Santiago Kovadloff

Filósofo, Ensayista, Poeta y Traductor.

Esta exposición en un esbozo acerca de lo que pienso sobre este tema. En general siempre es conveniente pensar que todo lo que uno hace es un esbozo. De modo que la presunción de que con más tiempo podríamos llegar más lejos, en todo caso es un tanto ingenua. Pienso que con más tiempo se puede ensanchar el campo de la necesidad de contar con más tiempo.

Hacia el año 1772 Voltaire visitó Inglaterra por segunda vez, en esa ocasión lo llevaba a Londres el interés de conocer al que en ese momento era, sin lugar a dudas, el más célebre de los dramaturgos británicos del momento. Cuando lo encontró en virtud de la cita que éste le había dado, al aparecer el dramaturgo en la antesala donde se conocieron, Voltaire se puso de pie y dijo: "Tengo el honor de saludar al más importante de los dramaturgos del siglo XVIII". El hombre se detuvo ante él, lo miró a los ojos y le dijo: "Señor mío está usted ante todo saludando al Conde de Chesterfield".

La anécdota creo que es ilustrativa de una característica que en relación a nuestro tema vale la pena recordar.

Cada época suele interpretar las patologías que le son propias, no tanto desde la conformidad con la naturaleza intrínseca de esas patologías, sino de acuerdo a la índole del vínculo que instala con ellas.

Del mismo modo Voltaire, a fines del siglo XVIII, afirmaba que de los valores más altos que podían distinguir a los hombres del momento era ser un dramaturgo, un creador literario. Sin embargo este hombre vivió todavía en un mundo donde la aristocracia estaba, digamos así, acorazada en la preeminencia de sus propios valores y estimulaba que fundamentalmente uno es un Conde y además escribe.

Este desencuentro entre las denominaciones concebidas como más o menos relevantes, aparece también en el campo de la noseología, creo yo, y en el campo de la caracterización de las enfermedades que se consideraban típicas en un momento.

Hay un libro, que seguramente todos conocen, "La enfermedad y sus metáforas" de la ensayista norteamericana Susan Sontang. Posiblemente es una de las obras más claras acerca de este valor que las enfermedades revisten. Valor significa en este caso, jerarquía.

Hay enfermedades que son características de una época. A diferencia de lo que podríamos pensar la mayoría de nosotros, ser un intelectual no tuberculoso hacia 1830 no era sumamente distinguido. Lo mejor era que el cutis de uno guardara cierta palidez y que la posibilidad de prolongar la vida en exceso no fuera muy evidente. Lo mejor era ser una especie de poeta lánguido que cada tanto tosiera y dejara entrever, a los ojos encantados de las damas seducidas por la propia poesía, que se moría.

La tuberculosis fue una enfermedad importante desde el punto de vista de la jerarquía social que tenía frente a otras enfermedades; eso no significa que se la haya disfrutado en exceso, pero de todas maneras, cada época sabe hacer de lo que le pasa una escala de valores determinados. Creo que vale la pena tenerlo en cuenta en el umbral de esta conversación.

La drogadicción no es un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo. Eso es más que obvio, pero es un fenómeno que en nuestro tiempo adquiere ciertas características.

El objetivo de esta charla es intentar penetrar en la relación, en la trama del vínculo que guarda la caracterización que nuestra época hace de la drogadicción, con la índole de esta época.

En nuestra época la drogadicción puede ser caracterizada también, aunque no exclusivamente, como un proyecto empresarial. Se trata de una iniciativa empresarial, de una tentativa de apertura, consolidación y desarrollo de un mercado de consumo que no sólo supone la existencia de un último eslabón, que es el consumidor, sino un auténtico criterio de gerenciamiento, de administración, que está fundamentalmente orientado hacia la expansión del mercado. Es decir, la creación de zonas de honda interdependencia entre la producción de la mercadería, la gestación del consumidor y el enlace entre lo que podríamos llamar, la producción de la materia prima y el desarrollo de los vínculos geopolíticos que garanticen el buen funcionamiento de la empresa.

