SYMBOLOS
Revista internacional de 
Arte - Cultura - Gnosis
 
EL COMBATE ENTRE
EL CARNAVAL Y LA CUARESMA (2ª parte)
ANA CONTRERAS

El combate entre los personajes que encarnan el Carnaval y los que encarnan la Cuaresma simboliza en última instancia a nuestra alma debatiéndose entre el orden y el desorden, entre el Bien y el Mal. A diferencia de lo que estamos acostumbrados en este mundo moderno, Bruegel lo pinta aquí sin dramatismos, aunque con cierto humor, pues desde arriba la Manifestación tiene algo de comicidad: se trata de un combate pacífico, donde los dos cortejos conviven y circulan, y cuya alternancia alude a un calendario circular, que representa el tiempo según un principio cíclico que hace que las estaciones, meses y días se repitan. Los elementos de un bando dan sentido a los del bando opuesto a la vez que su inversión horizontal se debe a un efecto espejo. Sin duda el pintor quiere expresar así que es inútil luchar contra molinos de viento. Antes habrá que comprender. Y para comprender hay que estar dispuesto al sacrificio, a dar la vida por lo que reconocemos como lo más valioso, algo invisible pero tan real que no albergamos ninguna duda, convirtiéndose en la finalidad de nuestra vida.

De hecho, los personajes de uno y otro bando son los mismos, sólo les separan cuarenta días y cuarenta noches. El movimiento alrededor del pozo es el devenir de uno en el ciclo de la vida. Visto así, Carnaval y Cuaresma constituyen una muestra a escala del ciclo de la vida de un hombre y de todo lo que existe. La vida es eso. No son opuestos porque son uno mismo. El personaje que encarna el Carnaval es el mismo que el que encarna la Cuaresma cuarenta días antes o viceversa. Son también dos formas de tomarse la vida: en Carnaval uno se pone al mundo por montera, y en Cuaresma se pasa cuarenta días de duelo. El secreto está en encontrar el término medio, una neutralidad en la que uno no se sienta afectado ni por los momentos de euforia ni por los depresivos, porque como dice Ramón de Campoamor: “En este mundo traidor, nada es verdad, ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.

Avanzamos a base de coagulaciones y disoluciones, un Solve et Coagula continuo por el cual se muere a un estado para poder nacer a otro. El Carnaval representa la coagulación, que a través del exceso llega a su máxima expresión para seguidamente disolverse en la Cuaresma, una muerte necesaria para el renacimiento que simbolizará posteriormente la Pascua.

Se expresa en ambos ciclos el nacimiento, esplendor, decadencia y muerte de cada uno de ellos hasta el ciclo anual siguiente en que se volverá a repetir lo mismo, permitiendo estas fiestas regular el flujo de energía durante el año. Dice René Guénon en su artículo “Sobre el significado de las fiestas carnavalescas” respecto al Carnaval que “se trata de dar satisfacción al “hombre caído”, en cuanto estas tendencias llevan a desarrollar sobre todo las posibilidades más inferiores de su ser. (…) Se trata en suma de “canalizar” en alguna forma esas tendencias y hacerlas lo más inofensivas posible dándoles oportunidad de manifestarse, pero sólo durante periodos muy breves y en circunstancias bien determinadas, y asignando además a esa manifestación límites estrictos que no se permite sobrepasar. Si no fuera así, esas mismas tendencias, faltas del mínimo de satisfacción exigido por el estado actual de la humanidad, amenazarían con producir una explosión y extenderse sus efectos a toda la existencia”, lo cual parece que ya ha ocurrido, visto el desorden general que vivimos y al que Guénon define muy acertadamente como un “siniestro carnaval perpetuo”.

