Una lectura
“autorizada” del Syllabus errorum de Pío IX[2]
(Fragmento)
La publicación de la Encíclica Quanta Cura y particularmente el Syllabus errorum a ella unido, de fecha 8 de
diciembre de 1864 provocó una avalancha de reacciones políticas,
periodísticas e incluso intraeclesiales. Para dar un
ejemplo pensemos que la, condena de la libertad de cultos
aparentemente sancionada en el documento, llevaba a muchos
católicos a preguntarse sí de ahora en adelante podrían
jurar las constituciones de sus respectivos países que,
como en el caso de Francia, y de otras naciones de
Occidente, garantizaban tal libertad; el problema llevaba
incluso a cuestionarse si en dichos países los católicos
podían acceder a cargos públicos. Tal reacción hizo
necesaria una serie de aclaraciones por parte de la Sede
Apostólica, y propició la redacción de distintos opúsculos
que pretendían ofrecer una interpretación si no “auténtica”
del documento, al menos sí una hermenéutica autorizada
sobre el sentido del mismo[3].
En general, el Papa Pío IX, confiaba a Mons. Bilio,
teólogo barnabita de tendencias ultramontanas y en gran
medida “autor intelectual” del documento, el hacer las
interpretaciones que procedían del entorno vaticano. Por su
parte, tanto los llamados católicos intransigentes cuanto
los católicos liberales intentaban bien a radicalizar bien
a moderar el documento.
De entre esta “catarata” de opúsculos merecen
particular mención las pastorales de Mons. Pie, obispo de
Poitiers, de fechas 8 y 15 de enero de 1865[4], en
las cuales se reafirmaba la autoridad del Papado y se
invitaba a los católicos a someterse a las disposiciones
pontificias o el polémico librito de Louis Veuillot
titulado L’Illusion
liberale[5];
como también el opúsculo titulado La
Convention du 15 septembre et L’Encyclique du 8 Décembre,
publicado por Mons. Félix Dupanloup, obispo de Orleáns[6],
en 1865.
El opúsculo de Mons. Dupanloup, apelando a
distinciones propias de la lógica, intentaba por un lado
salvaguardar el prestigio de la Sede Apostólica y ofrecer
una hermenéutica correcta del texto, sin dejar de intentar
disminuir la brecha abierta por el Syllabus
entre lo que parecía un rechazo en bloque de la Modernidad
y los principios de la fe católica. Básicamente, Mons.
Dupanloup explica en su texto que, en buena lógica, la
condena de una proposición no implica la afirmación de su contraria,
sino de su contradictoria[7];
recurre al sano principio de leer las proposiciones en su
contexto y apela también a la ya entonces clásica
diferencia entre “tesis” e “hipótesis”[8].
Pío IX mantuvo una postura oscilante respecto a la
interpretación de su propio documento; y si bien por una
parte alabó las interpretaciones de los integristas Bilio y
Veuillot, por la otra envió a Mons. Dupanloup el breve Ita,
Venerabilis Frater[9]
en el que alaba la interpretación del Syllabus
elaborada
por el obispo de Orleáns.
Por la importancia y claridad de este breve tratado, ofrecemos la traducción del cap. III de la segunda parte del mismo.
III
FALSAS
INTERPRETACIONES Y VERDADEROS PRINCIPIOS
De acuerdo, diréis vosotros, sí, el Papa está en
su derecho, cumple su deber, su rol, y ese rol es grande.
Pero el Papa se excede, sobrepasa su misión; él condena
aquello que no debe condenarse.
¡Verdaderamente admiro la audacia de esos señores,
que se arrogan tan fácilmente a si mismos la infalibilidad
que rehúsan a la Iglesia y al Papa!
Pero sigámoslos en su propio terreno, y ya que nos
provocan, comparemos por algunos momentos las reglas de
interpretación que habría sido necesario aplicar aquí,
para ser justos, y las interpretaciones que ellos se han
permitido. Se verá hasta qué punto han sido heridas todas
las delicadezas de esas graves cuestiones, y a que excesos
nos hemos dejado llevar.
Pido perdón a mis lectores, pero es absolutamente
necesario, la equidad lo exige, presentar aquí al menos
algunos de los principios de solución que responden a los
ataques lanzados contra
la Encíclica; principios que han sido tan desconocidos como
el sentido literal de las palabras.
Y en primer lugar los periodistas por cierto no están
obligados a ser teólogos; pero, cuando uno se erige en
juez, todo el mundo está obligado al menos a no traspasar
los límites de su competencia.
