DOS
LOS TRES VAGOS estaban echados bajo el acoplado de un camión de
hacienda, al borde del camino que llevaba al pueblo y a doscientos metros
del cruce con la ruta provincial. No hablaban. No se movían más
que para espantar las moscas. Miraban hacia adelante, a través
del aire incendiado, y de tanto en tanto se pasaban la botella. Tomaban
un largo trago de vino tibio y volvían a la inmovilidad. Uno se
paró, se desabrochó el pantalón y, sin salir de la
sombra, meó en el sol. Después hubo un destello hacia la
derecha, allá lejos, donde el serpenteo de los árboles denunciaba
la existencia del río encajonado. Algo cruzó el puente,
se perdió y emergió de nuevo. La aparición despertó
una perezosa expectativa en los tres hombres atontados por el vino y el
calor. Prestaron atención: aquel vehículo podía pasar
de largo o doblar. Finalmente la camioneta dobló y pasó
silenciosa frente a ellos. La siguieron con la vista hasta que se ocultó.
Entonces, por centésima vez miraron, sin verlas, las primeras casas,
los tapiales, el cartel de propaganda de un remate, el caballo quieto
bajo el sauce y más allá la torre de la iglesia, diluida
también ella en la reverberación de la hora de la siesta.
Se pasaron la botella y compartieron un cigarrillo. Una chicharra se puso
a cantar muy cerca y ésa fue la siguiente distracción. Durante
un par de horas no apareció nadie más. Más tarde,
un hombre con sombrero de paja y una larga caña al hombro cruzó
por el terreno de enfrente, precedido por un perro. Por el lado del horno
de ladrillos se movió otra silueta: una mujer. Adivinaron cómo
se agachaba para sortear el alambrado y la miraron avanzar hacia ellos,
no por el asfalto, sino por la franja de tierra lateral. Cuando pasó,
fueron girando automáticamente las cabezas. Nuevamente vieron las
casas y la torre de la iglesia. Se pasaron la botella.
Aparecieron dos motos, con una pareja en cada una. Fueron y vinieron,
frenando y acelerando. Llenaron la tarde de ruido y enfilaron hacia la
ruta. Durante un rato se oyeron los motores alejarse bajo el cielo blanco.
El sol todavía estaba fuerte cuando les llegó la voz de
un parlante anunciando las actividades que se llevarían a cabo
en la plaza, por la noche, ya que ese domingo se celebraba la fiesta del
pueblo. Un coche entró lentamente en el camino. Peugeot, negro,
chapa de Capital. Había cuatro tipos adentro. Los tres vagos lo
miraron pasar desde su refugio y no le prestaron más atención
que a todo lo demás.
TRES
ANTES DE ALCANZAR las primeras casas, el Peugeot negro pasó bajo
un arco de cemento que en un tiempo debió de ostentar una leyenda.
Ahora sólo quedaba la última parte: "... Ios que llegan
a Bosque". El hombre rubio que iba sentado atrás se movió
en el asiento, giró la cabeza y, hablándose a sí
mismo, comentó:
—¿Qué diría la inscripción?
Era un tipo mofletudo y de pelo escaso, debía de andar en los treinta
y cinco, aunque tenía la piel rosada y los modales torpes y suaves
de un bebé. Le decían Cucurucho. Nadie le contestó.
Miró el cielo sin nubes y después echó una ojeada
a los otros tres. Ramiro, a su lado, serio y seco, bigote a la mejicana,
el cigarrillo entre los dientes, la cabeza reclinada contra el respaldo,
atento desde hacía un rato a la evolución del humo. Dante,
en el asiento delantero, cuyo perfil se le ofrecía de tanto en
tanto, el brillo del ojo manso y melancólico, la gran arruga que
le marcaba la cara junto a la boca. Jorge, el que manejaba, el más
joven de los cuatro, del que no podía ver más que la nuca.
Los observó una y otra vez y percibió el placer que le causaba
su compañía. Lo saboreó como un caramelo, se sintió
satisfecho, sintió que la camaradería que lo ligaba a esos
tres era el mejor salvoconducto para aquella empresa.
Siguieron lentamente, siempre por la avenida principal, entre las casas
mudas. No se veía gente. Sólo persianas bajas y puertas
cerradas. Un perro flaco, un galgo, cruzó el asfalto, lento, indiferente
al coche que avanzaba, y ésa fue la primera cosa viva que vieron
al entrar en el pueblo. Durante un rato fue también la única.