Los hombres y mujeres que están involucrados en el sostenimiento del mercado adictivo son auténticos empresarios. Nosotros en general solemos tomar contacto con las víctimas de la drogadicción, por una parte, y, por otro lado, con esa parte intermedia, que son las expresiones menos relevantes del intelecto mafioso, que suelen estar en la base de la organización de estos emprendimientos.

Lo cierto es que en nuestra época la droga es un proyecto empresarial que se despliega en el marco de una cultura que no es incompatible, desde el punto de vista ético, con esa concepción de la droga; si no que es además profundamente compatible con él. No necesariamente entre las sociedades en donde emerge el drama de la drogadicción hay incompatibilidad, prefiero privilegiar, por lo menos en el marco de esta conversación, las compatibilidades existentes entre lo que podríamos llamar la demanda de la droga y las características estimulantes que la sociedad puede ofrecer.

Nos toca vivir en un momento que tiene entre sus rasgos distintivos la caída de los ideales de la modernidad. Qué relación puede haber entre este tiempo en el cual se consuma esta caída, con la tendencia de hacer de la droga un recurso posible en la configuración imaginaria de la identidad?

Quisiera empezar por caracterizar cuatro rasgos distintivos de este momento de fin de siglo, de la caída de la Modernidad, que me parece que son profundamente transformadores en cuanto a la época en que nos toca vivir. Es decir que tiene un alto valor de incidencia en la reconfiguración del mundo histórico en que nos toca vivir. Luego voy a relacionar los efectos de estos valores con la idiosincracia de lo que llamaría la arqueología y la mitología de la drogadicción.

Un primer rasgo distintivo de nuestro tiempo es la transformación que en él sufre el concepto de naturaleza. La Modernidad se empeñó, y pudo, concebir la naturaleza como un objeto de posesión, prácticamente desde que se inició la política de los descubrimientos, hasta que se despliega la colonización en América, en Africa, en Asia, la naturaleza es concebida por las metrópolis europeas como aquello que está ahí para ser tomado.

La constitución de la subjetividad europea se lleva a cabo mediante el acto de posesión de la naturaleza como un objeto propio. Tenemos muy cerca, en el Museo Larreta, un cuadro memorable (lo cual no quiere decir bello) en el cual se ve a Colón desembarcando en América y al lado de él hay un señor, un escribano, tomando nota, haciendo un inventario de los bienes de la Corona. La famosa carta que Bartolomé de las Casas supo preservar para nosotros, en la cual Colón le cuenta a los Reyes de España qué es lo que tiene delante, da cuenta del criterio posesivo de la mirada de Colón.

Colón no ha llegado sino a lo suyo, es decir, a lo de España. Está en un territorio que le pertenece por el sólo hecho de haber llegado.

Doy un pequeño ejemplo que creo es de extraordinaria elocuencia. Colón le cuenta al Rey Fernando y a la Reina cómo son los indios; les dice que es gente extraordinariamente ingenua. Primero, porque andan con sus vergüenzas expuestas, lo cual quiere decir que no han pecado nunca; segundo, porque cuando toman una espada lo hacen tocando el filo, se cortan y no entienden por qué. La conclusión que saca Colón es que con semejante docilidad, adaptarlos a las necesidades de la Corona no puede ser excesivamente trabajoso y añade: "les llevaré a vuestras mercedes, 12 de estos para que se les enseñe a fablar", porque los indios no fablan. Fablar es hablar español; si no habla español, no habla nada. A tal punto es que no hablan nada, que el que cree haber llegado a la India, le pide a su intérprete que interrogue a esta gente para saber dónde está el reino, la capital. El indio le contesta: Gua na na mi. Entonces Colón dijo: el reino. El intérprete le dijo: no, dijo Gua na na mi, pero es que tiene un dialecto que no consta entre los que domino.