¡Es sorprendente que quien que es el paradigma de un
imperdonable descuido en las materias incluso menos graves,
no haga caso a las cosas más solemnes, y que en cuestión
de religión se permita inmiscuirse en aquello que ignora!
Independientemente de los contrasentidos, ¿Quién es aquel
de esos señores y de sus lectores que no ha juzgado, como
si fuese un soberano, el documento pontificio, sin pensar en
preguntarse a sí mismo por un momento sobre su propia
competencia?
¿Se sabe bien en el mundo lo que se deriva
rigurosamente de una proposición condenada? O más bien,
considerando la manera con la que se han exagerado las
condenas pontificias, ¿no será que la mayoría de aquellos
que han escrito sobre la encíclica lo ignoran
completamente? Seguramente, yo los asombraría recordándoles
algunos principios que son elementales, no solamente en
teología, sino también en lógica. Por ejemplo:
Es una regla elemental de interpretación que la
condena de una proposición, reprobada como falsa, errónea,
e incluso como herética, no implica necesariamente la
afirmación de su contraria,
que podría ser frecuentemente otro error; sino solamente de
su contradictoria.
La proposición contradictoria es aquella que simplemente
excluye la proposición condenada. La contraria
es aquella que va más allá de esta simple exclusión.
¡Pues bien! Es esta regla vulgar la que parece no
haberse ni siquiera supuesto en las inconcebibles
interpretaciones que se nos hacen de la Encíclica y del Syllabus desde hace tres semanas.
El Papa condena esta proposición: “Está permitido
rehusar la obediencia a los príncipes legítimos” (Prop.
63)[10].
Se finge que de allí se concluye que, según el
Papa, rehusar la obediencia no está permitido jamás, y que
siempre se debe inclinar la cabeza ante la voluntad de los
príncipes. Esto es dar un salto al último extremo de la contraria,
y hacer consagrar por el Vicario de Jesucristo el despotismo
más brutal, y la obediencia servil a todos los caprichos de
los reyes. Esto es la extinción de la más noble de las
libertades, la santa libertad de las almas ¡Y he aquí lo
que lo se le hace afirmar al Papa!
Hay otra regla de interpretación no menos elemental
que hay que observar si la proposición condenada es universal
y absoluta; porque, puede suceder frecuentemente
que tal proposición no es condenada más que por su
universalidad y por su sentido demasiado absoluto.
Por ejemplo: “Hay que proclamar y observar el
principio llamado de no-intervención”
(Prop. 62)[11].
El Papa, al condenar esta proposición, ¿ha querido
decir que es necesario intervenir a tontas y a locas, sin
discernimiento, siempre? ¿Y vosotros, pretendéis que no se
deba intervenir nunca?
En una palabra, ¿el Papa ha pretendido hacer de la
intervención una regla absoluta y universal?
¡Decirlo sería una absurda ridiculez!
Y sin embargo esos señores no temen escribirlo con
todas las letras, yo lo he leído: “El Papa erige como herejía
el principio de no-intervención”.
Tanto la intervención como la no intervención no
pueden ser la regla absoluta.
El Papa quiere simplemente que no se haga de la no-intervención
un principio universal, que se deba proclamar, observar
siempre, como un axioma de derecho internacional. Se trata
simplemente de sensatez.
¡Tal derecho, en todo caso, sería una novedad! Y ¿ha
sido alguna vez practicado, incluso en los tiempos modernos,
como un principio?
Tanto la no-intervención, como la intervención, son
conductas, conductas buenas o malas, justas o injustas,
sabias o imprudentes, según el caso y las circunstancias; a
los ojos de algún político verdadero, jamás serían
principios. Ningún gobierno aceptará el papel de don
Quijote; pero ¿no sería también frecuentemente una
barbarie, no menos impolítica que cruel, el imponer a todos
los pueblos de la tierra, como un principio, el cruzarse de
brazos y “dejar hacer”, mientras que se derramaran olas
de sangre en espantosas guerras fratricidas? Y ¿sería un
gran pecado, por ejemplo, si Francia o Inglaterra
interviniesen mañana en América, para detener esos
horrorosos degüellos en los que millones de hombres han
perecido ya? ¿Y qué hemos hecho nosotros en México? ¿Qué
hemos hecho en China, en Crimea, en Italia? ¿Qué se habría
podido hacer en Polonia?
