LA PALA La lluvia y la obscuridad causaban que sus reflejos fueran torpes y desquiciados. Cerró la capota de su auto que por alguna razón no arrancaba. Bajo el aguacero la psicóloga Silvia Piña se dirigió a la puerta del consultorio la cual no podía abrir ya que no encontraba la llave adecuada entre las bolsas de su gabardina. Finalmente la halló, la introdujo en el cerrojo y escuchó aliviada el sonido de apertura, empujó la metálica entrada cuando sintió un brazo tomándola por el cuello. Una voz femenina le dijo que no se moviera mientras la encañonaba con un arma. Le ordenó que caminara hacia la calle. Un par de truenos se produjeron a lo lejos, al instante la atacante le expuso a la cuarentañera doctora que si intentaba correr dispararía "un tiro se confundiría con el rugido de los cielos". Mientras avanzaban, Piña se atrevió a preguntarle a su captora qué quería. --¿No te imaginas?, ¿no me recuerdas? --cuestionó la joven mujer pelirroja del arma. Se acercó a Silvia para desviar su andar hacia un terreno baldío ubicado entre dos casas. --No sé quién eres. --¡Doctora, usted me trató hace once años cuando era una niña, fui una de sus primeras pacientes, soy Diana, la claustrofóbica! --replicó la chica al tiempo que empujaba a la morena psicóloga que cayó boca abajo sobre un banco de lodo. Humillada y sucia, Silvia alzó su mirada y con terror miró un montículo de tierra, una pala de metal, un féretro viejo, roído y astillado, así como un hoyo ya cavado en aquella fangosa superficie. Con frialdad la pelirroja le ató las manos a la espalda y luego los tobillos con cinta adhesiva. La amordazó con otro pedazo y después le dio un tremendo golpe en la cabeza. Durante su atontamiento Silvia Piña recordó a la pequeña Diana a quien trató en los inicios de su carrera. Sufría de una severa claustrofobia a causa de que sus padres murieron ahogados al caer el auto en el que ella también viajaba a un canal de aguas negras. Aunque fue rescatada, el trauma del encierro y la impotencia para escapar provocaron un miedo atroz a los espacios cerrados. Huérfana, vivió con su abuela un tiempo hasta que un día se suscitó un incendio causado por un corto eléctrico que mató a su pariente, nuevamente fue auxiliada en el último momento, pero sus temores crecieron desmedidamente acarreándole un carácter hostil y agresivo. Luego vivió con una prima quien ante la crisis de Diana decidió llevarla con Silvia Piña para que la analizara y ayudara. Tras dos arduos años de trabajo, la psicóloga logró un avance, pero en otra desafortunada ocasión la joven se quedó atrapada en el cubo de un elevador a punto de caer, muerta de miedo clamaba por la presencia de la doctora. Aunque se hicieron esfuerzos por localizarla no se consiguió, así que ante la agresividad de la muchacha que impedía las labores de rescate, el ascensor no resistió más y cayó cuatro pisos hacia abajo. Sobrevivió al impacto pero quedó en un estado de coma profundo. Lo último que supo Silvia fue que nunca despertó. Sin quitar el cañón de su cabeza, la joven arrastró a Piña y la introdujo en el féretro, lanzó una lámpara de mano encendida al interior y la despertó. Al abrir sus ojos negros, Silvia contempló la caja cerrarse y escuchó el impasible sonido de las chapas sentenciando su fin. Acto seguido sintió un tremendo movimiento. Diana con una descomunal fuerza, tanta como su resentimiento, lanzó el cajón al agujero de un metro y medio de profundidad. Dentro, la morena mujer sintió un fuerte impacto que provocó convulsiones en todo su cuerpo. Afuera, la lluvia y los relámpagos continuaban su desenfrenado concierto. Diana cubrió con tierra el boquete empleando la pala de metal que la hacía lucir masculina como un sepulturero en plena acción. Terminó su labor, emparejó el terreno aplanándolo con la pala y se retiró del inaugurado camposanto. Abajo, apartada del mundo vivo, la doctora temblaba de horror. Su peor pesadilla era realidad. Golpeaba con sus piernas la tapa pero nada lograba, sólo reducir el poco aire que tenía. La luz de la lámpara le permitía observar su morada: