Cuentos Completos
Ramón Amaya Amador y su circunstancia,
visto a través de un nuevo libro
Presentación a Cuentos
de hombres de cerro y pino
por JOSE LOPEZ LAZO
Estos son mis cuentos de cerro y pino; ( ... )
son paisajes y pasajes de mi tierra,
quizás cada uno tenga algo de mi propia vida
y de mis desgracias.
R.A.A
Es otro más de sus tantos libros que no pudo
ver en letra impresa. Seguramente lo llevaba consigo -inconcluso-
cuando se marcha, exiliado, a Guatemala en el año de 1946. Hay un
hecho significativo que nos hace deducir lo anterior; algunos de
estos cuentos habían sido publicados antes de su partida, en revistas
como Alerta e Istmania, las cuales había fundado y
dirigido con un grupo de amigos. Es casi seguro que en aquel país
dio forma definitiva al libro. Esto habría tenido lugar en el año
de 1950, que aparece como el de su elaboración final en el texto
primigenio.
Después de un segundo exilio en la Argentina,
regresa a Honduras en el año de 1957. La Junta Militar que gobernaba
en aquel entonces, había decretado una amnistía general. Hombres
de cerro y pino le acompaña en el regreso, quizás sus innumerables
azares en el exilio no le han permitido publicarlo. Y regresa para
quedarse. Él se iría. En abril de 1959 se marcha a Checoslovaquia,
donde se malograría en un accidente de aviación. Antes de alejarse
a la muerte había dejado el libro con un hermano en Tegucigalpa.
Éste lo guarda -esconde- por varios años, hasta que en 1986 lo entrega
a Carlos Amaya Fúnez, hijo del novelista, quien recientemente había
llegado de la Argentina. Finalmente, ¡al fin!, Amaya Fúnez decide
publicarlo once años después. Han pasado más de cuarenta años desde
que fue concebido y treinta y uno de la muerte de su creador.
Fue dueño de una gran capacidad fabuladora (Longino
Becerra), y de una dedicación disciplinada a su trabajo (Julio Escoto).
Sus libros andarán por el medio centenar. La prolijidad con que
escribió es asombrosa. No obstante, la muerte le llegó sin haber
publicado la mayoría de su obra, perseguida y dispersa; y el tiempo
siguió así... cómplice del silencio y exilio de su enorme esfuerzo
literario...
Cultivó todos los géneros en que tradicionalmente
se ha dividido a la literatura; sin embargo, habría de quedarse
con la narrativa y, dentro de ésta, con la novela, aunque lo
que más le gustaba era el cuento. Necesitaba de un género
que se volcase sobre la realidad exterior, en su caso concreto,
sobre la realidad histórica. La historia, nuestra Historia, concebida
como el producto de la lucha de clases, define su obra: gigantesco
campo de luchas, cuyo fondo último es una sola guerra: opresores
contra oprimidos. Hacia ahí confluye casi toda su obra. Pienso que
no tuvo conciencia, no delimitó el peligroso punto en donde literatura
e historia se rozan, pienso que para él fueron dos realidades mínimamente
diferentes. Para él hacer literatura era una forma directa de hacer
historia, de liberar a su pueblo de tanta opresión. De ahí que su
obra apenas evolucionara literariamente. Ni reflexión ante el lenguaje,
ni búsqueda de técnicas narrativas. Esto era imposible. Involucraba
una concepción más profunda de la realidad, de la que seguramente
tuvo conciencia -como se ve y explica más adelante-; pero no había
tiempo, ni ambiente propicio, ni deseo: no eran su circunstancia.
Le urgía transformar la sociedad, no el lenguaje ni las técnicas
narrativas: por ello trabajó con la óptica narrativa y las herramientas
lingüísticas que le brindó la tradición romántico-realista, que
ya para su tiempo eran una retórica gastada. La sinceridad, lo auténtico,
su visión dinámica del hombre y de la sociedad lo salvan. Su obra
convoca la dignidad y la esperanza de los postergados, a los que
siempre quiso ver de pie y caminando.