No, no, calumniad, insultad al Papa tanto como queráis;
¡la historia recordará como un nuevo título del Papado,
con el reconocimiento de Europa y de la humanidad entera, el
haber impedido, mientras le fue posible, que ese bárbaro
“dejar hacer” que vosotros llamáis la no-intervención,
en el siglo XIX, se haya convertido en principio
en el derecho público de las naciones!
Es otra regla de interpretación y de sensatez
aquella que indica que se debe estudiar y sopesar
atentamente todos los términos de una proposición
condenada, para ver sobre qué recae o no recae la condena.
¡Y bien! Es sobre todo esta regla, tan simple, tan
evidente, a la cual la ligereza de los periódicos y del
publico parece no haber prestado aquí ninguna atención.
Sobre ello podría citar veinte ejemplos.
Así, el Papa condena la siguiente proposición:
“El Pontífice romano puede y debe reconciliarse y transigir con la civilización
moderna”[12].
Luego, se concluye, el Papado se declara enemigo
irreconciliable de la
civilización moderna.
Todo aquello que constituye la civilización moderna
es, según los periódicos, enemigo de la Iglesia, condenado
por el Papa.
Esta interpretación es, simplemente, una absurdidad.
Las palabras que sería necesario subrayar aquí son reconciliarse
y transigir.
En aquello que nuestros adversarios designan bajo ese
nombre tan vagamente complejo de civilización moderna, hay cosas buenas,
indiferentes, y hay también cosas malas.
Decir que el Papa tiene que reconciliarse con lo que
es bueno o indiferente en la civilización moderna sería una impertinencia y
una injuria, como si uno le dijera a un hombre honesto:
“reconcíliate con la justicia”.
Con lo que es malo, el Papa no debe ni puede
reconciliarse ni transigir. Pretenderlo sería un horror.
He aquí el sentido, muy simple, de la condenación
dirigida contra la proposición 80ª, sobre la cual, por
otra parte, volveré a
tratar[13]
Del mismo modo, en la misma proposición 80ª existen
otras palabras igualmente vagas y complejas como progreso
y liberalismo. Aquellos que de bueno puede haber
en esas palabras y en esas cosas, el Papa no las rechaza; de
aquello que es indiferente, él no tiene por qué ocuparse;
aquello que es malo, él lo reprueba; este es su derecho y
su deber.
Y, por otra parte, era oportuno y muy oportuno el
hacer notar al mundo cómo ciertos hombres confunden y
desorientan con palabras altisonantes y mal definidas, bajo
las cuales, junto al bien, se encubren y se propagan tantos
errores funestos, intelectuales, religiosos, morales, políticos
y sociales.
Otras reglas todavía: En la interpretación de las
proposiciones condenadas, es necesario observar todos los términos,
todos los más delicados matices; porque frecuentemente el
vicio de una proposición no se apoya más que en ello, en
un matiz, en una palabra que, aislada crea el error. Hay que
distinguir las proposiciones absolutas, y las proposiciones
relativas; porque, aquello que podría ser admisible en hipótesis,
frecuentemente es falso en tesis[14].
Hay además proposiciones equivocadas, peligrosas, que
pueden ser condenadas solo por el mismo equívoco, y debido
al sentido malo al cual dan lugar, aunque las mismas puedan
tener también un sentido bueno. Por último, hay
proposiciones –y el Syllabus
contiene muchas– que no son condenadas que en el sentido
que le dan sus autores, y no en el sentido absoluto de las
palabras sacadas de su contexto, etc. etc.
Pido perdón a mis lectores por toda esta teología;
pero es necesario recordar bien los principios, en un tiempo
en el que en Francia, millares de hombres, e incluso de
mujeres, hablan de teología de la mañana a la tarde
durante varias semanas, sin entender gran cosa de la misma.
¡Puede ser que algunas personas del mundo digan que
la teología es muy sutil! ¡Cuántas distinciones! Sí, la
teología, como la filosofía, como la jurisprudencia,
distingue demasiado, porque en efecto, en las cuestiones de
doctrina, como en las cuestiones de derecho, es necesario
distinguir mucho, so pena de confundir mucho. La verdad
tiene infinitos matices, y es necesario discernir esos
matices, o no inmiscuirse en ellos. Y, en el fondo, todas
esas distinciones no son más que precauciones que la teología
toma, para no condenar a los hombres, para evitar peligros a
nuestras almas, para no rechazar lo que no debe ser
rechazado; tales son los esfuerzos del defensor por su
defendido; ¡y el defendido somos vosotros y yo señores! No
seáis ingratos.
