Al  hojear la Historia de Chile de Encina, y por esa manía de darle un carácter poético a textos que no fueron ideados con ese sentido, saltan a la vista innumerables relatos que hacen llenar la mente con imágenes fantásticas: sacerdotes desfilando con crucifijos seguidos de una horda de suplicantes, muertes por pestes, intrigas, corsarios ingleses confabulando con indígenas allá en el sur donde ningún español aun ponía un dedo, la mítica historia de Alejandro Selkirk, inundaciones seguidas de monjas encaramadas en los techos del convento, etc. Por ahora quedémonos únicamente con uno que despierta particular interés por la forma como fue narrado rayando a ratos en lo fabuloso. 

Sucedió que a poco de asumir don Matín de Mujica la gobernación de Chile, un cataclismo iba a sacudir nuevamente los intentos por estabilizar el dominio español en la colonia... Pero antes de continuar, qué mejor que dejar al propio Don Francisco que nos relate su historia y así evitar un relato engañoso. 
Comencemos con el relato: 
El día del cataclismo había transcurrido sereno y templado.  A las diez y media, aproximadamente, de la noche, cuando muchos pobladores, y, desde luego, todos los niños, se habían acostado ya, un horrísono estrépito sobrecogió de súbito a los infelices santiaguinos, y de inmediato se inició un fortísimo sacudimiento de la tierra, tan violento, que los muros de los edificios comenzaron a agrietarse desde su base y a ceder las amarras de los techos.  El calamitoso derrumbe fué iniciado por las torres de las iglesias, a las que pronto siguieron los mismos templos y muchas de las casas.  Unas quedaron completamente en el suelo; otras, sin tejados, y las pocas que permanecían en pie amenazaban derruirse de un momento a otro.  Del cerro Santa Lucía se desprendieron grandes peñascos, que causaban aun más pavor a los sobrevivientes.  Según los oficiales reales, el movimiento intenso duró tres credos rezados; según el obispo Villarroel, no más de medio cuarto de hora.  A pesar de que la noche era clarísima, pronto la nube de polvo de los escombros la obscureció por completo. 

Como las murallas, en general, se derrumbaron hacia afuera y las casas eran casi todas de un piso, muchos habitantes lograron ganar la calle o los inmensos patios interiores.  Otros quedaron encerrados al encajarse las puertas y ventanas, y algunos se salvaron en los huecos y umbrales, mientras intentaban arrancarlas de quicio.  A esta trabazón de puertas debieron la vida las monjas clarisas y las agustinas, pues los corredores se vinieron al suelo mientras las paredes maestras aguantaban.  Doña Ana de Quiroga, sublime heroína de la jornada, madre de nueve hijos, logró salvar ocho, y, cuando regresaba con el más pequeñito, un lienzo de muralla aplastó a madre e hijo. 

En medio de la confusión y del espeluznante concierto de lamentaciones que son de suponer, algunos vecinos fueron capaces de arrancar de los escombros a sus deudos.  El obispo Villarroel se dirigía a cenar en ese momento con un amanuense, y ambos quedaron sepultados, mas protegidos por las vigas de la casa derruida, que, providencialmente, habían dejado un hueco.  La tierra seguía temblando.  Una ola de locura colectiva amenazaba a los sobrevivientes. Se esperaba la repetición del terremoto; otros temían que se abriese la tierra y se los tragara a todos, y no pocos suponían que el epílogo de la jornada sería la aparición de un volcán que acabara por abrasar a los últimos restos vivos de los pobladores.  Gritos estentóreos dominaban los lamentos de los heridos pidiendo confesión.  Con un estoicismo de epopeya, el obispo Villarroel, herido, organizó lo que, dentro de la mentalidad de la época y del estado de exaltación religiosa que la catástrofe lógicamente provocaba, era la primera necesidad.  "Puse en la plaza -dice- cuarenta o cincuenta confesores, entre clérigos y  frailes.  Repartidos por las calles muchos, para los enfermos y heridos.  Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con qué cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar".  Se corrió la voz de que en el derruído templo de la Merced se había mantenido en pie el tabernáculo, y con los elementos que pudo, el obispo improvisó un altar mayor en medio de la plaza.  Al cristo de la iglesia de San Agustín. . . "halláronle con la corona de espinas en la garganta, como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia...; conmovido el pueblo con su antigua devoción y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza, viniendo descalzos el obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas y universales gemidos". 

Al amanecer el día 14 el fervor religioso rayaba en el delirio; los enemistados se reconciliaron; en pocos días se celebraron doscientos matrimonios de parejas hasta entonces amancebadas; y el episodio de la cárcel lleva los extremos a lo sublime: los reclusos, algunos convictos de delitos graves, libraron providencialmente; mas, a pesar de desaparecer guardianes y muros, ninguno se atrevió a darse a la fuga, tan sobrecogidos de espanto estaban.  Los jesuitas levantaron otro altar improvisado en la calle, donde los mejores oradores de la orden fustigaban a la muchedumbre enloquecida.  "Sus palabras eran dardos que penetraban y saetas agudas que herían y traspasaban los corazones... Fué tan grande la emoción, tantas las lágrimas, tan grandes los alaridos y lamentos, tan frecuentes las bofetadas y golpes de pecho, que era necesario a los predicadores hacer pausas hasta que acabasen de llorar y se acabase el ruido de los clamores para poder proseguir, porque con tanto gemido no se podía percibir.  Allí se mesaban los cabellos; allí se daban públicamente bofetadas, confesando a voces ser ellos la causa por la cual Dios había enviado tan espantoso castigo.  De allí salían los hombres a cortarse las compuestas melenas y a vestirse sacos.  De allí iban las mujeres a dejar las galas y afeites, que son los ídolos en que idolatran"... 
El aspecto de la ciudad era aterrador.  De las seiscientas casas "que se habían hecho en el discurso de más de cien años", apenas quedaban algunas en pie.  También habían caído los edificios públicos y casi todos los templos, aplastando a más de seiscientos habitantes.  Los sobrevivientes quedaban a la intemperie y sin alimentos en el comienzo de un invierno que iba a ser excepcionalmente crudo. Frente al duro imperativo de las circunstancias, oidores y el Cabildo tomaron de inmediato una serie de medidas de carácter práctico: se utilizaron las acequias para barrer los escombros y restablecer el tráfico; se trajo ganado y se persiguió violentamente el abuso en los precios; trabajaron, en suma, día y noche para levantar edificios provisionales.  El vecindario, repuesto de la inicial y lógica postración, reaccionó con vigorosa energía, improvisando ramadas con palos, bohíos y ranchos de paja.  Durante una larga temporada, Santiago volvió a presentar el aspecto de la fundación en tiempos de Pedro de Valdivia.  El estoicismo de los santiaguinos iba a sufrir nuevas pruebas con las lluvias torrenciales que siguieron al terremoto y que produjeron costosas inundaciones.  En Santiago nevó tres días.  Las emanaciones de los mal enterrados cadáveres provocaron una epidemia de tifus que llevó a la tumba a más de dos mil personas. 
 
 
 

 
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