Cafés

Cada vez que llego a un lugar nuevo me pierdo la fiesta intelectual de aprender nuevos nombres, y a veces también nuevos tipos, de cafés. La razón es, obviamente, que no bebo café. No me da vergüenza ni pena reconocerlo, debo añadir. Así nomás es la cosa.

   En Australia no sólo los norteamericanos, sudafricanos o ingleses se sorprenden al oír en qué consiste tal o cual tipo de café, sino aun los neozelandeses tienen que aprenderse al menos algunas de las atractivas y crípticas denominaciones si quieren que les den algo parecido a lo que creyeron haber pedido. No, no aburriré a nadie con una larga lista de variaciones de la proverbial combinación de café, crema, leche y polvos diversos. Mejor es hablar de...cafés.

   Hablar, por ejemplo, de aquel sobrepoblado Starbucks un sábado de compras por la tarde. Mi acompañante, una colega especialista en literatura en otra ciudad australiana y poco mayor que yo, fue a reservar la última mesita libre que quedaba en un segundo piso lejano como la Cruz del Sur mientras yo hacía algo que parecía cola. Tardé como un minuto en darme cuenta que, aparte del personal —un muchacho colorín apenas mayor de edad y tres chicas rubias que corrían detrás del mostrador—, yo era el único sin ojos rasgados en ese primer piso. Muchos aventuraban sus frases pre-meditadas en un inglés algo hesitante, con gestos y maneras no muy del gusto anglo por cierto, pero algunos hablaban, miraban y se movían como los australianos descendientes de reos ingleses, granjeros irlandeses o aventureros escoceses. (Al momento de retirar mi pedido hubo la tradicional conversación acerca de cómo era mi nombre, por qué tan largo, y por qué nadie lo había escrito ni leído bien cuando mi asunto estuvo listo. Cuando ando con sentido del humor simplifico las cosas diciendo "Joe" o "Mike". Si percibo un sentido del humor inusual en quien me atiende digo "George W", o "Adolf", y por lo general podemos seguir hablando de algo más a deshoras. Pero esta ocasión fue diferente.)

   En el segundo piso, mi acompañante y yo también éramos los únicos "narices largas", pero —y esto fue lo inesperado, lo asombroso, lo increíble— también éramos los únicos en hablar. Todos en el segundo piso, serían unas veinte a veinticuatro personas, estaban absortos en lo que sus teléfonos móviles les enseñaban. Los ojos rasgados estaban concentrados, los labios silenciosos, las mentes ausentes.
   —¿Tienes dos a la mano? Me puedes enviar un mensaje y te lo contesto de inmediato —le dije a mi acompañante cuando deposité aquella parodia de bandejita sobre la mesa con un capuchino, un chocolate caliente y los dos últimos trozos de tarta de albaricoque que quedaban. Bueno, cujen de damasco para los amigos.
   —Me siento irreparablemente vieja —sonrió mi acompañante—. No tengo ni siquiera uno en casa.
   Me senté a la precaria mesita (¿cómo se las ingeniaron para que cojeara con sólo tres patas?) y aproveché que mi colega miraba divertida a su alrededor —no había notado el peculiar comportamiento de la juventud del segundo piso hasta que se lo comenté yo— para observarla con mayor detenimiento. Su cabello era castaño muy claro, casi rubio. Sus ojos eran de muchos colores: fundamental y tristemente grises, pero con algo de mar y lago en ellos. Su piel era mucho más clara que la mía, pero ni pálida ni reseca. Vestía una blusa blanca transparente bajo una delicada chaqueta beige de algodón y una generosa falda color caqui. Sus sandalias de cuero fingían ser hechas a mano y con respeto por el planeta y sus habitantes menos favorecidos, pero su estridente marca delataba otro origen y un precio elevado.
   —No me vengas con eso de "irreparablemente" —respondí—. No me vas a decir que tienes más de cuarenta años.
   —Tengo un hijo que acaba de comenzar la universidad, por si te sirve de punto de referencia —dijo enarcando las cejas y sin sonreír para nada.
   Hice un gesto con la mano izquierda que quería significar ¿y bien?, pero justo en ese momento una chica con la mirada perdida en la pantalla de su móvil chocó con mi brazo extendido —enviando muy irreparablemente al suelo mi trozo de tarta de albaricoque. Cujen de damasco para los amigos.
   Para mi gran sorpresa, la chica se deshizo en disculpas e insistió en ir a buscarme algo, lo que fuera. Le pregunté a mi colega si quería algo más, y para mi mayor sorpresa oí que respondía sí, gracias. La chica se internó en las profundidades del edificio con la promesa de traer un brownie o una galleta, y mi colega me ofreció lo que le quedaba de su trozo de tarta. Accedí con la condición de que dividiéramos el resto en dos.
   —¿A qué se dedica tu marido?
   —No tengo idea.
   Su respuesta me dejó boquiabierto.
   —Se fue a Inglaterra cuando nos divorciamos y hace años que no nos vemos. Solía enviarle regalos de Navidad a mi hijo, pero cuando éste cumplió los dieciocho años dejaron de llegar. Quizás se haya ido con alguna tailandesa a una isla. O tal vez se haya muerto de tanto beber cerveza. Ni idea.
   La llegada de la chica nos vino a rescatar de una especie de silencio autoimpuesto y algo incómodo, la verdad. Venía cariacontecida y con ambas manos muy ocupadas.
   —¿Pueden creer que un Starbucks como éste se haya quedado sin dulces? Lo único que quedaba era tarta de pollo con puerro, pero supuse que no sería lo mejor. Les traje los mejores cafés. Y por favor disculpen, ¿eh?
   Mi acompañante esperó que la chica se alejara para preguntarme:
   —Cada uno es casi medio litro de café... Tú no bebes café, ¿no es verdad?
   En inglés existe la posibilidad de responder con ese conveniente nope. Para efectos de esta narración supongamos que utilicé eso que a Carlos Fuentes le gustaba tanto de José Donoso:
   —No, fíjate.
   —¿Alguna razón en especial?
   Por lo general espero ese momento para decir razones religiosas, o por mi bisabuelo y su timón o algo que ayude a romper el hielo, pero era innecesario entonces.
   —Para no terminar como tu marido.
   De mejor gana de lo que esperaba, mi acompañante rió un buen rato, mostrándome una coqueta fisura entre los dientes y cerrando los ojos. Bebió lo que le quedaba de su capuchino y tomó con ambas manos, como si se tratara del cáliz maldito en "Indiana Jones y la última Cruzada", el primero de esos gigantescos brebajes que nos habían sido obsequiados por alguien que no volveré a ver nunca más. La espuma entre la boca y la nariz le quedaba bien, hacía juego con sus pendientes exóticos.
   Obviamente, no se lo dije.