Que se me permita todavía dar algunos ejemplos de
proposiciones cuya condena ha sido curiosamente entendida,
porque todas las reglas de interpretación han sido
desconocidas u olvidadas; o bien porque han sido leídas con
una inconcebible ligereza, unas fórmulas teológicas,
redactadas en los breves y sabios términos de la escuela,
casi como si fuesen las que se acostumbra a leer en los periódicos
y en las novelas.
Así, pues, para limitarme a las principales, hay en
la encíclica una proposición relativa a la libertad de
cultos.
¡Pues bien! Esta proposición ha sido
interpretada de tal manera que la mitad de Francia,
en la actualidad, se imagina que el Papa ha condenado
realmente todo ejercicio de los cultos disidentes, ha
condenado las constituciones de casi todos los estados de
Europa que admiten ese libre ejercicio de cultos, y que no
se permitirá, consecuentemente, prestar en adelante
juramento a la constitución de nuestro país.
He aquí esta proposición, cuyo carácter absoluto y
excesivo salta a la vista:
“La soberana perfección social y el progreso
civil exigen imperiosamente
que la sociedad humana sea considerada y gobernada sin
preocuparse más de la religión, tal como si ella no
existiera, o al menos sin hacer ninguna diferencia entre
la verdadera y la falsa religión” (Encíclica)[15].
¿Seriamente se nos pide que suscribamos a una
doctrina tan exorbitante? Y si el Papa la reprueba, ¿cómo
llamar a la lógica en nombre de la cual se querría
concluir de allí que él condena la constitución política
donde es admitida la tolerancia y la libertad civil de los
cultos disidentes?
Volveré a tratar este asunto, el mismo es demasiado
grave para que yo no diga todo lo que pienso al respeto[16].
La libertad de la prensa, otra queja que excita
clamores furiosos contra la Encíclica.
Otra vez aquí el malentendido, porque no se ha leído
o porque se ha leído mal.
He aquí el texto de la proposición condenada: Jus
civibus inesse omnimodam libertatem, nulla vel ecclesiastica, vel civili auctoritate
coarctandam, quo suos conceptos quoscumque
sive voce, sive typis, vel alia ratione palam publiceque
manifestare ac declarare valeant[17].
“Todos los ciudadanos tienen derecho
a una libertad total,
ilimitada, de
manifestar y declarar públicamente, de viva voz, o a través
de la prensa, o de
toda otra forma, sus pensamientos, cualquiera
que ellos sean, sin que ninguna
autoridad ni eclesiástica
ni civil pueda
poner ninguna restricción a tal libertad”.
El Papa dice que esto es un error; tomando prestada
la fuerte expresión de Gregorio XVI, llega a decir que es
un delirio.
Nosotros también lo decimos, nosotros lo diríamos
todos, aún cuando el Papa no lo hubiera dicho; todo hombre
sensato, cualquiera que sea su fe religiosa o política, lo
dirá con nosotros y tan fuerte como nosotros.
Y si, por un imposible, semejante proposición se
transformase en un proyecto de ley, yo pregunto, ¿se piensa
que habría en Europa, o en cualquier parte del mundo, un
ministro que osase presentar una ley así formulada? ¿Un
parlamento que quisiera votarla? ¿Un soberano que
consintiese a sancionarla?
Sin dudas, si este es el ideal de la libertad, del
progreso, de la civilización, debe reconocerse, gracias a
Dios, que estamos lejos de él, y yo no lo lamento.
¡Sabed, pues, leer!
¡Se dice también que el Papa quiere invadir lo
temporal!
¿Por qué? ¿Cómo?
El Papa condena doctrinas, reprobadas anteriormente y
muchas veces, las cuales desconocen la verdadera condición
de la Iglesia, hija del cielo, pero viviente sobre la
tierra, y olvidando que lo espiritual y lo temporal se tocan
en tantos puntos, querrían rehusar a la potestad eclesiástica
toda autoridad, legislativa o directriz, toda vez que se
trata de cosas que tienen alguna relación con lo temporal,
y hasta el derecho de procurar la ejecución de sus mandatos
a través de censuras canónicas.
¿Y desde cuando la Iglesia, esa gran maestra tanto
de la moral como de la fe, habría perdido el derecho de
trazar reglas a “la conciencia” de sus hijos “sobre el
uso de las cosas temporales”?