Tal y como explica dicho artículo, el Carnaval es un tiempo de inversión en el que las leyes humanas y naturales son abolidas y ridiculizadas, para ser mejor respetadas una vez acabada la fiesta, en la Cuaresma, constituyendo una válvula de escape para la sociedad, y no un peligro para su estabilidad. Sin embargo, la represión de estas fiestas que, como el Carnaval, han ayudado en todos los tiempos a limpiar el alma, y más concretamente el psiquismo inferior, en una especie de catarsis colectiva inducida por lo que fueron antiguamente ritos absolutamente ordenados y regularizados en el calendario, acaba provocando una explosión, como avisaba Guénon en su artículo. Esa presión ejercida por los estados inferiores del ser acaba corrompiendo el alma, por no poder dar salida de forma ordenada a todo ese fuego, a todo ese caos, lo que se traduce en enfermedad a todos los niveles, como es especialmente evidente en este final de ciclo.

Incidiendo en la idea de orden, es gracias al eje que todo se ordena según una jerarquía muy rigurosa, discriminando entre lo de arriba y lo de abajo. Entre ambos está el Alma. Hemos visto que la simetría vertical estaba expresada mediante la cuerda del pozo, subiendo y bajando desde el fondo de la tierra hasta el cielo, que se refleja invertido en sus aguas. Lo de abajo conoce lo de arriba a través del agua, símbolo del Alma, que se conoce a sí misma espejada en ella. Esta idea es recogida por la deidad del mundo intermedio, Hermes, dios educador, intermediario, intérprete y mediador entre los dioses y el inframundo, psicopompos que guía a las almas a través de su viaje post-mortem. Hermes se halla también simbolizado por el pequeño bufón, que conduce a la pareja a través del espejo. En su caduceo reconocemos en las dos serpientes las dos corrientes cósmicas cuya dualidad signa toda la manifestación y que se unen en la varilla de oro, el eje, que atraviesa el centro de la rueda, señalando así la salida de éste a través de la Iniciación y la posibilidad de realización a través del trabajo hermético y sus juegos de manos con los cuatro elementos figurados sobre la mesa del Mago del Tarot.

El cuatro aparece simbolizado de forma llamativa por la forma cuadrada de este pozo, ya que generalmente se suele representar los pozos redondos. Naturalmente, Bruegel no escogió esta forma porque sí. Probablemente quiso reflejar con ello la Tierra, donde tiene lugar toda la escena, dando a entender que esta imagen simbólica del Cosmos debe ser considerada desde una perspectiva terrestre, desde aquí abajo; y efectivamente en ella, el autor refleja sin prejuicios ni disimulo la condición humana, de una forma objetiva, sin la caricaturización excesiva y a veces moralizadora que hace a menudo el Bosco, a quien Bruegel considera su “padre espiritual” y en el que se ha inspirado frecuentemente en su obra. Parece querernos transmitir que, pese a que lo que hay aquí abajo es lo que hay -y no hace falta entrar en detalles-, no por ello no va a ser posible el Paraíso terrenal. Es decir que la Jerusalem Celeste, la cuadratura del círculo a la que parece aludir el pintor, es realizable si somos capaces de interpretar y descifrar las claves. Es decir que a través de este mandala, podemos conseguir salir del juego, aprendiendo a jugarlo. “Conocer el juego es aprender a salir de él. Jugándolo” (*). Se nos ha dado todo desde el principio para poder realizar la Gran Obra. Incluido el libre albedrío, que Bruegel interpreta aquí a través de la figura del bufón, pues saber escoger con sabiduría tiene bastante que ver con la locura, pero con la verdadera locura, que es una entrega de amor al Conocimiento. Jugar el juego es la encarnación, la identificación con el símbolo y por índole con lo simbolizado.

