DULCES SUEÑOS

Desde hacía varios años Inhia recibía las noches aterrorizada: cada lúmen moribundo en el ambiente atizaba su aprehensión hasta el horror. No estaba segura de cómo había empezado aquél martirio; parecía que había llegado solo, sin aviso.

Miró por la ventana tratando de vislumbrar las últimas pabezas del sol; notó con cierto sobresalto que el astro rey partía ya derrotado por la luna, su eterna enemiga; era la hora de los sueños y, como cada noche desde hacía tantas noches, no quiso aceptarla. Irremisiblemente resultó ser la dolorida perdedora --como siempre lo había sido-- y se ahogó en un sueño profundo. Sobrepasó el umbral de la vida y alcanzó las extensas posesiones de la muerte; sus pulmones se insuflaron del aire repugante que comparten los muertos y absorbió su eterna infelicidad. Entonces tuvo uno de esos sueños que poco a poco, en un afán calmoso y desalmado, le habían estado moliendo las ganas de vivir. ¿Cuántas noches de lo mismo? ¡Posesión maldita!

Un mundo endemoniadamente blanco. Tan blanco que una paloma habría desaparecido aún posando justo a nuestro frente. Color abrumador, antropófago, emisor del color del universo, aniquilador de la oscuridad.

Inhia quiso huir... cerró lo ojos y el blanco fue mucho más intenso. Se tapó los ojos con ambas manos logrando el mismo resultado. Levantó muy alto los ojos tratando de alejarse de ese color abominable, pero no encontró ni el más velado cambio de tonalidad. Buscó más arriba, más alto, mucho más allá de la resistencia de sus ojos que, irremisiblemente, miraron dentro de sí... ¡y el blanco fue más agobiante!

No pudo resistir más y decidió morir en su sueño.

Despertó entre convulsiones de dolor. Se aferró los cabellos para sentirse, para sujetarse y evitar dar un paso más hacia el precipicio de la desesperación.

Sus ojos acuosos contemplaron un nuevo paisaje donde la luna era la principal protagonista.

Caminó por la orilla de la playa, aunque el paisaje era bello su corazón latía desenfrenadamente esperando la escena enloquecedora. Caminó vacilante sobre la arena alejándose del agua que arremetía sin prisa contra la orilla. Pasaron varios minutos y la imagen no se alteró; hasta llegó a contagiar de su paz al corazón atormentado de la joven. Se sentó sobre una de las piedras bajas donde los embates del mar hacían bufar el aire entre las grietas, el agua atomizada entonces se elevaba y se dispersaba erráticamente aliviando deliciosamente el calor del cuerpo. Descubrió la muchacha tras los relieves una bahía escondida plagada de bañistas que nadaban y corrían a lo largo de la playa. Bajó cautelosamente a través de las piedras filosas temiendo la caída que pudiera marcar trágicamente el final de su sueño... pero nada ocurrió.

Llegó hasta la playa por fín. Las voces crecíeron. Se mezcló entre ellos y pudo distinguir sus expresiones de regocijo. Algunos individuos yacían tirados en la arena calentando sus cuerpos, otros corrían sobre la arena y luego se sumergían en el mar. Avanzó hacia la orilla... No le infundiría miedo más... Atrevióse a sumergir uno de los pies... en un instante lo retiró horrorizada. El agua estaba fría y la sensación había sido interpretada como dolorosa por los nervios tensionados de Inhia quien permaneció quieta. Entendió su error y sonrió mientras regalaba su mirada al mar; le pareció muy transparente. Se tiró al agua sin pensarlo. Practicó las muchas técnicas de natación que había aprendido cuando era niña. Hinchó de aire sus pulmones e inició su nado hasta un pequeño islote que emergía a corta distancia, justo al frente de unos bañistas. Al verla avanzar hacia el islote muchos nadaron tras ella entusiasmados.

Casi podía rozar la orilla cuando algunos niños la rodearon sonrientes. Les sonrió también. Inseperadamente uno de los niños gritó. El agua se tiñó de rojo. Inhia intentío salvarlos, quiso interponerse entre el agresor y sus tiernas víctimas pero era invisible... o muy veloz. Abrazó a los niños... cualquier labor fue vana y la impotencia le asoló el alma. Los adultos en la orilla nunca se percataron del festín. Ni de que sus críos eran el banquete. Inhia lloró de horror. Inhia lloró de asco. Inhia lloró y una vez más deseó morir... y por más que intentó detenerse, no pudo dejar de devorar a aquellos pequeños convertida en un alargado y sanguinario escualo.

Emergió Inhia desde la pesadilla. Sudorosa. Pálida. Caminó hasta el cuarto de baño y buscó entre los cajones. Aunque no vivían hombres en la casa siempre procuraba tener alguna navaja de afeitar para La Emergencia... y esa noche, La Emergencia había llegado, estaba segura. Tomó la fina hoja entre sus dedos temblorosos y enfiló contra su muñeca... Sintió dolor... un dolor intenso que le gruñó dentro del cuerpo. Caminó consternada hacia la cama; ahí esperaría la muerte. Se sumergió en la paz que nunca antes había sentido. El descanso...

--¡Adios, Mundo Cruel!

Llegó el siguiente día y abrió los ojos.

¿Porqué, mi Dios?... ¿Porqué le regalas la vida a quien ya no la desea y se la quitas a quién disfruta vivirla?

Cerró los ojos con cierta resignación..., y ni la hermeticidad de la delgada piel pudo impedir que las lágrimas corrieran por sus mejillas hasta el mugriento colchón.

Sergio Malinto

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