Entonces Colón empieza a traducir lo que escucha según la lógica de su deseo, no entendía ni una palabra de lo que decían. Es que en 1842 no era indispensable entender sino a alguien, cuando nadie habla no hay por qué entenderlo.

Este concepto del indígena como un ausente está extendido a la naturaleza como objeto de posesión, no está reconocido como un objeto de otro, sino como una cosa propia por el hecho mismo de la presencia ante él.

Todo el Renacimiento despliega esta concepción instrumental de la naturaleza, que consiste en que la subjetividad se constituye en subjetividad sólida a medida que la naturaleza se constituye en objetividad indudable. Por supuesto que esto se ha extendido hasta hace unos pocos minutos, nuestra cultura ha sostenido este concepto de la naturaleza como objeto de posesión, que se constituye la subjetividad mediante el acto de posesión.

Pero en nuestro siglo ha ocurrido un fenómeno extraordinariamente novedoso, consiste en que los efectos de este trato dispensado a la naturaleza como objeto indiscriminado de posesión ha generado, por parte de ella, una violenta respuesta de rebeldía; de las cuales el agujero de ozono no es sino uno de los tantos ejemplos que podemos dar. Las aguas contaminadas, el efecto de la ausencia de los bosques, el aire enrarecido de las ciudades, son indicios del vínculo abusivo que el hombre ha mantenido con una alteridad que no supo concebir como un interlocutor, sino sólo y primordialmente por lo menos, como objeto de posesión.

Hoy la naturaleza se niega a ser concebida como una alteridad autónoma y pide ser reconocida como una dimensión del ser propio, es decir, del hombre. Estamos aprendiendo, en nuestro tiempo, que la naturaleza somos nosotros y que el destino que corren las aguas, el aire, los bosques, la atmósfera, es nuestro destino.

Por lo tanto, el concepto de cuerpo propio sufre una redefinición profunda a partir de la crisis unilateral que implica el hecho que el hombre entable con la naturaleza una relación de explotación exclusiva o preeminente.

La naturaleza protesta y dice mi destino es tu destino, lo que a mi me ocurra es lo que te ocurrirá.

Nuestro corpus no tiene su límite en la piel de nuestro cuerpo inmediato, sino en el destino de lo mediato, somos lo que le ocurre a lo mediato, a lo que está más allá de nuestra piel concreta.

La época nos fuerza, en consecuencia, a redefinir el sentido de la identidad propia. Cuando digo `yo' estoy diciendo algo más que mi mismo, de lo contrario corro el riesgo de no decir ya `mi mismo'.

El otro elemento interesante de nuestro tiempo, que debe ser tenido en cuenta para repensar la drogadicción a la luz de las características de la época, es la transfiguración extraordinaria que sufre el concepto de saber.

En la Edad Media se produce este fenómeno. Hay una honda fragmentación geopolítica, es la que está caracterizada por el feudalismo, y una gran unidad cosmovisional impresa por el cristianismo. Entonces tienen una consmivisión cristiana que le infunde unidad a la fragmentación política dada por el feudalismo. El saber homologa lo que las circustancias sociopolíticas diversifica.

En nuestro tiempo ocurre exactamente lo contrario.

Nosotros pertenecemos a una época signada por una gran unidad geopolítica, lo cual no quiere decir ecuanimidad, dada por los medios de comunicación, primordialmente por el desarrollo tecnológico, pero por una profunda fragmentación del saber también.

Pertenecemos a un tiempo en el cual la noción de especialización ha desplazado por completo la posibilidad de contar con una cosmovisión integrada, que de cuenta de la diversidad a través de la unidad del saber.

Entonces tenemos una profunda interdependencia geopolítica habilitada por la comunicación y una honda fragmentación en el campo del conocimiento cuya cúspide es la apología del especialista, ese hombre que dice `yo estoy en lo mío'.