De esta manera, su afirmamiento
en nuestra Historia, en su proceso dialéctico, tiene sus frutos:
sin ese concepto del acontecer social, su narrativa sería la de
un criollismo puro, con su folklore [1], su
naturalismo fatídico o su costumbrismo ingenuo. El dinamismo de
la Historia le da madurez a su obra, aunque no la profundidad necesaria
para llamarla universal. Al presentarnos un hombre como producto
histórico, Amaya Amador lo hace caminar: hace caminar de su aparente
estatismo de piedra a la sociedad hondureña. A pesar que vio y convivió
con un hombre en un estado casi natural, no lo condenó a la pasividad
histórica de esta existencia, sino que lo ubicó como protagonista
de los procesos sociales. Hizo el primer gran esfuerzo por humanizar
y enriquecer la Historia propia sin deformarla en sus movimientos
esenciales.
El resultado es patente. Nadie como él para
señalarnos una Honduras sin modelos propios a que ajustarse, sin
sueños que seguir, sin conformación, ni dirección. No un país para
hacer, sino un país para saquear, al decir de Medardo Mejía: un
país al que nacionales y extranjeros se empeñan en explotar como
si fuese tierra enemiga. Ni aristocracia, ni burguesía, ni
clase media con ideas constructoras de un espíritu nacional, solamente
mandones, capataces, oportunistas, gendarmes y bandoleros... Lo
poco edificante, sepultado.
Por otro lado, un pueblo oprimido que sí ha
manejado esos altos valores del espíritu que convocaba
Mejía, Amaya Amador nos señala que ha sido el montuno,
el penco, el único que sí se ha afirmado con dignidad
en esta tierra. Él se los dijo. Les dijo que eran parte activa (viva)
de la sociedad y que unidos podían hacer de ella lo que quisieran.
Les devolvió su condición humana cuando eran considerados poco menos
que animales generadores de riquezas.
Por ello, el novelista de Olanchito es el más
leído entre los humildes. En esta, y en otras cosas no menos importantes,
radica nuestra deuda con él, la deuda de Honduras con él: le empezó
a abrir bien los ojos, los ojos que sí son sus ojos: los de su pueblo.
Hombres de cerro y pino se
compone de 17 cuentos, 15 fueron elaborados conforme a los modelos del relato
tradicional criollista o nativista, pero poseídos de un fuerte aliento
histórico. Todos los grandes tópicos del nativismo se encuentran
en este libro: orillamiento del campesino a montañas inhóspitas
y tierras estériles por parte de las compañías bananeras (El
azoro de la Bujaja), las guerras civiles, tan brutales, como
inútiles (El asalto de los descamisados, El coronel),
manipulación del campesino ingenuo por el político demagogo y corrupto
(En una democracia descalza), la mojigatería, relacionada
con cierta alcurnia en crisis (Cien pesos de honra),
la oposición romántica campo-ciudad (Una ilusión de querencia),
la venganza, la violencia (El asalto de los descamisados,
Cruz Marzo, Se da todavía el arroz la fatalidad
del destino, relacionada con el naturalismo (Ñeco, De
la mesmita sangre, Quiero pan, Por un cuarto
litro), relación hombre-naturaleza (El Ulúa era su compadre,
Por un cuarto litro, Cruz Marzo el cuadro
de costumbre (Navidad en la molienda la soledad como
destino irremediable (Hombres de cerro y pino), confrontación
idealismo-pragmatismo (El cuento de un cuentista y de sus
cuentos). En estos dos últimos cuentos, Amaya Amador nos presenta
otra visión de la realidad. Su temática se sale de la estrechez
del criollismo para tocar facetas más profundas del hombre y de
la vida. Lamentablemente sólo fueron breves instantáneas de su producción,
apremiada como se dice líneas atrás, por conflictos más urgentes
e inmediatos.
El referente de estos relatos es la Honduras
de principios de siglo, la de un semifeudalismo antiquísimo y un
precapitalismo importado. Ni industrialización, ni capitalismo pleno;
ni Joyce, ni Kafka, ni Freud:
La
sociedad hondureña se encontraba frente a una Honduras a dos
velocidades: La aceleración en el norte y el retardo en la
mayor parte del territorio nacional [2]
La mayoría de la población se concentra en el
campo en un estado casi natural. Más sensible y pasional que racional.