Desde el ángulo de visión propio del mundo de Yetzirah, o mundo de las formaciones, en síntesis se trata de dos tipos de procesiones, la laica y la religiosa, aunque Bruegel nos muestra objetivamente la realidad de cada una de ellas sin esconder nada: la laica con su desenfreno, incontinencia, lujuria, vicio, derroche y gula, y la religiosa con su moderación, castidad, circunspección, recato y decoro, pero ¡ojo! también con su salvaje e indecente hipocresía, a diferencia de otros autores moralistas que obviarían este aspecto que iguala la balanza. Para dar un ejemplo de esta imparcialidad, y recordando una vez más la carta de la Justicia del Tarot que nos muestra un Bruegel justo y dispuesto a penetrar las apariencias con la espada de la Inteligencia, vemos a la salida de la iglesia, una retahíla de mendigos parásitos de la sociedad que saca buen provecho del ánimo “virtuoso” de los beatos que cree salvar su alma dando limosna. En oposición, están los otros mendigos e inválidos, “sus opuestos análogos” (*), que parecen parodiar ese mundo oficial en su Rueda de la Fortuna particular, y un par de individuos jugando a los dados y “perdiendo su alma” por un juego de azar “pecaminoso”.

Y es que Bruegel describe con todo lujo de detalles las miserias y virtudes del alma humana. Se enfrentan escenas opuestas pero complementarias del Carnaval y de la Cuaresma que el autor conjuga en una hábil y a menudo humorística correspondencia que facilita su lectura, encarando constantemente el Bien y el Mal. Así, el Carnaval, momento de excesos, fiesta y placer se sigue de la Cuaresma, signada por la renuncia, la penitencia y el recogimiento.

Carnaval y Cuaresma son indisociables e interdependientes: en Carnaval se dice adiós a la carne, a través del exceso, preparando la entrada a la Cuaresma, en la que domina el pescado y la escasez, que sólo es posible respetar tras un periodo de licencia absoluta como es el Carnaval, donde las reglas y límites son transgredidos sin mesura, lo que permite acatarse a ellos más fácilmente a continuación.

La Cuaresma marca así un retorno a la austeridad, al rigor, un rigor especialmente evidente, por poner un ejemplo por todos conocido, en la alimentación, que no permite alimentos grasos (ver los arenques a los pies de la Cuaresma) y exige la purificación, no sólo a través de la oración, sino gracias al consumo de alimentos que se consideran puros, como la miel (ver la colmena), o los bretzels (pequeños panes secos con forma de ocho).

Pero Carnaval y Cuaresma están tan unidos que es como si en la tremenda resaca que sigue al Carnaval, uno pasa del exceso al ayuno sin mediar su voluntad, como el péndulo, que llegado a un extremo, vuelve solo hacia el otro, pues no le queda otra.

Observamos que aunque efectivamente el cuadro está dividido en dos, representando respectivamente el ciclo del Carnaval y el ciclo de la Cuaresma, ambas mitades son complementarias: el Carnaval representa la fiesta, y la Cuaresma, la austeridad. Volvemos a encontrar aquí simbolizadas estas dos corrientes cósmicas, la expansión y la contracción, girando ambas en sentido inverso la una respecto a la otra a ambos lados del eje que las divide. El ciclo del Carnaval gira en sentido contrario a las agujas del reloj y el de la Cuaresma lo hace a la inversa, otro elemento que refleja la oposición del uno respecto al otro y a su vez el efecto espejo. A fin de cuentas, ambas representan las dos caras de una misma moneda: los 40 días del Carnaval, número cíclico, representan la Luz y los 40 días de la Cuaresma, la oscuridad. Carnaval y Cuaresma es una misma cosa. El personaje de Carnaval es el mismo que el de la Cuaresma, cuarenta días después, tras los efectos del ayuno y la mortificación.

Es evidente que el pintor ha querido incidir en los círculos o ciclos, pues muchas escenas son escenificaciones de ciclos dentro de otro ciclo más grande, a su vez dentro de otro más grande, etc. Mundos dentro de mundos, un engranaje perfecto en que en cada parte está el todo. El observador puede, en una mínima escena, reconocer todo un microcosmos.

Al fin y al cabo, y como es propio del plano Yetzirático, se trata de los aburridos “rollos que reiteramos una y otra vez. La exacta circularidad reincidente, pese a que creíamos haber encontrado una salida. …La bobina de la mente no podrá jamás ser desenrollada por ella misma porque está implicada en el proceso. El cinematógrafo cerebral es la sucesión de rollos que se enroscan los unos a los otros sin solución de continuidad”(*). La clave del asunto nos la brinda Federico González al final de este texto alquímico: “La reincidencia existe para ser trascendida”.