Por supuesto, uno podría preguntarse: De qué otro modo organizar el saber si no es a través de la especialización creciente de lo de uno? Esto en cierto modo es así; pero, por otro lado, esta creciente dedicación a lo de uno, hace que uno comience a sentir como ajeno a si todo lo que no tenga que ver con su especialización: `Yo no estoy en política porque no es lo mío'. Tendemos a hacer de lo micro una unidad y la unidad es algo mínimo. El problema de la unidad de lo real se lo dejamos a alguien que se ocupará del problema de destino general de la cultura y del destino general del conocimiento; uno no puede, uno está muy ocupado con lo suyo.

Esta legitimación del saber fragmentario y de la especialización, contribuye enormemente a generar hondos problemas de aprehensión de los múltiples valores significativos de cada uno de los fenómenos que estudiamos.

Sin duda, psicopatológicamente es posible abordar el problema de la drogadicción. Bastará?. Y si sumamos a un sociólogo, un antropólogo, un especialista en televisión, las Fuerzas Armadas? Bastará? No, porque no se trata de sumar, no se trata de crear un club de especialistas.

La mentalidad fragmentada está presente en cada uno de los sectores con criterio fraternal convocados para abordar el problema. La noción de totalidad exige otra aptitud que no es sumar las partes. Este es un problema que plantea nuestro tiempo.

Cómo organizar el conocimiento de manera que el carácter multívocamente significativo de un fenómeno, pueda ser tomado en cuenta sin la melancólica resignación del especialista?

Un tercer punto que me parece imprescindible tener en cuenta para caracterizar nuestro tiempo, tiene que ver con la transformación que en nuestro siglo ha sufrido la noción de progreso. Nosotros, hombres y mujeres de nuestro fin de siglo, provenimos de una cultura caracterizada por la interpretación positivista del progreso.

El Positivismo, la doctrina que Augusto Comte hizo memorable en la segunda mitad del siglo XVIII, propone esta idea: supongamos que la superficie de una mesa es la realidad, ella está poblada de enigmas, por lo tanto el progreso es el movimiento que voy realizando y que permite reducir lo enigmático a diáfano, lo desconocido a conocido. De tal forma que a medida que avanzo sobre la superficie, la cantidad de ignorancia en ella existente se ve reducida porque yo progreso. Como progreso cada vez más, cada vez se más, cada vez desconozco menos.

De esta festiva visión del conocimiento, que hoy sobrevive en la bandera del Brasil bajo el lema de Orden y Progreso, por supuesto habría que encontrar su contraparte en el desarrollo de las ciencias hasta no hace mucho llamadas duras, es decir las ciencias matemáticas y astronómicas, que contribuyeron a demostrar que sólo hay progreso a medida que se generan incógnitas, no a medida que se las extirpa. Ejemplo prosaico de esto es que un hombre interesante no es un hombre que no tiene problemas, es un hombre que tiene problemas interesantes. Un hombre que no tiene problemas, lo sepa o no, es un difunto. Nosotros tendemos a concebir la felicidad como ausencia de problemas, eso cuando no pensamos, pero cuando nos detenemos a reflexionar un momento, advertimos enseguida que es la calidad problemática lo que define una vida como interesante y no la ausencia de problemas.

Por lo tanto, el progreso significa gestar dilemas inéditos. Podemos advertir que no siempre las sociedades que enfrentan problemas graves, tienen problemas interesantes. La nuestra es una sociedad que tiene problemas graves pero es improbable que sean problemas interesantes, son problemas que hablan de una hipoteca con la justicia, con la consolidación de la democracia, muy profundos. Somos una Nación que progresa? Yo diría que positivamente si.