   El siguiente café en que paramos era minúsculo: un solo piso y cuatro mesas muy cerca unas de otras. Un ventanal enorme nos separaba de la terraza, donde las sillas de lona absorbían una lluvia discreta pero despiadada. Dos chicas atendían con desgano y mal genio a las parejas en las mesas. Los primeros podrían haber sido nuestros padres, hablaban muy poco inglés y mucho japonés, y estaban absortos contemplando un álbum de fotos. Los segundos, de unos veinticinco años y bajo un disonante cuadro barroco ("Madonna con bambino"), hablaban como australianos acerca de música, pero ignoro si eran de Melbourne o no. Los terceros eran ingleses: dos hombres tomados de la mano y con las rodillas muy juntas discutiendo adónde ir a hacer surf ahora que el tiempo estaba empeorando por aquí. Los cuartos éramos nosotros, al lado de un laúd y un piano vertical en un rincón.
   Conversé un poco con mi acompañante acerca del sentido de la vida, la soledad en la posmodernidad, el sexo entre adolescentes y la fauna en peligro de extinción, pero demasiado poco para mi gusto. Conversé un poco más con una de las meseras, que resultó ser chilena. Morena pero exótica, de Ovalle, la menor de siete hermanos, lleva cinco años en Australia, en fin. Conversé, para mi gran sorpresa, mucho más con la otra mesera, que resultó ser alemana. Rubia escandinava, de Hamburgo, hija única, apestada en Australia, y la chilena le robó el novio hacía una semana, por lo cual estaba considerando seriamente buscarse otro trabajo. Le levantó el pololo para los amigos.
   La chilena se decepcionó al constatar que yo no bebía café.
   —Pero fíjese que el que tenemos acá es café en serio, no como el Nescafé ése de Chile...o la cosa llena de crema y espuma del Starbucks.
   —Te creo, pero trátame de tú. Tan viejo no soy.
   —Ay, no sé...es que me da como no sé qué...
   —Quédate tranquila, no te voy a esperar a la salida del trabajo. Hazme el favor de tutearme porque si no me voy a sentir como si fuera tu papá, y no quiero ni pensar en lo que haces con el pololo que le levantaste a la alemana.
   Se puso roja de rabia y me escupió, conteniéndose apenas:
   —¿Eso le contó? No sabía que andaba por todos lados inventando cuentos. Ella lo engañó con otro tipo, y él se dio cuenta. Tan simple como eso.
   Le puso el gorro con otro gallo para los amigos... Mi acompañante desapareció cruelmente en el baño, dejándome a la merced de algo que amenazaba en transformarse en telenovela venezolana. La chilena, llamémosle Paula, decía no entender mucho alemán, y la alemana, llamémosle Andrea, confesaba saber decir sólo puonchoono y puenes noites —quizás hubieran podido aclarar los malentendidos si hubieran tomado cursos.
   Salimos de ese lugarejo, que gracias a la música de Simon & Garfunkel habría sido entrañable, a una fresca noche estrellada que apenas sabía de lluvias, noviazgos truncos y migraciones poco felices.
   —¿Cómo aprendiste español? Pensaba que eras suizo... —me preguntó finalmente mi colega tratando de sacudirse el frío de la espalda—. En todo caso, no sonaba tan parecido a lo que hablaba la chica sudamericana. ¿Lo hablas con acento español, o es que tienes acento suizo?
   Lo hermoso de la vida es que nunca deja de darle a uno sorpresas. ¿Qué se responde a algo así? Paula, que se despidió de mí con un ambivalente beso medio en la mejilla y medio en la boca, y con un mucho más ambivalente que le vaya súper bien, vuelve pronto, hablaba con un acento bastante indefinido o mezclado a ratos, pero cuando se encabritaba se le salían los tonos y las vocales largas, una que otra tr de las susodichas y por supuesto que más de una ch de las muy susodichas. Mi acompañante no entendería aquellas sutilezas, si pensaba que mi nombre de pila era italiano. Andrea, que apenas se despidió de mí porque se trenzó en una discusión de proporciones con los japoneses, me dijo que "no le dejara propina a la sudamericana" cuando le di su propina, lo cual me pareció de la peor calaña, pero en fin.
   —Lo hablo con acento árabe —dije finalmente—. Debe ser por eso que en los controles de seguridad de los aeropuertos me miran como si fuera a volar el edificio entero. Mi inglés también suena árabe, ¿no? Anda, sé que es así.
   Mi colega rió de nuevo con carcajadas que obviamente le servían de terapia, de lo cual me alegré profundamente.