Y con estas mercuriales palabras entramos en el mundo de Beriyah, donde predomina la idea, el arquetipo, donde la individualidad quedó ya atrás.

Una imagen elocuente de la supraindividualidad que caracteriza este plano está expresada por el hecho de que tanto el bufón como la pareja de iniciados estén de espaldas, ocultándose sus rostros. Ellos ya han muerto a su individualidad, y en tanto que han muerto, se puede decir incluso que ya no son, una clara alusión al Deus Absconditus, al No-Ser. Así la dualidad vida y muerte cobra sentido en la simultaneidad que permite el eje, donde se unen y conjugan los opuestos.

Pero la muerte adquiere aquí un significado sagrado, convirtiendo así a la vida en algo igualmente sagrado. Se trata de una muerte en vida, que hace posible el viaje del Alma a través de las esferas y que posibilita el conocimiento del Sí-mismo que culmina con la salida del Cosmos y la Libertad. La muerte es lo que da sentido a la vida y así debe ser entendida, pues la vida, tal cual vemos aquí, no tiene sentido en sí misma sino gracias a esa muerte ritual, al sacrificio. Morir a lo conocido es condición necesaria para poder abarcar lo desconocido, donde el Ser está ya liberado de todas sus limitaciones y esa libertad es lo que persigue el iniciado. Así éste deberá ir muriendo a todo lo conocido, para alcanzarla. Morir en vida a través de la Iniciación es lo que nos permite trascender la Creación, negándola, pues también es una ilusión, y en ello consiste el viaje, en atravesar los planos sucesivos y simultáneos, la cadena de mundos que constituye en sí el Cosmos. El conocimiento de los múltiples estados del Ser representa el restablecimiento de la Unidad Primordial, y a partir de ella es posible su trascendencia.

Así pues, se torna indispensable, por un lado, reconocer esos momentos clave en el calendario, como es el caso del Carnaval y la Cuaresma, que constituyen una posibilidad de salir de la rueda. Comprender qué significan, de qué forma son encarnados en nuestro interior, pues en el fondo se está hablando de algo que está en nosotros mismos, pues “más allá no es fuera, sino dentro”(*). Cada día y cada instante de ese mismo calendario que se repite año tras año nos brinda la posibilidad de conocer esa realidad otra, a través de la reiteración del rito, de aprender a ver la vida como algo sagrado. La desritualización y la desacralización total que se viven actualmente sumen al hombre en un estado de confusión y desorden que impide tomar conciencia de la magia que impregna toda la existencia, y éste percibe su vida como algo lineal con una supuesta meta material. Hasta aquí ha llegado la inversión.

Por otro lado, es necesario para quien reconozca estas verdades en su interior, reunir el valor, “la fuerza necesaria para salir del pantano” (*) y atreverse a dar el paso para conocer otra realidad, nuestra verdadera identidad. Lo que se propone aquí es cambiar la rueda por la espiral, y ese paso es la Iniciación. Sólo el Conocimiento puede salvar nuestra alma, es pues preciso salir de la ignorancia. Conocer la Cosmogonía es comprender las leyes del Universo, lo cual es análogo al funcionamiento de uno mismo, y es imprescindible conocerla para poder trascenderla y trascender la dualidad que signa toda la Creación. La iniciación propone ese conocimiento a través del conocimiento de uno mismo, del Sí mismo, gracias a una vía iniciática por la que seremos guiados por Hermes, por nuestro maestro interno.