El cuarto aspecto de nuestro tiempo, creo que está muy vinculado con el problema de las adicciones, tiene que ver con la inviabilidad en la segunda mitad del siglo XX, de la posibilidad de poder seguir concibiendo el despliegue de los enfrentamientos bélicos sobre la base de las premisas en que normalmente se los entendió. Normalmente una guerra se llevaba a cabo para alcanzar el exterminio del enemigo, hoy en día el desarrollo tecnológico de los instrumentos bélicos no permite ya barrer al otro, porque la equitatividad en que esos instrumentos bélicos se encuentran repartidos entre las potencias más desarrolladas, obligan forzosamente a no exterminar al enemigo sino a disuadirlo. Disuadirlo quiere decir tener que convivir con él.

Si se aplicara con ecuanimidad el instrumento bélico tecnológico contemporáneo, no habría vencedores. Es indispensable que aprendamos a seguir matándonos de tal manera que pueda sobrevivir la imagen del vencedor, al menos es uno de los ideales de esto que llamamos civilización.

Al no poder exterminar al otro, al tener que contar con él, al vivir en una paradójica democracia de recursos bélicos, podemos decir que la imagen del otro aparece como complementaria de la mía. Tengo que contar con él, no puedo prescindir de él. él está allí y me hace frente con un poder equivalente al mío, es imperioso entendernos.

Nadie puede presumir que el hombre va a cambiar su conducta ecológica, bélica, cognoscitiva, en virtud de una tendencia natural al bien. Es más prudente pensar que, si las circunstancias lo fuerzan, quizás cambie.

Estamos en un momento histórico en el que es tan hondo el compromiso generado por los efectos del abuso global de la alteridad que se ha hecho en nuestra civilización, que estamos aprendiendo a tomarlo en cuenta, no por amor sino por necesidad. No está mal, dentro de todo, que aprendamos a convivir aunque las razones sean algo espúreas, pero lo cierto es que pertenecemos a una cultura que ha enseñado a abusar de la alteridad, es decir, a no concebir la alteridad como parte de la identidad personal.

Este es el marco en el cual quisiera inscribir las reflexiones sobre la ideología, la arqueología y la mitología del adicto.

La caída de los ideales de la Modernidad es la caída de un concepto del YO, en el cual este yo racional se concebía como autosuficiente y pleno en su concepción de la verdad. La racionalidad moderna, la racionalidad cartesiana, este concepto de la contradicción como error metodológico que puede ser superado mediante un razonamiento coherente y adecuado, supone que la identidad es plana. Es decir, que un sujeto racional es todo lo que un sujeto puede ser. El famoso Discurso del Método de Don Renato Descartes plantea esta idea: si usted se equivoca es que no razona bien, no es que estemos condenados al error.

A fines de la Modernidad, Freud, Nietzsche, Kierkergaard, enseñaron que más allá de la dimensión diurna del hombre, hay una dimensión nocturna; que es también lo otro de si.

Un novelista memorable, Robert L. Stevenson, relató en una novela que el cine destrozó, una obra espléndida que se llamó "El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde". En esa novela Stevenson plantea el problema de los hombres que se empeñan en ecotomizar el bien del mal.

El Dr. Jekyll es un científico memorable que se ocupó de inventar un recurso que le permitiera dividir el bien del mal, en forma alquímicamente pura. Lo logra, el problema es que cuando lo logra la parte bestial de él, el mal, se dedica de noche a violar adolescentes, sale por las calles, rompe casas, ataca a la gente, destroza a sus semejantes En suma, causa una serie de trastornos brutales y cuando regresa a la casa, pasado el efecto de la droga, se convierte en el eminente científico, el Dr. Jekyll hombre al que la Academia valora enormemente.

La cosa va más o menos así hasta que una noche Jekyll invita a pasar la noche con él a su novia, que es una muchacha encantadora de la alta aristocracia victoriana. Comen juntos, pasan la noche juntos y ella se despierta absolutamente feliz por la mañana, abrazada por él. De pronto se da cuenta que el brazo que la envuelve tiene una extraña pilosidad y que las uñas no son las del elegante científico que se había acostado con ella antes. Está en los brazos de Mr. Hyde.