Más romántica que otra cosa. De ahí que muchos de estos cuentos
tengan elementos que se enlazan con esta escuela; incluso en sus
planteamientos sociales y revolucionarios.
Una reseña de los cuentos más relevantes por
su temática y por su forma sería la siguiente:
A. El cuestionamiento social
Es casi omnipresente. En algunos casos va estrechamente
vinculado con elementos naturalistas. Es notorio en El azoro
de la Bujaja, Ñeco, Quiero pan, ¡Se
da todavía el arroz!, En una democracia descalza,
De la mesmita sangre, entre otros.
En El azoro de la Bujaja se pone
de manifiesto las estratagemas urdidas por las transnacionales para
apoderarse de las tierras nacionales. Un grupo de campesinos, tolupanes
y ladinos, se ven obligados a trabajar la última tierra que les
queda, la fértil e inhóspita montaña La Bujaja. Inducidos
por su líder, el Chele Policarpo, deciden hacer un trabajo socializado:
...su pensada consiste en no repartirlas
tierras de Bujaja, porque dice que, aunque todos los
sanjuaneros, indios y ladinos, se tratan como hermanos, al dar
los terrenos divididos, provocarían disgustos y vendrían las enemistades
ya que todos querrían las mejores, los menos difíciles de trabajar,
los que tengan cerca buen riego de agua. Y eso no convendría de
ninguna manera, por lo que es preferible que a nadie se le dé nada
propio y separado y que los trabajos se hagan en común. -¿Qué ganan
las familias en (sic) tener propiedá cercada? no es cristiano decir:
Esto es sólo tuyo y esto sólo mío. Eso nos hace malos, envidiosos
y ladrones; por tener tierra propia los hombres se pleitean y se
matan. pp. 6-7.
Hermoso fragmento. Nos hizo pensar en Rousseau.
Su idea de la corrupción del hombre por obra y gracia de la propiedad
privada está explícita. Una especie de socialismo utópico cristiano.
Una de las furias románticas que empalman como la vanguardia en
nuestro siglo. Aquí es utilizada en su finalidad primigenia, como
una actitud de enfrentamiento a la propiedad privada, representada
por la compañía bananera que al final termina apoderándose de La
Bujaja, luego de hacer el montaje de un supuesto azoro
-desenmascarado por el Chele Policarpo, pero muerto en el momento
que lo descubre- que obliga a los supersticiosos campesinos a vender
el último patrimonio que les queda y a emigrar a los azares de una
vida sin tierra.
B. Injusticias sociales y naturalismo
'Ñeco es un cuento que cuestiona y, para
su menoscabo, propagandiza de una forma explícita. De marcada índole
naturalista, un halo fúnebre lo determina. Ñeco, el
personaje que da nombre al cuento, proviene de un hogar miserable.
Entra a trabajar a una fábrica de barrendero. Alienta la esperanza
de hacerse obrero, manipulador diestro de las máquinas de la fábrica.
Las llega a amar, a entender, a volverlas un símbolo: son una madre,
presa, robada a los obreros; algún día éstos la liberarán para que
sea totalmente de ellos:
Yo ya no podría vivir sin la fábrica;
para mí es como nodriza y los compañeros mis hermanos, aunque los
patronos son como esos padrastros terribles que sólo saben dar de
palos. Yo ya no podría vivir sin la fábrica, sin su canto, ¿recuerdas?
Ella me arrulló dándome palmadas en las posaderas, pero la he llegado
a querer como mis propias manos; espero que algún día la podremos
liberar de los tiranos patrones; si no fuera por la ambición de
ellos, daría más y mejor para todos. p.. 21.
Pero el fatalismo lo ha marcado. Muere cercenado
por la misma máquina que tanto amara. Sin embargo, sus compañeros
rescatan su ejemplo de lucha y Ñeco no es aplastado
íntegramente por la fatalidad.