¡No es evidente, para todo espíritu atento y
reflexivo, que la Iglesia, por la incontestable autoridad de
enseñanza, de decisión y de dirección moral de la cual
está investida, ha ejercido una poderosísima y lícita
acción sobre el orden y la marcha de las cosas y de los
asuntos humanos, incluso desde el punto de vista temporal!
¡Y si tal acción no es aceptada, si la alta y divina
autoridad de la cual ella emana es demasiado desconocida en
nuestros días, el futuro, sin hablar del presente, permitirá
conocer si esto será para el mayor bien de la humanidad!
He aquí algunos ejemplos de esas falsas
interpretaciones. Podría continuar. [Pero] no se espera de
mí que escriba un volumen.
Notas
[1]
Traducimos este fragmento del original francés:
Mgr L’Évêque d’orléans
[Félix Dupanloup],
La Convention du 15 septembre et L’Encyclique du 8
Décembre, París : Charles Duniol, 1865,
100-109.
Traducción introducción y notas de Fr. Ricardo
W. Corleto OAR.
[2] Una
edición accesible del Syllabus
en su original latino con traducción al castellano en
DH 2901-2980.
[3] Para
una comprensión de la elaboración, publicación y
repercusiones del Syllabus,
puede leerse a Giacomo Martina,
Pío IX (1851-1866), Roma: Editrice Pontificia
Univcersità Gregoriana, 1986, 287-356. Para lo que
respecta específicamente a las repercusiones
posteriores a la publicación del documento, son de
particular importancia las pp. 349-356.
[4] En
Mgr. Pie, Oeuvres,
V, Poitiers-Paris, 1878, 382-412, citado por Giacomo Martina, Pío
IX (1851-1866), 352.
[5] Citado
por Giacomo Martina,
Pío IX
(1851-1866), 354, n. 118.
[6] Mons. Félix
Dupanloup, nació el 3 de enero de enerno de 1802 en S.
Félix (Saboya) y falleció en el castillo de Lacombe
(Saboya) el 11 de octubre de 1878. Durante su vida se
destacó como rector del seminario menor de San Nicolás,
escritor, sacerdote y obispo de Orleáns; desarrolló
una notable labor como defensor de la enseñanza
secudaria y como polemista. En lo ideológico sostuvo
ideas afines al catolicismo liberal de tipo moderado. La
obra cuyo fragmento presentamos es un ensayo de
interpretación de la Encíclica Quanta
Cura de Pío IX y del Syllabus
a ella anejo. Cf. Dictionnaire D’histoire et géographie
ecclesiastiques, XIV, 1070-1122.
[7] Para
aclarar estas distinciones,
que han quedado plasmadas en el llamado “Cuadro
de oposiciones”, puede ser útil consultar la obra de
Jacques Maritain,
El Orden de los
conceptos. Lógica menor (lógica formal),
Buenos Aires: Club de Lectores, s. f., 176-191.
[8] Por
entonces era clásica ya la distinción entre la tesis
que expresaba la “situación ideal” para la Iglesia,
p. ej.: “en cuanto implica un mal objetivo –así, al
menos, se pensaba en aquel tiempo– la libertad de
cultos es algo malo”; pero teniendo en cuenta la hipótesis es decir, la situación concreta de
muchas naciones, la “mera libertad civil” para
practicar un culto acatólico, puede tolerarse. La tesis
expresa, pues la “situación ideal” que la Iglesia
propone; la hipótesis
manifiesta la “situación real” de muchos países
que la Iglesia se aviene a “tolerar”. Cf. Giacomo Martina,
Pío IX
(1851-1866), 352.
[9]
Publicado con traducción al francés en Mgr
L’Évêque d’orléans [Félix Dupanloup],
La Convention du 15 septembre et L’Encyclique du 8
Décembre, 3-6.
[10] DH
2963.
[11] DH
2964.
[12] DH
2980.
[13]
Parte II, cap. V de este mismo opúsculo. Mgr
L’Évêque d’orléans
[Félix Dupanloup],
La Convention du 15 septembre et L’Encyclique du 8
Décembre, 114-120.
[14] Ver
la nota 7 de la presente traducción.
[15] Pío
IX PP.,
Encíclica Quanta
Cura, 4; en Colección completa de encíclicas pontificias,
4ª edición, I, Buenos Aires: Guadalupe, s. f., 156.
[16] El
autor vuelve a retomar el tema en el cap. VI de la II
parte de este tratado. Mgr
L’Évêque d’orléans
[Félix Dupanloup],
La Convention du 15 septembre et L’Encyclique du 8
Décembre, 121-134.
[17] En
latín en el original.
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