   Está de más decir que aquella tarde y aquella noche nos sirvieron para conocernos mejor. Antes y después de la cena debe haber batido el récord de consumo de café por unidad de tiempo ese día, y yo consumí alternadamente toda la reserva de té que tenía en su habitación y media botella de un estupendo Shyraz local. Le dije que mi relación con Chile iba, bueno, un poco más allá del encuentro con Paula en el café. Ella me dijo, cuando le conté los pormenores del problema entre Paula y Andrea, que si debía ser sincera su marido se había ido a Inglaterra con una chica más joven que, oh destino insondable, había sido alumna suya. Le dije que la espuma del capuchino le iba maravillosamente con aquellos pendientes de marfil o conchas polinésicas. Me dijo que su marido era ingeniero eléctrico. Le conté que escribiría acerca de ella en un sitio público en Internet, a lo cual su respuesta fue:
   —No me preocupa en lo más mínimo. Vas a adornar todo para quedar bien tú, ¿no? Además, seguramente va a estar plagado de errores y nadie lo va a tomar en serio. Te creo más la versión de que tienes acento árabe (a pesar de que en inglés no te has delatado todavía) que todo ese cuento de Chile. A un sudamericano no lo habría invitado a mi habitación de noche y solo.
   Aquél sería el día de los cafés y las sorpresas, definitivamente. La memorable confesión se produjo poco antes del alba un domingo para el cual habían pronosticado chubascos ocasionales. Me levanté para ir a dormir siquiera un par de horas, pensando en lo raro que estaba el mundo. Una australiana prefería pasar la noche conversando con un suizo de nombre italiano que en realidad era árabe a invitar siquiera a una taza de té a un sudamericano de cualquier procedencia.
   —Es bueno saber que ya no te sientes tan irreparablemente vieja —dije con todo el veneno que fui capaz de poner en mi voz, pero mi colega se había dormido en el sillón antes que de yo pronunciara mi frase clave.

   Decaf, non-fat, cappuccino. Así habrían pedido en un Starbucks neoyorquino lo que mi colega bebió hasta caer rendida.

   Bueno, eso de caer rendida es un decir. No vaya a ser que se me malinterprete. Después de todo, soy sudamericano, ¿no?


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