¿Y quién mejor que el Diablo, un Diablo axial, para conocerse a sí mismo? El Diablo es nuestro aliado pues es nuestro espejo, el espejo de nuestra propia ignorancia, ese espejo que lleva a la espalda uno de los personajes del cuadro. Uno no se da cuenta al principio de que es uno mismo el que se está viendo en el otro, cae en la tentación de pensar que lo que está viendo y no le gusta es por supuesto del otro. Así empieza toda la historia, con este estúpido autoengaño. Un reflejo del error original: pensar que lo que no le gusta a uno no forma también parte de uno mismo. Porque uno siempre cree saber más, y así cae en su propia trampa, creyéndose algo autónomo, creer en esa ilusión que percibimos como exterior a nosotros. Una separación ilusoria que nos hace caer y crece a medida que nos identificamos con nuestra individualidad, con nuestra personalidad.

No por casualidad hallamos en el centro del cuadro al bufón, al que asociamos ahora con la carta del Diablo, y a la pareja, a la que podríamos asociar con la carta del Enamorado, coincidiendo ambas en el centro del Árbol Sefirótico, en Tifereth, y que como decíamos, significa la Belleza. Una belleza no aparente, como lo es la belleza desde el punto de vista profano, sino reflejo de otra belleza, la verdadera, que se manifiesta a otro nivel mucho más sutil, dispuesta a ser desvelada a quien realmente la busque.

Y en esta encrucijada de su hermética y camaleónica trayectoria, el bufón, como el Virgilio de Dante, ayuda a atravesar el espejo a la pareja que lo sigue: un hombre y una mujer que cruzando el eje entre los dos mundos, ya fuera del espacio y del tiempo profanos. Este par de personajes está a punto de convertirse en uno solo, uniendo lo femenino y lo masculino en un andrógino.

Ambos están simbolizando la Iniciación. Él con su espada, símbolo del discernimiento que permite la Inteligencia, y ella con la linterna que simboliza la Luz de la Sabiduría, unidos ambos por el Eje figurado por el centro del cuadro. Su actitud es decidida, con un rumbo bien marcado, contrariamente al resto de personajes, errantes y gregarios. Esta imagen parece remitirnos de nuevo a la carta del Enamorado del Tarot, aunque en una aspecto diferente, y conjuntamente con la carta del Carro: la elección ya ha sido hecha acertadamente y se reemprende la marcha por el camino de en medio, o sea por el eje. Una vez más, encontramos aquí la complementación de los contrarios: el hombre y la mujer, él armado con la espada, símbolo del Rigor, y ella portando la linterna, símbolo de la Misericordia, detalle que nos recuerda el traje arlequinado del Mago representado en la primera carta del Tarot, que encarna precisamente esta complementariedad de los opuestos. Este efecto viene a ser una evocación del Andrógino, simbolizado así por esta pareja cuyas respectivas polaridades se hallan así entrecruzadas y armonizadas.

Pero el lenguaje mudo de la pintura también se refleja mediante el número, alter ego de la letra,  mediante una geometría invisible a primera vista pero que sirve para expresar un orden y unas ideas. Desde la copa del Árbol de la Vida o más bien desde su raíz, pues el árbol está invertido, señalando así nuestro origen divino, es decir desde Atziluth, se tiene una perspectiva que permite ver ciertas figuras geométricas que vienen implícitas en los números, y así vamos a ver que cómo destacan en el cuadro los cinco primeros números.

Obviamente, el uno viene representado por el centro del cuadro, el pozo, punto alrededor del cual todo gira, pero también por el propio cuadro en su totalidad, como cosmos en sí, ya que el uno es lo más pequeño y a la vez lo más grande, es decir que la unidad, al mismo tiempo que es contenida en todo, lo contiene todo.
El dos aparece expresado por las dos polaridades, orden-desorden, Bien-Mal, figuradas por el Carnaval y la Cuaresma, aunque de hecho, el pintor expresa continuamente la dualidad en multitud de escenas dentro de cada uno de ellos, con lo que cada escena se desdoblaría a su vez en dos, con lo que también se refiere a que todo lo creado tiene una cara luminosa y una cara oscura.