Sin embargo, es De la mesmita sangre,
el cuento del más puro naturalismo. La herencia biológica, uno de
los asideros teóricos de esta corriente, juega el papel capital.
Un campesino fabricador y vendedor de aguardiente clandestino marca
hereditariamente con la desgracia de este oficio a sus tres hijos:
desde el mayor hasta el más pequeño sienten el fuerte deseo de fabricar
y vender aguardiente clandestino. Él termina en la cárcel, sus dos
hijos mayores, muertos a manos de las tropas del gobierno y el más
pequeño con la enorme perspectiva de seguir en este oficio cuando
crezca.
...la nana no tiene voluntad de trabajar,
tampoco de vivir. Piensa en su hombre todavía encarcelado y en sus
dos hijos muertos. Piensa y repiensa. El cipote está muy afanado
haciendo figuras de barro. ¡Bah, si todavía le queda esa última
esperanza! Se aproxima al cipote...
¿Qué hacés m'hijito?
El cipote con cara alborozada levanta
la cabeza, toma las figuras de barro y se las muestra a la madre,
diciéndole: -es un alambique, nana, un alambique...
Se oye el ¡guap! de un bofetón: la
mano empuñada de la nana esta vez sí ha caído en plena cara del
cipote que rueda de nalgas en el suelo. Las figuras de barro se
hacen tortilla bajo los pies descalzos de ella que los pisa como
pisar al mal destino. Y cuando le pasa la rabia, meneando la cabeza
con desconsuelo, doblegada ante la fatalidad, murmura con tristeza:
-¡Lo mesmo que los otros... la mesmita
sangre del tata... cususero también ...! p. 97.
C. La venganza
A lo irresoluble del destino, se suma el tema
de la venganza, siendo más amplios sería el de la violencia. Ser
eminentemente pasional, el hombre de nuestro pasado inmediato ha
sentido más que pensado, se ha emocionado más que racionalizado.
Arrojado a la pobreza (a la bajeza), a la soledad, no ha tenido
formas decorosas de vivir, formas dignas de afrontar el tiempo.
Quizás por medio de la violencia busque ser, ocupar un lugar activo
en un tiempo y un espacio que le limitan (le han limitado) hasta
matarle. Trascender la soledad a través de los espejismos de la
violencia (también la violación sexual y la parranda) ha sido una
de las salidas del hondureño. Es como el estallar de esas materias
inflamables que le queman por dentro:
Veía frente a sí al Antonio Morán,
su cara pálida ahora sí le recordaba la fisonomía de su odiado enemigo;
estaba envejecido, pero el fulgor maligno de sus ojos era el mismo.
¡Qué hermoso para Marzo saborear el mango maduro de su venganza,
ir chupándolo con deleite de matón! Iba a saldar la deuda histórica
de su juramento de hijo agraviado. ¡Matar! ¡Matar! ¡Matar! He ahí
el grito que dentro de su ser golpeaba con un timbal zambo en noche
de fiesta. Cruz Marzo p. 54.
¡Qué tiempo aquél! ya no volverá
otro ni parecido. ¿Nua ha estado usté nunca metido en combate aventando
bala de lo lindo? Pos siá perdido lo mejor de la vida. - El
asalto de los descamisados. p. 84.
D. Relación hombre-naturaleza
La fiera naturaleza aparece envolviendo y determinando
al hombre. Así como en La vorágine de Eustasio Rivera, la
naturaleza está plenamente animizada, llegando a adquirir rasgos
de personaje; el río Ulúa, por ejemplo, es personaje en el cuento
El Ulúa era su compadre. Aparece como amigo, compadre,
del cayuquero Pascual, y por esto, se deshace del amigo desleal,
el médico Nicanor:
El doctor se ha hecho hombre de confianza
en su rancho, su mujer hasta dormida lo mienta, por algo fueron
tan amigos cuando muchachos... p. 112.
-Yo se lo dije: no juegue con el río, pero
no hizo caso, (...). El Ulúa es traicionero como gente mala; no
perdona al que le caye mal; desde hacía años se la había jurado
a Canorcito y la cumplió: ¡se lo tragó entero con todo y mi cayuco!