Cucurucho entrecerró los ojos y prestó atención al
motor y al silencio. Entonces, lentamente, presintió que un recuerdo,
una sombra de recuerdo, llegaba a buscarlo. Desde alguna parte, lejos
en el tiempo, lo alcanzó una historia de miedos y sobresaltos.
No era su historia, sino de otro, de algún personaje fantástico
cuyo nombre no lograba rescatar, pero con quien se había identificado
alguna vez, con quien había compartido temeridades y desafíos.
Y ahora se esforzó por imaginar ese coche como un vehículo
extraño, tal vez un animal mítico, engañosamente
pasivo, deslizándose cauteloso en esa quietud, penetrando, penetrando,
protegido por algún hechizo, a salvo de las miradas, horadando
la pesadez de la tarde y sus misterios, despaciosamente, silenciosamente,
para no suscitar sospechas, para no despertar la ira. Se abandonó
a ese juego infantil y lo gozó.
Oyó la voz de Ramiro que decía.
—Pueblo tranquilo.
Y la de Dante:
—Siempre es así.
Cucurucho abrió los ojos. El paisaje no había cambiado:
casas blancas, césped cuidado, agobio de sol. Los volvió
a cerrar y siguió disfrutando de la seguridad que le proporcionaba
ese avanzar sereno y anónimo. Imaginó que esos muros ocultaban
trampas y enemigos, imaginó sombras, habitaciones como cuevas,
corredores. Se excitó al sentir con qué facilidad podía
ser burlada toda esa violencia en reposo. Era como deslizarse a través
de un cuerpo vivo "De un bosque", pensó al recordar el
nombre del lugar. Se preguntó: "¿Por qué lo
habrán llamado así? No se ve siquiera un bosquecito por
los alrededores".
Volvió a oír la voz de Ramiro:
—¿Cuándo fue la última vez que pasaste por
acá?
—Hace menos de un año —contestó Dante.
Siempre atento a esa peligrosidad que se iba inventando, Cucurucho sentía
que los riesgos crecían a medida que avanzaban. Espió con
un ojo y dedujo que se estaban acercando al centro del pueblo. "Al
corazón del peligro", se dijo imitando la entonación
y el estilo de alguna lectura olvidada. Y con el riesgo, sentía
crecer también la fuerza existente en esa provocación, el
poderío que respiraba en el interior de ese coche, donde la firmeza
y la pasividad de sus compañeros, la amistad que los unía,
se mezclaban con aquel otro mundo suyo, en el cual el miedo y el placer
habían tenido y pretendían tener la misma cara. Deleitado,
creyó saber que ahí, en esa aventura, se redimían
definitivamente viejas cobardías, y no precisamente de la niñez.
Hubiese deseado que ese viaje no terminara nunca.
—¿Dónde queda? —preguntó Ramiro.
Avanzaban entre negocios cerrados: tiendas, una mueblería, una
panadería, una zapatería, una juguetería, una farmacia.
A esa altura, ya se habían cruzado con algunas personas. Cucurucho
las había mirado desde su seguridad, complacido.
—Frente a la plaza —contestó Dante—, estamos
cerca.
Un mozo sacaba las mesas de una confitería y las acomodaba en la
vereda. La cuadra siguiente, a la izquierda, estaba casi enteramente ocupada
por un edificio de dos plantas que parecía un club y en cuyo interior,
a través de los ventanales abiertos, se vislumbraban figuras inciertas
moviéndose en la penumbra. Cucurucho se dijo que quizá bastaría
un bocinazo, un grito, para que ese mundo condenado a la indolencia y
a la ceguera despertara de su sueño, para que se mostrara en su
verdadera dimensión.
—¿Tendrán el mismo horario? —preguntó
Ramiro.
Dante movió los hombros:
—No sé, hay que averiguar.
Una bandada de chicos en bicicleta emergió desde una calle lateral,
los rodeó y los obligó a aminorar la marcha un poco más.
Uno se colocó junto a la ventanilla y gritó algo hacia el
otro lado, por encima o a través del coche. Reía, era bizco
y le faltaban dos dientes adelante. Cucurucho, al verlo tan cerca, tuvo
un sobresalto. Repentinamente se sintió ante la inminencia de una
amenaza. Aunque no lo pensó, algo en él acababa de suscitar
una voz de alarma: "Nos descubrieron". Se dio vuelta y buscó
la franja de asfalto por la que habían venido. Vio la doble hilera
de árboles cuyas copas se unían allá al fondo a medida
que avanzaban, como si el camino se fuese cerrando detrás de ellos.
Entonces, por primera vez, tuvo la molesta sensación de que aquél
podía ser un viaje sin retorno.
