde soy’, dijo Delaura. ‘Ni quién
soy’.
‘Nadie lo sabe por estos reinos’, dijo Abrenuncio. ‘Y
creo que necesitarán siglos para saberlo’» (p. 153).
Los negros, como Sierva María (y como los ‘indios’ o
el pueblo todo), tienen sus armas de defensa; una de
ellas es la mentira. El marqués (el español) no sabía
cómo era su hija (América). «Ante todo -leemos-quería
saber (Delaura) cómo era la hija antes de entrar en el
convento».
«‘No lo sé’, dijo el marqués. ‘Siento que la conozco
menos cuanto más la conozco’.
Lo atormentaba la culpa de haberla abandonado a su
suerte en el patio de los esclavos. A eso atribuía sus
silencios, que podían durar meses; las explosiones de
violencia irracional, la astucia con que se burlaba de
la madre colgándoles a los gatos el cencerro que ella
le ponía en el puño. La mayor dificultad para
conocerla era su vicio de mentir por placer.
‘Como lo negros’, dijo Delaura.
‘Los negros nos mienten a nosotros, pero no entre
ellos’, dijo el marqués» (pp. 148-149).
Y dice una gran verdad8. Pero, a propósito del pueblo,
lo que extrañamos en ésta, como en las otras ficciones
de Gabriel García Márquez, es que el pueblo aparezca
siempre como elemento coreo-gráfico, aunque con gran
respeto y hasta identificación con él; pero sin ocupar
un papel protagónico. En esta novela, cuando ya nos
parecía que eso iba a ocurrir por el potencial
acumulado en un personaje femenino (a los que tan bien
trabaja nuestro autor): una esclava abisinia, «con
siete cuartas de estatura, embadurnada de melaza de
caña en vez de aceite comercial de rigor, y de una
hermosura tan perturbadora que parecía mentira. Tenía
la nariz afilada, el cráneo acabalazado, los ojos
oblicuos, los dientes intactos y el porte equívoco de
un gladiador romano. No la herraron en el corralón, ni
cantaron su edad ni su estado de salud, sino que la
pusieron en venta por su sola belleza. El precio que
el gobernador pagó por ella, sin regateos y de
contado, fue el de su peso en oro» (p. 14).
Esa descripción y presentación de tal personaje nos
hizo abrigar la esperanza de una intervención
posterior más digna de tan auspicioso debut. Y es una
esperanza que se ve alimentada dos páginas más
adelante cuando se nos dice que Bernarda Cabrera
«sabía que si el gobernador había comprado a la
abisinia no debía de ser para algo tan sublime como
servir en su cocina» (p. 16). Pero, ya bien avanzada
la novela, vemos a la esclava abisinia perderse, sin
pena ni gloria, después de una reaparición deslucida:
«A los postres, una cortina se abrió en el fondo de la
sala, y apareció la esclava abisinia que el
gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba
vestida con una túnica casi transparente que
aumentaba el peligro de su desnudez. Después de
mostrarse de cerca a la concurrencia ordinaria se
detuvo frente al virrey, y la túnica resbaló por su
cuerpo hasta los pies.
Su perfección era alarmante. El hombro no había sido
profanado por el hierro de plata del traficante, ni la
espalda por la inicial del primer dueño, y toda ella
exhala un hálito confidencial. El virrey palideció,
tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su
memoria la visión insoportable. ‘Llévensela, por el
amor de Nuestro Señor’, ordenó. ‘No quiero verla más
en el resto de mis días’» (p. 133).
Pero no sólo ocurrirá esa desaparición infructuosa del
personaje aludido, sino que aquella alusión también
auspiciosa respecto al «uso» que el gobernador habría
de darle (que no era, precisamente, el de cocinera),
es destruido de la manera más inesperada, porque
resulta que el tal gobernador «era soltero y
mariposón» (p. 132).

Conclusión
No hemos querido referirnos a esta novela del fabuloso
Gabo con la aceptación simple de su maestría. Eso, por
lo demás, no le hace ningún favor. Como tampoco
creemos que ocurra lo contrario, que la desmerezca el
hecho de haber señalado los que consideramos
descuidos, equívocos o incorrecciones. Nos ampara, en
todo caso, el derecho de opinión aunque después pueda
demos-trársenos a nosotros mismos otros descuidos,
equívocos o incorrecciones. Usos son de la guerra. El
mejor escudo: una sonrisa. Y a seguir.

Notas

(1) Gabriel García Márquez, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1994. 198 pp.
(2) En el sentido de lírica, por estar rebasando propiamente los límites de la objetividad narrativa; lo que, por supuesto, no es un demérito. Todo lo contrario. Es un logro digno de ser relevado.
(3) Es evidente que esta apreciación alude a la opinión sostenida, con vehemencia, por Vargas Llosa en Historia de Mayta.
(4) El amor en los tiempos del cólera, Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
(5) Desde luego, hay varias repeticiones de estos tópicos (y no sólo haciendo la comparación con Cien años de soledad); pero no es el caso transcribirlos todos.
(6) Bogotá, Editorial Oveja Negra, 1986.
(7) Que era, además, medio poeta. «Estaba convencido de que su padre era descendiente directo de Garcilaso de la Vega, por quien guardaba un culto casi religioso, y lo hacía saber de inmediato» (p. 104). Por eso sus grandes refocilaciones de amor en la celda conventual de Sierva María, están matizadas con interminables lecturas del gran sonetista del renacimiento español.
(8) Y es la solución al desconcierto de Chocano cuyas preguntas al indio siempre reciben la enigmática respuesta de: ¡Quién sabe, señor!


*Julio Carmona (Chiclayo, 1945) Poeta, narrador y profesor universitario. Próximamente publicará una antología de su obra poética.



1