En cuanto al tres, vemos un triángulo formado por la polea del pozo como vértice superior, la Cuaresma como vértice inferior derecho y el Carnaval como vértice inferior izquierdo. Bruegel aprovecha la ocasión para hacer una alusión al simbolismo alquímico: la base de color negro sobre la que se desplaza el Carnaval alude al Mercurio, mientras la base de color rojo de la Cuaresma representaría el Azufre. Curiosamente se invierten las correspondencias de uno y otro en un diseño arlequinado (sobre lo cual volveremos más adelante). Así el triángulo formado representaría los tres principios de la Alquimia: el Azufre, el Mercurio y la Sal, y que coincide con las tres columnas del Árbol de la Vida Cabalístico, a saber, el Azufre con la columna de la Gracia o Misericordia, representaría el Carnaval, el Mercurio con la columna del Rigor o la Forma, representaría la Cuaresma, y por tanto el retorno del Alma a su origen, la vuelta al orden, quedando la Sal simbolizada por la columna del Equilibrio, símbolo del Eje, representada por el pozo y su polea.

Volviendo a la forma cuadrada del pozo, reconocemos en ella el simbolismo del cuaternario, que sirve al hombre para orientarse en el Cosmos y que constituyen el fundamento sobre el cual se erigirá la piedra angular o piedra filosofal: los cuatro puntos cardinales, los dos solsticios y los dos equinoccios, los cuatro elementos, las cuatro edades de la humanidad, las cuatro estaciones, las cuatro virtudes cardinales, las cuatro letras del Tetragrammaton, correspondientes a cada uno de los cuatro planos de la Creación según la Cábala, y sus cuatro niveles de lectura, las cuatro fases de la luna, siendo el número cuatro un número clave en el Hermetismo, que signa la creación y el orden material que el hombre es capaz de reconocer. El 4 es el número intermediario entre la Unidad y la Manifestación, el vínculo entre el 1 y el 10, ya que si descomponemos el 4 según las enseñanzas de Pitágoras, por la suma del 4+3+2+1, obtenemos el 10, y 1+0 es igual a 1, permitiendo así el paso de la unidad al denario y viceversa, haciendo posible el camino de retorno a la Unidad.

Y más allá del cuatro, el cinco, es decir el cuadrado y su centro, o quintaesencia: el claustro en el simbolismo cristiano, de donde parten los cuatro ríos del Paraíso, Moisés y los cuatro profetas, Jesús y los cuatro evangelistas, los cuatro puntos cardinales a los que hay que llevar la Palabra del Evangelio. Se trata del quinto punto que se hace presente a través del eje de la polea del pozo,  y que es el punto determinante pues a través de él tenemos la oportunidad de salir del espacio delimitado, del laberinto del plano horizontal y conocer la verdadera Libertad, simbolizada como veremos por el bufón.

La estructura es, en un primer enfoque, circular o más bien elíptica, debido a la perspectiva, y nos remite, tal cual el símbolo de la rueda, a la Cosmogonía. A través del pozo, de su forma y lo que ésta nos sugiere, podemos advertir el simbolismo de la rueda, que constituye una verdadera síntesis de la Cosmogonía, y al que Federico González dedica un brillante estudio en su libro “La rueda, una imagen simbólica del Cosmos”. Advertimos su presencia en la cruz invisible formada por los cuatro vértices del pozo, y su centro, atravesado por el eje que representa la cuerda del pozo. A su vez, gracias a un quinto punto representado por la polea que permite que suba y baje la cuerda, adivinamos la figura geométrica de la pirámide de cuatro lados, la piedra angular, símbolo de inmortalidad. De hecho, la polea y la cuerda que sube por un lado y baja por otro también nos remiten al Principio polarizado, o al compás del Gran Arquitecto.

Volviendo al conjunto, al observarlo atentamente, nuestra atención antes de perderse en los detalles, es de nuevo captada por el centro del cuadro, que el pintor ha iluminado con especial interés, dándonos a entender que en él se encuentra el tesoro escondido, la clave. En este caso, parece que Bruegel ha estructurado su obra entorno a dos figuras centrales: el pozo, alrededor del cual gira todo, haciendo alusión a la Estrella Polar, y el bufón, que va por libre.