(...).
Pascual hace su nuevo cayuco y
mientras trabaja, canta. Siente dicha porque luego estará sobre
el lomo de su amigo el río con el que se ha ecariñado aunque sea
traicionero como gente mala (...) Después de la tragedia del Do'tor
Pascual no sufre inquietud (...); pero murmura a ratos:
-¡El río es mi mejor amigo; me
ha querido desde cipote; somos compadres! p. 114.
E. Hombres de cerro y pino y El
cuento de un cuentista y de sus cuentos
Como se dijo al principio, 15 de estos cuentos
tienen en común la tradición narrativa. Sumamente anecdóticos y
transparentes, casi siempre agotadas sus posibilidades expresivas
en los linderos literales de la palabra, sostenidos básicamente
por un argumento muy bien construido y por sus enormes proporciones
épicas. Sin embargo, hay dos relatos en este libro que se alejan
del relato meramente criollista. Se trata de Hombres de cerro
y pino y El cuento de un cuentista y de sus cuentos'.
La modernidad asoma su rostro en estos cuentos, aunque sería muy
apresurado decir que la tengamos plenamente. Veamos: en Hombres
de cerro y pino se da una enorme identificación entre los
tres personajes centrales, los campesinos Juan Pablo, Juan Felipe
y Juan José, padre e hijos, respectivamente, y los pinos.
Los pinos viven en ellos, hieráticos, silenciosos,
impasibles, misántropos, pero sobre todo uniformes, no hay una personalidad
individual, en una sola se aprisionan los tres. Una mujer llega
y les subvierte el orden casi vegetal en que viven. La pasión erótica
los vuelve a la vida; sin embargo, han sido destinados a la uniformidad,
a la soledad común: los tres desean a la mujer que, para mayor desgracia,
les está prohibida: es hija del uno y hermana de los otros. Al darse
cuenta los Juanes desaparecen en la ladera rocosa que trabajan.
Tres troncos de pino nos dejan con la impresión de que se fundieron
finalmente a las coníferas: hombre y naturaleza en estrecha ligazón;
pero también imposibilidad de ser como individuo, inutilidad de
la plenitud amorosa: soledad. El hombre hondureño elevado a planos
universales, su orfandad en el tiempo, sus caídas, sus levantamientos
infructuosos, su incomunicación, su ausencia y sus renuncias: un
tiempo que lo aplasta y lo empuja a la nada: Aquí ya tenemos lo
universal en las entrañas de lo local y, en lo limitado y circunstancial,
lo eterno (Unamuno).
Nunca más volvieron; nadie supo dar
razón de ellos: Juan Pablo, Juan Felipe, Juan José; pero allá en
el trabajadero, siguen de pie tres troncos de pino que más que troncos,
son tres hombres inmóviles y de vida uniforme, sin horizontes, sin
emociones, sin alma; tres hombres de tierra de cerro y madera de
pino antiguo.
Las gentes del hato dicen que son
los juanes que de tanta soledad y olvido se convirtieron en troncos
quemados por el rayo. p. 81.
El cuento de un cuentista y de sus cuentos
se aparta completamente de la naturaleza de los demás cuentos de
este libro. Pareciera que la ruptura que inicia Hombres de
cerro y pino, se concreta en este cuento. La descripción del
paisaje desaparece para dar lugar a la descripción de carácter de
los personajes que se alejan totalmente de los personajes planos
de la mayoría de los relatos que le preceden. La ambigüedad y el
desconcierto que los define, los acerca más a nuestro tiempo que
a la narrativa tradicional. Por otro lado, el argumento soporte
principal de casi todos los cuentos precedentes se relega a un segundo
plano, para dar paso al relato de personajes. Amaya Amador se mete
de lleno al cuento sicológico. La técnica narrativa es la propia
de este tipo de cuentos: la del narrador protagonista. Dos personajes
permutan sus personalidades. Llevan los sugestivos nombres de don
Ramón y don Román. En este detalle ya tenemos una alusión a su cambio
de personalidades, 0 mejor dicho a la convivencia de uno en el otro
y viceversa: en primer lugar sus nombres tienen las mismas letras
y en segundo, al permutar la a con la o
y viceversa, en sus respectivos hombres, queda el nombre del otro
personaje; soy yo, don Ramón, pero también puedo ser don Román;
soy yo, pero también puedo ser otro, soy otro.