El hombe ya no controla la cosa y se convierte en bestia cuando menos lo espera y vuelve a ser él cuando no lo quiere. Termina suicidándose, por supuesto.

Lo interesante de la obra, en un orden metafórico, es que muestra muy bien que el descontrol sobreviene porque acaso no estemos llamados a la escisión químicamente pura entre el bien y el mal.

Acaso nuestro destino sea convivir en un acierta penumbra, que Rembrandt retrató maravillosamente, que hace que uno sea a medias y vea a medias, viva a medias y muera a medias. Lo cual no es una apología de la mediocridad sino, en todo caso, un conocimiento de la finitud, de los límites con que uno cuenta.

En este marco, entonces, me parece interesante tomar en cuenta dos conductas del adicto que revisten un fuerte valor mitológico.

Quiero caracterizar la primera de esas conductas como una conducta moderna, aunque no sólo lo sea, pero en nuestro tiempo es posible ver un efecto de la caída de los ideales de la modernidad en estas conductas.

Yo diría que el adicto no aspira a reconocerse como parte de una totalidad, sino como una totalidad sin más. Busca en el consumo de drogas, el camino hacia una plenitud compensatoria que lo libere de la angustia sembrada en él por una realidad perdida como presunta instancia armónica, equilibrada e inteligible.

Digamos que el adicto vive en un mundo que abusa del otro tanto como él abusa de si mismo. Esta idea de que es posible prescindir de la alteridad para auto constituirse en una totalidad, descansa, al menos en relación a nuestro tiempo, en el supuesto de que el yo se constituye mediante la subestimación de la alteridad.

Adictos de nuestro tiempo no son sólo entonces los que consumen drogas, sino también los que abusan de toda alteridad, en la presunción de que este modo constituye más identidad, más yoidad.

Este repliegue químico que el adicto lleva adelante, se cumple sobre un vacío fundamental que es presentado obviamente por él y que ocupa el lugar de lo que nosotros normalmente llamamos el YO.

Este vacío fundamental lo vive también el hombre de nuestro tiempo, en la medida en que la identidad moderna está constituida sobre los parámetros de una racionalidad excluyente y esta racionalidad cae. La característica de nuestra época Posmoderna es intentar la transición desde una identidad inequívocamente racional a una identidad más matizada donde los elementos no racionales entran en juego también.

Me parece que un grave error político en la comprensión de la drogadicción, consistiría en entender que la diferencia entre el adicto y la sociedad en la que vivimos, no es de matiz. Creo que es una diferencia de matiz y no de naturaleza.

La adicción es una conducta fuertemente generalizada en nuestra cultura.

En el marco de qué valores, en el marco de qué experiencia social, en el marco de qué experiencia civilizacional se puede cumplir la cura o el tratamiento del adicto?.

Evidentemente a nosotros nos toca asumir la responsabilidad de orientar al adicto en el marco de una sociedad que adolece de adicción. Es decir, en una sociedad en donde se han resquebrajado las prácticas alternativas a las crisis que el adicto encarna.

No se si hubo épocas mejores, nosotros tendemos a creer que si, pero todas las épocas tienden a creer que el pasado fue mejor. Lo cierto es que la nuestra se caracteriza por ser una época con un muy bajo umbral de tolerancia a la indeterminación y la ambigüedad.

La gran literatura trágica de nuestro tiempo, la que está encarnada por Franz Kafka, Sammuel Becket, Fernando Pessoa, Jorge Luis Borges, Unamuno, esa gran literatura trágica que es la del siglo XX, que es trágica en la medida en que pone de manifiesto la imposibilidad de encontrar un desenlace inequívoco a la noción de conflicto, es decir, de exterminar el conflicto, por eso no es una literatura dramática. La característica del drama es que el conflicto tiene siempre un valor pasajero y se resuelve, en la tragedia no se resuelve, se potencia, pero esta potenciación implica un crecimiento ético. Sobre esto voy a volver enseguida.

