Vinos

En Europa se conoce a Chile, Argentina, California, Sudáfrica y Australia como regiones o países productores y exportadores de vino, pero generalmente les llaman de ultramar para diferenciarlos de los nobles mostos franceses, italianos y españoles (no mencionemos a los más exóticos y mucho más riesgosos portugueses, griegos o búlgaros). Si bien la provincia de Victoria no es la principal productora ni exportadora de vinos australianos, a una media hora del suburbio de Bundoora se extiende un hermoso y fértil valle dedicado a las vides llamado Yarra. Es allí donde tuvo lugar el encuentro que detallo a continuación.

   Aquella mañana de domingo era de viento helado y constante, y con calles rurales llenas de familias que iban a disfrutar del día a orillas de algún tranque cercano. Pasé por varias viñas sin que ni el nombre ni la entrada me convencieran a probar suerte hasta dar con un hermoso camino flanqueado de pequeños arbustos que se perdía en la montaña al poniente del valle, y el nombre de la viña (De Bortoli), acaso por recordarme a Italia, venció mi resistencia a bajar del coche.

   La casona pretendía ser colonial a la manera española: adobe rojo, tejas de arcilla, enredaderas y una que otra fuente en medio de pequeñas terrazas adoquinadas. Las vides se extendían en todas direcciones alrededor de la casona, y los nubarrones del oriente venían, cedían su lugar a un brillante cielo azul, y volvían a venir. Una docena de coches aparcados cerca de la entrada me dijo que quizás fuera algo tarde para ir a degustar cosechas, pero me dije que tal vez tuviera que ver con la hora, o el día, o mi ignorancia acerca de las costumbres locales. Era demasiado temprano para visitar el restorán, por lo cual encaminé mis pasos hacia la cava.

   Probé el vino al que le hacían publicidad, un pinot gris casi demasiado suave y ciertamente muy refrescante. Como no tardé mucho en catarlo ni en decidirme a comprar tres botellas, me abordó el visitante a mi lado izquierdo:
   —Debería haber probado el shyraz del 2002; está buenísimo.
   El acentazo italiano pertenecía a un tipo algo subido de peso y entrado en años vestido elegantemente, con pañuelo de seda y todo. A su lado había otro personaje al cual la misma descripción le calzaba a la perfección, el cual añadió:
   —Nosotros le regalamos una botella para que se convenza. Si le gusta puede volver y comprar más.
   Repliqué sorprendido que les agradecía mucho su recomendación y su gentil ofrecimiento, pero que de niño me habían enseñado a no aceptar dulces de extraños. Callé algo vergonzoso que me pasó por la cabeza en aquel instante: mucho menos si son dos hombres demasiado bien vestidos, y extranjeros. Le dije a la risueña rubia que nos atendía que llevaría una botella del shyraz para probarlo, a lo cual me respondió:
   —Hace bien. Los señores compraron dos botellas el fin de semana pasado, y ya ve: nos están dejando casi sin reservas ahora que se llevan dos cajas...
   —...entonces yo me llevo la última caja —terció el visitante a mi lado derecho con fuerte acento local. Más delgado y alto que los italianos, pero también de ropa fina, si bien menos llamativa.
   Una cosa llevó a la otra, como se dice a veces, y terminamos catando vinos y comiendo quesos y galletas en una pérgola al abrigo del viento que cada vez se ponía más helado y constante. Los italianos resultaron ser heterosexuales hombres de negocios de visita en Melbourne y Sydney por dos semanas, y el australiano era un abogado de Brisbane que visitaba a su hermana en un suburbio de Melbourne. Todos se admiraron de mi historia (la cual conté en su versión breve) y de mi ocupación, e hicieron gala de buenísima educación al no preguntarme para qué servía todo el asunto de las lenguas exóticas —y de gran tino al no decirme que no servía para nada.
   Como era de esperarse, a la tercera botella de cabernet shyraz se me había pasado la paranoia homofóbica, había olvidado mi monserga publicitaria acerca de las humanidades poco rentables y tenía claro que no podía conducir por las estrechas quebradas de caminos sinuosos muy pronto. Poco más de dos horas de anécdotas y análisis de coyuntura varios culminaron en una invitación a Brisbane y otra a Milán, por supuesto con intercambio de tarjetas y casillas electrónicas y todo lo demás.

   Una botella del pinot gris la bebí con un colega neozelandés, una larga noche de grata conversación acerca de las diferencias entre neozelandeses y australianos, ingleses y suizos. La botella del shyraz la bebí con varios colegas australianos que se sorprendieron de que hubiera comprado un vino tan caro sin antes haberlo probado. Las otras dos botellas del pinot gris y las invitaciones las tengo pendientes.

   No volví a comprar más, entre otras cosas porque el fin de semana siguiente no tuve coche para llegar al valle de Yarra. Entre otras cosas.


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