Recogió
de la mesa la pistola ya cargada. A fuera la calle
despertaba. Las aceras chupaban la humedad de la
madrugada, aprisa antes de que los rayos solares la hirvieran
para volar hacia las nubes. Vestido de negro carecía
de sombra, al igual que los vampiros no se reflejaban
en los espejos.
Era su
primera vez. Al coger la pistola notó que se le iba,
resbalando por el sudor frío y nervioso que mojaba
sus dedos. Se acercaba la hora.
El
sonido de la puerta del piso, en medio del silencio
del alba, quería romper los cristales del edificio,
con su inesperada y temprana contundencia. Luego el
ruido sobre los escalones, el eco de las pisadas
arrítmicas y huidizas. Algo al fondo de alguna
mirilla de vidrio, un ojo que, despierto por el
ruido, ausculta fugazmente y con tenacidad ese
momento previo al crimen, ese instante inexistente en
que puede evitarse, antes de resignarse a
contemplarlo con impotencia.
El
instante de la duda. Al abrir el portal rebota sobre
su cara una brisa, casi un viento demoledor. Es un
aire frío y somnoliento, como todo aire temprano. Cincuenta
pasos calle arriba espera la muerte, tal vez de un
disparo en la nuca.
Los
segundos caen como losas, cargando cada vez más sus
hombros nerviosos y cansados. Los músculos no
responden. El último segundo será infinito, se prolongará
para detener el vuelo meteórico de la bala asesina,
ya mojada en sangre de inocentes. Lasarte absorbe de
nuevo ese aire gélido del amanecer. Al llegar a sus
pulmones le hace temblar como un niño asustado,
envuelto en suspiros.
El
militar, de unos setenta años, vestido de paisano,
sale del portal y se dirige a su coche, situado a
unos cincuenta metros. Lasarte mete la mano en el
bolsillo derecho de su abrigo, buscando la
empuñadura del arma. El dedo índice, recio y a
pulso, mantiene el gatillo a un milímetro, todavía
debajo de la vestimenta, esperando salir a la
luz.
Con
repentina frialdad acomete su vil tarea, descargando
dos veces su furia asesina en forma de acero
punzante, que atraviesa la carne vieja y débil. El anciano
apenas tiene tiempo de suspirar antes de caer inerte.
¿Para esto valía la pena el esfuerzo? Una bala en
la sien y otra en el oído, para asegurarse de la efectividad
de su ritual. Lasarte contempla fugazmente los
despojos de su solitaria batalla, con una mezcla de
euforia y temor infantil, para luego salir corriendo
hacia un callejón cercano, donde le espera un coche
robado - en su interior caras negras y también
asesinas - para darse a la fuga.
Lo
siguiente es la sangre derramada, un cuerpo más
tumbado en el suelo, excusa para condenas, pura
improvisación verbal. Será un número más en la
lista de víctimas, y un resto más en la escombrera
de un pueblo amenazado, secuestrado por sus propias
ambigüedades.
Alexis, 26 de abril de 1996
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