El argumento es el siguiente: don Ramón, un
pequeño burgués, se hace amigo de don Román, un escritor popular
(en el sentido de que escribe sobre campesinos y obreros) desarraigado,
con cierta dosis de alienación propia de su oficio, en la más completa
miseria. Deambula de un lado para otro con su libro de cuentos Hombres
de cerro y pino -las alusiones autobiográficas son notorias-
simpatizan y solidarizan hasta el grado que don Ramón ayuda con
la alimentación y alojamiento al literato. Este poco a poco se va
apoderando de la personalidad, casa, empleo y hasta de la amante
del primero que, por su lado, va haciendo suya cada vez más la cara
y oficio -se apropia del libro de cuentos de don Román- y la vida
miserable del literato usurpador de su personalidad. Él lo acepta
sin protestar. Al final termina en la calle cargando los cuentos
y la miseria de don Román y éste, en su casa sin ninguna preocupación
económica.
El círculo del cambio en los roles de sus vidas
casi se cierra cuando su amigo le regala chicharrones con tortilla
en el parquecito de cipreses adonde él llegara como el pequeño burgués
don Ramón a quitarle el hambre a su amigo con el mismo alimento.
Sin embargo, cuando le habla de sus cuentos, reacciona indignado:
-Es usted un idiota, en vez de buscar
una ocupación decente que le dé para comer como gente, anda sólo
buscando publicar sus porquerías de cuentos y demás majaderías que
no son sino alucinaciones absurdas, partos de un descentrado a quien
debieran tener en un manicomio. ¡Idiota! ¡Con cuentos va a comer
... ! p. 152.
La espiritualidad propia del trabajo artístico
y el pragmatismo del pequeño burgués que termina prevaleciendo.
Las necesidades básicas por encima de las necesidades espirituales,
sería mejor decir unidad contradictoria de estos dos elementos,
los dos comparten un mismo cuerpo, uno está alienado del otro y
viceversa, lamentablemente vence el que está afincado plenamente
en la sociedad materialista.
Quizás estas notas son pobres y esquemáticas
comparadas con la riqueza de este cuento. Quizás deje de lado el
hecho (importantísimo) del escritor que ahora hace literatura a
partir de la misma literatura, objeto ahora de reflexión y de creación.
Tal vez olvide la alienación de quien no es, de quien busca ser
en otro, ya que la sociedad le ha negado el complemento material
a uno (el escritor) y el complemento espiritual al otro (el pequeño
burgués); esbozo lo anterior para denotar la rica naturaleza multivisiva
(y la profundidad) de este relato que lo aleja de lo obvio y directo
de la mayoría de los que le anteceden. Definitivamente un cuento
de antología.
F. Aproximación a los recursos técnicos
En el argumento, ese elemento fundamental de
la narrativa anterior al boom, descansa la mayor pericia del autor
en estos cuentos y, generalizando, en toda su narrativa. En cuanto
a estos relatos, Amaya Amador sabe (o lo intuye) que como narración
corta, el cuento debe aprisionar solamente los momentos más intensos,
debe compensar en intensidad lo que no tiene en extensión. En el
relato Se da todavía el arroz tenemos un pasaje muy
ilustrativo de lo dicho. Matías Guerra, el personaje central, recibe
orden del coronel del pueblo de largarse de las tierras que él ha
ocupado y hecho producir arroz, después de grandes sacrificios.
Las tierras habían sido abandonadas por la compañía bananera debido
a su desgaste y esterilidad. Por ello, habían sido prometidas a
los campesinos sin tierra por las autoridades centrales y por el
mismo coronel, quien ahora sostiene lo contrario:
Ya loyiste Matías Guerra, en nombre
de la autoridá que so'yó, te notifiqueo quias dirte
diaquí a tres días; si a mi güelta tas aquí, diaquí te sacaré con
todo y refajos y cipote y ventevelloso. ¿Mias oido?