Lo que quiero decirles de inmediato, es que la literatura de nuestro tiempo caracteriza la experiencia trágica de un modo muy particular y revelador para nosotros.

La tragedia sobreviene como creciente descubrimiento de la propia ausencia. Un ejemplo: una mañana golpean a la puerta del Sr. José K., personaje de "El Proceso" de Franz Kafka. En la puerta hay un señor sobriamente vestido que lo mira, mira el papel que tiene en la mano, lo vuelve a mirar y le dice: usted es el Sr. José K.? Este responde que si. Ud. está detenido. Cómo?. José K?, me dijo que es Ud, está detenido. Pero no, por qué yo iba a estar detenido?. Ud. es José K., la dirección es esta, está detenido acusado de haber cometido un crimen. No, es un mal entendido, yo no cometí ningún crimen. Ud. es José K., esta es la dirección, entonces viene conmigo. Yo voy pero no es cierto, absolutamente no es cierto.

Entonces la marcha poco a poco va mostrando que el Sr. José K., que reivindica ser inocente, no sólo no puede terminar de comprender al autor intelectual del crimen del cual se lo acusa, sino que además no encuentra recursos para probar que él es él, porque además no cuenta lo que dice si no consta. Termina siendo asesinado sin saber cuál es su delito, quién lo acusa de qué.

Poco a poco esta novela, como "Esperando a Godot" de Sammuel Becket, como los cuentos de Borges, vienen a mostrar el gradual vaciamiento de una identidad supuesta.

El hombre descubre poco a poco que no es lo que él cree, y no sabe muy bien qué es entonces. Este es un recurso de la literatura de nuestro tiempo, donde la identidad aparece como utópica, es decir, como algo que no tiene lugar.

Una de las escenas más conmovedoras de "Esperando a Godot", es aquella en que Bladimiro y Estragón, los protagonistas, están esperando a Godot. Godot dijo que iba a venir. Quién es Godot? Ninguno lo sabe muy bien, pero va a venir, hay que esperar, ya va a llegar. Hace 25 años que están juntos Bladimiro y Estragón, han fracasado en sus vidas personales pero viven simulando que son real.

Bladimiro le dice a Estragón: Por qué no me preguntás algo?. Aquél le contesta que no tiene nada más que preguntarle, nada, después de 25 años. Pero no importa que no tengas nada que preguntarme, hacé como que tuvieras y yo puedo contestarte. Es una estupidez esa. No, así podemos soportar la espera. Bueno, le dice: Qué tal Bladimiro, bien?. Bueno, bien más o menos, uno siempre tiene problemas, como todo el mundo, aunque claro, los de uno siempre son más relevantes. Y si, le contestó el otro. Así se ponen a inventar un diálogo, una identidad ficticia. Están vacíos, están hipotecados en una espera porque por lo demás no se consuma nunca en un encuentro.

Este fondo epocal tiene que ser tenido en cuenta, me parece a mi, no como un entretenimiento literario, sino como la transmisión metafórica de un dilema fundamental, que es la ausencia de correlatividad entre deseo y realidad. Como un desafío que no puede ser suplido mediante la destrucción de la realidad, ni consumado mediante la exacervación del deseo.

En el siglo XVII, Thomas Hobes sostuvo algo sumamente interesante, en forma irónica, que vale para nuestra época: "Si la realidad no coincide con mis palabras, peor para la realidad". Este criterio es el que, a su manera, adopta el adicto.

El adicto decide que la realidad es una metáfora soluble de la verdad interior, y en esa medida lleva a cabo un rito en el cual intenta la recuperación de una dimensión unívoca del ser, donde la disonancia está abolida.

Todo esto ustedes lo saben, pero lo que quizás valga la pena enfatizar, es que nuestra cultura combate la drogadicción, si la combate, desde un dilema muy similar.