Lo que en síntesis pretende expresar aquí Bruegel de forma velada –pues es obvio que por menos te quemaban por hereje- es exactamente lo que enuncia Federico González en “En útero del Cosmos”: “Nunca nada será mejor. Aquí no hay otra cosa sino un ahora reiterado” (*). Y con estas palabras está todo dicho para quien las sepa interpretar. De este mundo no hay salida por la horizontal – no obstante en el plano horizontal las posibilidades han de llegar a su máxima expresión, al punto de inflexión que invierte la tendencia, para así reconocer que no hay otra salida que el camino de retorno, y a su vez las dos corrientes cósmicas constituyen el soporte para realizar el conocimiento de nuestra verdadera identidad, que descubrimos análoga a la del Cosmos. Como decíamos, la clave del asunto está en trascender la reincidencia.

Todo es un juego. Y tomárselo en serio es no saber perder, cuando en el fondo, todo está perdido de antemano. Se trata de saber mantener el equilibrio, de mantener siempre la atención concentrada simultáneamente en lo de dentro y en lo de fuera, estar abierto por dentro y cerrado por fuera, interpretando.
Bruegel propone seguir al bufón, al Loco, y cruzar esa frontera, ese límite difuso entre el Carnaval y la Cuaresma, una grieta en el espacio-tiempo por la que uno puede “colarse” al otro lado y descubrir otra realidad, donde todo es tan igual y sin embargo tan diferente, pues como decía Paul Éluard: “Hay otros mundos, pero están en éste”.

El verdadero viaje es el retorno al origen”. Volvemos así al principio, como tiene que ser, para redescubrir poco más allá al Loco, paseando por un mundo de locura, muy distinta a la suya, que no le afecta, ya que está por encima del Bien y del Mal. Único personaje libre de verdad, fuera del tiempo y del espacio, del Cosmos. Verdadero protagonista.

Como decíamos al principio, el sempiterno disfraz del bufón es clave para su supervivencia, pues le ayuda a pasar inadvertido, a hacer lo que le viene en gana, lo que no es sino reflejo de su libertad, ya que está más allá del bien y del mal. Y es verdaderamente libre porque no se cree nada de este mundo invertido, porque ha muerto a él, condición sine qua non en la vía iniciática.

Conclusión
En síntesis y a modo de conclusión, este estudio no nos está hablando de nada exterior a nosotros mismos, pues al fin y al cabo nada existe fuera de uno. Lo que hace no es sino revelarnos nuestra estructura interna, perfectamente análoga a la del Cosmos - como dice la Tabla de Esmeralda: “Lo de arriba es como lo de abajo y lo de abajo como lo de arriba” - donde es necesaria una permanente conjugación de los opuestos complementarios, de nuestros estados inferiores y superiores para encontrar el equilibrio que permitirá la transmutación y el peregrinaje por los diferentes estados del Ser, que acaba donde acaban sus límites, accediendo así a lo Ilimitado.

Penetrar el símbolo en toda su profundidad es un apasionante aventura: el verdadero viaje cuyo fin es siempre e indefectiblemente el descubrimiento de la cara oculta, el Deus Absconditus, el Gran Misterio: principio y el fin de todo lo cognoscible.

Existen muchos tipos de lenguaje, pero a fin de cuentas, todos están destinados a hacer de intermediarios dentro de la Creación, pues se necesita un emisor y un receptor, y por lo tanto sigue habiendo dualidad. No obstante, el silencio es su forma más sublime en su negación, ya que emisor y receptor son uno: el Ser y su alter ego, el No-Ser. Al final, “luz, sólo luz, invisible, sin espejo” (*).


NOTA
(*) Las citas marcadas con un asterisco pertenecen a la obra de Federico González: “En el útero del Cosmos”, versión teatral de un libro del mismo autor titulado “En el vientre de la ballena - Textos alquímicos”.


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