¡Orden diactoridá!
Los arrozales se ondean y el potro
del viento cruza al galope con un silbido de crines. La vaquita
se regala zacates en el potrero cercado con cercos de piedra; en
el palo de jícaro se están subiendo las gallinas, y la Concha, parada
en la puerta de la Champa, ve a su hombre con ojos de perra asustada,
mientras en su vientre ya está llamando a la vida el quinto cipote
que quizá no estire la pata como los otros. p.28.
El narrador crea la ilusión de un tiempo que
se detiene con esta disgresión. El anonadamiento ante la inesperada
e injusta orden, la no percepción de¡ tiempo transcurriendo, tiempo
puramente emocional, de Matías Guerra es sugerido, captado, en toda
su intensidad.
Casi siempre conforma la forma cerrada y autónoma
del cuento. El narrador se funde (confunde) con lo narrado. Narra
plenamente identificado con los caracteres de los personajes y la
atmósfera de la narración. A veces, pocas veces, obligado por el
afán de enseñar a cuestionar, rompe la esfera del relato con un
final forzado que no corresponde al desarrollo interno del cuento,
sino que a la conclusión -casi siempre socio-política- del autor,
dejando al lector como un mero receptor pasivo. Tal el caso de Ñeco,
El santo limosnero y Quiero pan. El final
de este último relato confirma lo dicho; ejemplo claro de la (con)
fusión entre literatura e historia del autor que se expone líneas
atrás:
Afuera seguía cayendo la lluvia impertinente;
y en un piso de la mazmorra. policial José Pérez, el campesino hambriento,
ya sin sentido iba quedando cada minuto más frío, más insensible,
más quieto...
Al día siguiente, el guardián de
la cárcel, encontró, envuelto en harapos, enlodados y rotos, el
endurecido y frío cuerpo de José Pérez. La boca estaba llena de
tierra como si fuera a comerla. Indiferentemente fue a notificar:
-En la cárcel hay un hombre muerto; es el ratero que trajeron anoche.
La sociedad estaba satisfecha porque
se deshacía de una amenaza a la propiedad. p. 61.
Con la frase del guardián de la cárcel se cerraba
el cuento. Hacia allí se confluía el relato de José Pérez, un hombre
que enloquecido por el hambre intenta robarse un pastel, capturado
por la policía, cuenta su paulatina caída en la miseria, en las
torturas del ayuno obligado que le ha empujado al intento de robo.
En el delirio del hambre pide pan a los policías y demás gente que
le rodean. Recibe burlas y golpes por parte de los policías que
lo terminan encerrando, semi inconsciente, consciente ya. Aquí no
cabía otro final que su muerte, hacía ahí nos llevaba el relato.
El cuestionamiento al orden social injusto estaba explícito sin
romper la pequeña esfera del cuento; sin embargo, el autor agrega
su conclusión, que ya se sale del pequeño mundo del cuento.
En conclusión, cuentos absorbidos por el criollismo
-pero no desnaturalizantes de la dinámica humana-, con elementos
que atisban la moderna narrativa hondureña. Quizás con ello se afloje
un poco el rígido apelativo de cronista de la sociedad, hondureña,
aunque él no lo quiera, pero que le ayudan a limar asperezas con
la literatura, aunque tal vez no importe, con su sinceridad y con
su obstinado afán de crear la esperanza para los humildes, ya se
ganó un digno espacio entre ellos, que a fin de cuentas era lo que
él quería.
Notas:
[1]
Su concepción de literatura lindaba con la de folklore. En El
cuento de un cuentista y de sus cuentos se dice lo siguiente:
Vea -expuso con tina mirada altiva, superior- soy muy raro
para darlos a leer a extraños, a profanos en la materia, a gentes
que nada entienden de literatura, de folklore, de esa expresión
y sentir de la gente de abajo expuesta en obras literarias.
[2]
Barahona, Marvin. La hegemonía de Estados Unidos en Honduras
(1907-1932). CEDOH. Tegucigalpa, 1989, pp. 65-66.
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