La conciencia que tengamos de la estructura trágica a la que está enfrentada nuestra cultura, sólo puede favorecer una comprensión más rica no sólo de la metodología que se puede emplear en estos casos, sino de los modos de relación afectiva que podemos entablar con un paciente o con una persona en tratamiento, a partir de lo que podamos reconocer en ellos de nosotros mismos y no de una mera antítesis de nosotros.

Uno no cura sino desde el sufrimiento compartido. Uno no aprende sino desde una experiencia equivalente de tensión espiritual a la que tiene el que enseñe.

Quiero, por último, recordar dos mitos que me parecen clásicos, no sólo por su antigüedad sino por su actualidad.

En "El Banquete" de Platón, Aristófanes relata un mito muy interesante, que guarda enorme relación con nuestro tiempo y con la drogadicción tal como se perfila en nuestra época. Dice que en un comienzo el hombre primordial era un ser andrógino, circular y autoabastecido, que vivía inmerso en su mismidad. Los dioses ante el espectáculo de estos seres suficientes, advirtieron que ellos no cubrían el lugar de ninguna demanda, estaban ahí para nadie y para nada. En consecuencia, decidieron fragmentarlos y confundir las mitades de tal forma que cada una de las partes fragmentadas se empeñara con desesperación en encontrar la que había perdido, su otra mitad.

Como cada ente era simultáneamente masculino y femenino, el corte los escindió y todos se lanzaron desesperadamente a buscar lo perdido, para lo cual se vieron obligados a invocar la ayuda de los dioses. De este modo recuperaron un papel administrativo en el Universo, podían ayudar a orientar, por lo menos era invocados.

Las cosas, según Aristófanes, no salieron del todo bien, porque uno encontró una mitad que más o menos se le parecía a la que tenía. Así iban las cosas.

La idea de base en el planteo de Aristófanes es que lo mejor que le puede ocurrir a un ser humano es ser aproximadamente él mismo.

Esta idea de la disonancia esencial del yo consigo, es garantía de identidad y no zozobra de identidad. Ser no es saberse totalizado sino estar tratando de ser.

Nuestra condición es ser esencialmente gerundial, no hemos venido aquí para realizarnos porque nuestra vocación no es calcárea. Las piedras están realizadas, uno es un esbozo aproximado y la historia de la cultura demuestra que pasa cuando esto no es entendido así.

Homero cuenta en la Ilíada y la Odisea la génesis del Universo. Dice que Cronos era un padre que devoraba a sus hijos para poder sostenerse en la hegemonía del poder. Hera daba a luz, le traía a los chicos y él se los comía, así una y otra vez por toda la eternidad. Hasta que, al parecer en un momento dado, ella se hartó de ver frustrada su femeneidad y su maternidad, le alcanzó cuatro piedras que él burocráticamente se comió. No advirtió que ella, en la clandestinidad, preservaba la vida de Zeus, Plutón, Nepturno y Juno, que después derrocaron al padre estimulados por la madre.

Me parece que esto remite a una idea fundamental: cuando Zeus toma el poder para reemplazar al padre, pide ser reconocido como padre de los dioses; pero él no es el padre de los dioses, es el hijo de un dios y el nieto de otro que era Urano. Sin embargo, cuando alcanza el poder no quiere ser reconocido como inscripto en una genealogía, sino como el primero y el único. A tal punto que en la tradición griega se lo conoce como el padre de los dioses, pero no lo es.

Es un usurpador que acepta la condición de gobernar a cambio de que se olvide el pasado, que no haya memoria de lo vivido y, sobre todo, de la subestimación del sufrimiento.

Una cultura que no revaloriza el sufrimiento, que no le concede un papel fundamentalmente productivo en la constitución de la identidad, y que deje de ver en la frustración una limitación para ver en ella un recurso, no puede reconciliarse con la finitud, es decir, con el carácter temporal de la existencia.

Si esto no ocurre, es altamente improbable que podamos ayudar con riesgo a la recuperación de los adictos, y curar sin riesgo es una ficción.

Volver a la página principal

1