—¿Te acordás cuántos empleados había?
—preguntó Ramiro .
—No, pero no son muchos.
Pasaron frente a dos confiterías más, una joyería,
un bazar, otros negocios. En este último tramo, arriba, la calle
había sido cruzada por cables de los que pendían banderines
de colores.
—En la esquina tomá a la izquierda —indicó Dante.
Doblaron, anduvieron un par de cuadras y se detuvieron ante una construcción
de planta baja y primer piso. Un cartel casi ilegible decía: Hotel
España. Bajaron sus bolsos y entraron Tenían el aspecto
pacífico, prolijo e intrascendente de viajantes de comercio. El
hall estaba relativamente fresco y en penumbra. La falta de luz disimulaba
la pintura descascarada de las paredes y las grandes manchas de humedad.
Nadie apareció para atenderlos. Esperaron un rato, golpearon las
manos discretamente.
Vieron, a través del vidrio, que paraba un coche del otro lado
de la calle. Adelante iban dos hombres, atrás, una mujer teñida
de rubio. Los dos hombres bajaron primero. Uno era flaco, gris y encorvado:
llevaba un bolso. El otro, grueso, tenía labio leporino y usaba
un impecable saco blanco. La muchacha tomó un trago de una petaca
que luego guardó en la cartera y bajó también. No
se la notaba muy segura. Cruzaron. Cuando subieron a la vereda, ella tropezó
y estuvo a punto de caerse. Le dio un ataque de risa y se dobló
un poco, colocándose una mano en la frente y sosteniéndose
contra el hombre de saco blanco. Los dos esperaron que se calmara y entraron.
La muchacha avanzó decidida hasta el centro del hall, con el mentón
levemente levantado, y después giró en redondo, exhibiéndose.
Dijo:
—Estupendo.
El del labio leporino la tomó de un brazo con cierta energía
y se la llevó.
—Por acá— dijo.
Se perdieron en un pasillo.
Por fin, una adolescente flaca y felina apareció desde el fondo,
arreglándose el pelo, y saludó a los cuatro hombres.
—¿vienen para la fiesta? —preguntó haciéndose
la simpática.
—Para eso y otros negocios —le contestó Dante sonriendo—.
Dicen que se pone buena.
Ella hizo un gesto de duda.
—Más o menos. Todos los años es la misma cosa. Lo
que se pone lindo es el baile—dijo mirando intencionadamente a Jorge.
Tomaron dos habitaciones en el primer piso. En una, Dante y Jorge. En
la otra, Ramiro y Cucurucho. La adolescente los precedió por la
escalera, cantando, zarandeándose y haciendo tintinear las llaves.
Se dio vuelta una vez y les sonrió.
—Peligrosa —comentó Ramiro.
Acomodaron sus cosas, se ducharon y después se juntaron en una
misma pieza: la de Dante. Durante un rato fumaron, hablaron de la ruta,
el calor, el rendimiento del coche.
—Bueno, acá estamos —dijo Dante.
Sacó una libreta del bolso, arrancó una hoja y se- sentó
en la cama. Los demás se arrimaron. Dibujó un plano.
—Este es el pueblo —dijo—. Por acá vinimos. Esta
es la ruta. El río hace una curva y rodea el pueblo por casi tres
lados. Acá está el puente: la otra salida. No habrá
necesidad de usarla, pero es bueno saber que existe.
—&191;Adónde va esa otra salida? —preguntó
Ramiro.
—A caminos de campo. Más o menos a quince kilómetros
se junta con la ruta. El asunto es sencillo, no le veo complicaciones.
Si hay alguna duda será mejor que la planteemos ahora.
Los otros se miraron.
—Ya hablamos bastante —dijo Jorge—. todo claro.
—Para mí también —confirmó Ramiro.
Cucurucho asintió con un movimiento de cabeza. Dante rasgó
la hoja y fue a tirarla al inodoro. Regresó y se asomó al
pequeño balcón que daba a la calle.
—Allá está la plaza dijo.
Los otros también se asomaron y por encima de las casas, a un par
de manzanas, distinguieron las copas de los árboles y la torre
de la iglesia. En la calle, el coche que habían visto antes volvió
a estacionar y bajaron los mismos hombres. Entraron en el hotel. Salieron
a los pocos minutos, acompañados por la muchacha teñida,
que ahora llevaba puesto un traje de novia largo y vaporoso.
de "Siempre es difícil volver a casa",
publicado por Planeta en 1992. © 1992 Planeta. © Dal Masetto. |