EDITORIAL
El siglo XVII ha sido el de las matemáticas, el XVIII el de las
ciencias físicas y el XIX el de la biología. La segunda mitad
del siglo XX es la del miedo. El miedo no es una ciencia, se dirá.
Sin embargo la ciencia es en algo responsable de ese miedo, puesto que
sus más recientes progresos técnicos la han conducido a negarse
a sí misma y sus perfeccionamientos prácticos amenazan con
destruir por completo la tierra.
En efecto, lo que más llama la atención en el mundo en
que vivimos, en primer lugar y en general, es que la mayoría de
los humanos carecen de porvenir. No hay vida valedera sin proyección
hacia el porvenir, sin promesa de madurez y progreso. Vivir frente a un
muro es una vida de perro. Pues bien, muchos de nosotros, hemos vivido
y vivimos cada día más como perros.
Naturalmente, no es la primera vez que algunos hombres se hallan entre
un porvenir materialmente obstruido. Pero hoy nadie habla (salvo unos pocos),
por que el mundo parece conducido por fuerzas ciegas y sordas incapaces
de oir las voces de advertencia, los consejos y las súplicas. Algo
en nosotros se ha roto ante el espectáculo de los años que
acabamos de vivir. Y este algo es esa eterna confianza del hombre, que
siempre le hizo creer que podían obtenerse reacciones humanas de
otro hombre con hablarle el lenguaje del amor. Hemos visto mentir, matar,
exiliar y torturar. Y cada vez que esto ocurría era imposible persuadir
a los que lo hacían de no hacerlo, porque estaban muy seguros de
sí mismos y porque es imposible persuadir a una abstracción,
al representante de una ideología.
El largo dialogo de los hombres se ha interrumpido. Y, claro está,
una persona a quien es imposible persuadir, es una persona que espanta.
Vivimos en el terror por que la persuasión no es ya posible,
porque el hombre se ha entregado por entero a la historia y porque no puede
ya volverse hacia esa parte de sí mismo, tan verdadera como la histórica,
que se le manifiesta ante la belleza del mundo y de los rostros; porque
vivimos en el mundo de la abstracción, de las oficinas, de las máquinas
y de las ideas absolutas. Nos sentimos agobiados entre gentes que creen
tener la razón absoluta, ya sea con sus maquinas, o con sus ideas.
Y para todos aquellos hombres que solo pueden vivir dialogando y en amistad
con los demás, el silencio es el fin del mundo.
Para escapar a ese terror, debería poderse reflexionar y obrar,
cada cual según su criterio. Ante esta alternativa se halla la multitud
de chilenos que no pertenecen a ningún partido, ideología
o movimiento, y que reconocen sin embargo a unos y otros el derecho de
afirmar su verdad, pero que les niegan el de imponerla.
Ante los poderosos de esta época, estos hombres silenciosos
son hombres sin reino, y sólo podrán hacer admitir su punto
de vista y recuperar el lugar que les corresponde, cuando tengan conciencia
de lo que quieren y lo digan tan simple y fuertemente como para que sus
palabras puedan atar un haz de energías.
Hay que avanzar para no verse obligado a retroceder. No basta con criticar
la época, hay que intentar darle una forma y un porvenir.
La creación, siempre posible, se hace más necesaria que
nunca. Las contradicciones de la historia y del arte no se resuelven con
una síntesis puramente lógica, sino con una creación
viva. Sólo cuando el trabajo de los hombres, haya conquistado una
probabilidad de fecundidad, el renacimiento tendrá un significado.
No es seguro que alcancemos tal meta, pero es ésta una tarea que
merece ser emprendida y que en ella se persevere.
Aspirando a lo mejor, se dedica uno a juzgar lo peor y, a veces, incluso
lo que sólo está menos bien. Procedamos pues a una ligera
autocrítica:
Cuando en el anonimato se redactaba la primera edición, se hacía
naturalmente, sin historias ni declaración de principios. Más
sé que todos abrigábamos secretamente una gran ilusión.
Nuestro deseo, tanto más profundo cuanto en general no se expresaba,
consistía en liberar a la revista de la influencia del dinero y
en darle un tono y una verdad que situaran al público a la altura
de lo mejor que hay en él. Y si es verdad que esta revista es la
voz de un sector de esta ciudad, estabamos decididos, desde nuestro puesto
y por nuestra modesta parte, a elevar a Santiago elevando su lenguaje.
Pues bien, hemos conquistado los medios para realizar lo que deseábamos.
Aún falta que lo hagamos realmente.
Estamos bien situados para saber en que condiciones la revista ha sido
confeccionada. Pero la cuestión no está ahí. Está
en cierto tono que es posible adoptar. Precisamente en el momento en que
la revista esta adquiriendo forma, en que va a tomar su aspecto definitivo,
es cuando debe analizarse. De este modo sabrá mejor lo que quiere
ser y alcanzará a serlo.
La tarea consiste en pensar bien lo que se propone decir ("En la invitación
a participar esta el secreto y en la calidad de los textos la virtud")1,
moldear poco a poco el espíritu de la revista, escribir atentamente
y no perder jamás de vista esta inmensa necesidad en que nos hallamos
de devolver a un país su autentica voz. Si hacemos que esta voz
sea de la energía mejor que del odio, del orgullo objetivo y no
de la retórica, de la humanidad antes que de la mediocridad, muchas
cosas podrán salvarse y no habremos desmerecido.
1 Editorial revista Casagrande, Octubre del 97. |