pequeña, vieja y enloquecedora. Sus ojos bailaban furiosos de un lado a otro, sudaba copiosamente, el trozo de cinta que cubría su boca se despegó por el líquido corporal que lo humedecía. Con la lengua retiró la mordaza y sintió un mínimo alivio. Su boca estaba seca. La pelirroja llegó hasta el auto de la doctora mientras otro aguacero se precipitaba. Decidió llevarse el vehículo a algún punto apartado de la ciudad y distraer la atención de quienes la buscaran. En dos días estaría muerta. Abrió la capota y conectó el cable de la marcha que ella misma había zafado horas antes, luego se encaminó a la parte trasera del carro, utilizando las llaves que le quitó a la psicóloga abrió la cajuela para guardar la pala. Alzó la portezuela cargando su instrumento mientras sus oídos escuchaban un motor acercarse, luego varios truenos y finalmente un choque de carros. Se tranquilizó para examinar su situación. Si quería escapar su primera misión sería desatarse. Notó que el féretro tenía fragmentos de madera filosos por todos los bordes, Silvia se volteó sobre su costado derecho mientras sus manos reconocían algún trozo con el cual cortar la cinta. Pronto, sus dedos se astillaron con un pedazo, lo arrancó y empezó a utilizarlo como cuchillo para romper sus ataduras. Minutos después soltó sus muñecas; aunque sangraba, sintió un nuevo alivio. A la altura de sus pies descubrió que el lodo entraba por alguna abertura y se preguntó cuan viejo sería el ataúd y si tal vez pateándolo y golpeándolo podría romperlo por completo. Haciendo uso de todas sus fuerzas, inició la labor de destrucción, aunque le causaba grandes dolores a cada golpe el cajón cedía más y más hasta que terminó por resquebrajarse por todos lados, el problema ahora era que el fango se introducía copiosamente ahogando a la mujer entre la espesa materia. Silvia Piña comenzó a desesperarse pero no dejaba de empujar la tierra con su espalda tratando de impulsarla hacia arriba. Seguía lloviendo intensamente, el baldío lucía solitario y apenas alumbrado por un tenue rayo lunar, el cual alumbró una mano asomándose a la superficie, luego una cabeza, un torso y finalmente un cuerpo completo bañado en sangre y lodo. Desató sus piernas y se incorporó; trastabillándo la cuarantañera doctora se encaminó hacia la calle buscando ayuda. A lo lejos vio su auto estacionado frente al consultorio y más lejos a un grupo de personas discutiendo alrededor de otros dos vehículos chocados. Gritó y gritó pero los truenos sofocaron sus pedimentos. Se desmayó. Acostada en la cama de un hospital despertó repuesta de los dolores físicos y limpia. Un hombre de traje sentado a lado del mueble se presentó como policía judicial, quería tomar su versión de los hechos. --¿Y Diana? ¡Tienen que detenerla, está loca! --exclamó Silvia. --Murió --sentenció el agente. --¡¿Qué?! --Estaba dentro de la cajuela de su auto, no sabemos cómo se metió, hay indicios de golpes en su frente, quizá le pegaron con la pala que yacía al lado del cadáver, además tenía una quemadura de tercer grado en el brazo derecho. Por la mente de Piña cruzaron dos ideas. La primera, ¿acaso una tercera persona era el autor intelectual del atentado y luego asesinó a Diana?; y una segunda, más complicada y fortuita: ¿acaso un relámpago de aquella horrible noche cayó sobre la pala metálica provocando la quemadura en el brazo que la sostenía?, posteriormente, quizá se habría desmayado rodando hacia el baúl que se cerró tras ella. Luego, al despertar dentro fue atacada por sus miedos y ante la imposibilidad de salir golpeó su frente contra la estructura metálica para finalmente fallecer a causa de una contusión o un paro cardiaco. La verdad la idea resultaba muy exagerada pero mientras se investigaban las causas del deceso de la pelirroja Silvia se sentía asechada por un asesino anónimo, por lo que pensó que más le valía contar con exactitud su historia al oficial, antes de hacerlo le exigió a las enfermeras que la llevaran a un cuarto más amplio ya que el actual le resultaba desesquiciantemente pequeño. Daniel Flores Chávez |