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El anillo de visiones del propio

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Anédotas Brujas - imágenes y textos de Galo   

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El anillo de visiones del propio

  Era una habitación amplia y en penumbras, escasos muebles que agigantaban la cama sencilla, una rueda de sillas viejas, un tapiz de trama inca vistiendo toda la pared sur, lámparas combatiendo el peso del crepúsculo. Había dos personas sentadas, mezquinando el rostro al ponerlo de perfil, y dos sillas vacías. Una me estaba destinada, la otra era por hospitalidad: siempre hay que pensar en los fantasmas cansados. El viejo Zacarías me acompañó hasta que traspuse el umbral, luego me dijo al oído que no hablara fuerte porque esta gente era muy sensible. También debía cuidar toda procacidad: eso me obligó a estar atento todo el tiempo, pues estaba habituado a intercalar insultos a diestra y siniestra en mi discurso, no por secreta ira, sino por el intento de estar buscando siempre el chiste o la sorpresa.

La primera visión habita un espejo de marco de humo, se presenta como un arreglo floral de reflejos terracota. En la primera visión no hay lugar para los días ni para campanas. En el espejo hay silencio y el tiempo no transcurre. Se enajena con un aullido lejano que acaba perturbando los colores. En la agitación, huye despavorido un colibrí que había olvidado su forma en las aguas del reflejo.

Al principio no hubo intercambio verbal. Era un día de mayo, con alguna estrella zalamera anticipando la noche, y una calidez inusual en las calles. El otoño pasaba la lengua por los árboles y las veredas te andaban besando los pies sin pedir permiso. Me gusta Mendoza para esa fecha, no tiene subterfugios y se entrega generosa. Ni bien se fue el nagual Zacarías, escogí la silla de la izquierda (era la más próxima, por tanto, decidió la timidez). Desde allí la persona más cercana parecía un viejo muy grande, excesivamente abrigado, de bufanda colorida y sombrero de matón puesto con el ánimo del desengañado tanguero. Unos minutos después resultó no ser lo que parecía. La otra persona era un hombrecito de rostro colorado y nariz de duende anciano. Tenía los ojos muy brillantes, el pelo canoso y escaso, descuidadamente largo. Fue el primero en hablarme, con voz muy suave, casi inaudible. En el grupo del nagual se llamaba Wotan, como el guerrero maya Pacal de Palenque. Cariñosamente le decíamos fierita. Me presentó a su esposa, que estaba en crisis de luna menguante y no podía vestirse de mujer. Se llamaba Cynthia, y su maniobra de acecho era impecable.

La segunda visión no tuvo que ver con la primera, fue una visión del rayo, toda con cielo furioso y unas voces de primates ancestrales delatando miedo y futuro. El padre rayo era un espantapájaros de lluvia, había una caverna donde los ecos embrujecían los huesos del antepasado que, molido de años, estiraba su genética y cruzaba los lagos de la primigenia pavura. El capricho de los truenos ahogaba mariposas y todo se quedaba como marchito, cuando el júbilo era ya sólo un sueño: ni siquiera un recuerdo.

No recuerdo mucho más de esa primera sesión. Me impresionó la voz quejumbrosa pero seductora de Cynthia. Apenas pude ver sus ojos, pero los recuerdo lilas. Habrá sido tal vez la sugestión del encuentro. Al siguiente martes, Cynthia siguió usando la extraña vestimenta, para que mi tonal no se sintiera distraído por cuestiones ajenas a lo que nos convocaba. Wotan estuvo callado esa segunda vez. Ella no dijo muchas cosas, intentó un preámbulo y creo que se atascó en las palabras. Wotan propuso que tomáramos café y olvidáramos el asunto por ese día. Luego me leyó dos cuentos del bestiario de Cortázar. En las siguientes reuniones, como sincronizados artefactos gemelos, se alternaron narrando historias. Las primeras eran claramente fábulas, muy bienvenidas porque estaban desprovistas de moraleja. Siempre se leía algún cuento, la antología de escritores era amplia y no condescendía con la censura o la omisión. El tono de voz era muy bajo, como esa que empleábamop cuando niños, planeando travesuras en la siesta donde dormían los mayores.

La tercera visión tuvo de la primera el silencio y de la segunda el misterio, pero siempre olió a hierbabuena. Fue inasible en palabras, como un animal que no existe pero existe, un rejunte de libélula y nardo y prenda íntima de primera mujer desvestida para el amor. En la tercera visión hubo corazón y plenitud estival. Pero no hubo palabras de las cuales agarrarse, ni hubo manera de preservarla del olvido.

El hombre tenía un vocabulario muy extenso y el claro don de los juglares, cargados de anécdotas y tesoros desenterrados en las más dispares lecturas. Era viejo pero niño, no se sabía su edad. Supe cosas de su historia que no tienen por qué ser verdades. Un abuelo gringo, deshecho de nostalgia, le había enseñado a amar el Mediterráneo sin verlo jamás. Cuando Wotan recordaba a su abuelo, en la tristeza de los ojos uno alcanzaba a escuchar un mar añorado, donde se tejió la historia un día de unos que emigraron huyendo de la peste o la miseria, evitando traicioneras sirenas y rumiando ese ajenjo del exilio. Cuando Wotan hablaba del Mediterráneo, lo hacía poseído de una alegría remota, un poco ajena y un poco propia, como si en sus ojos se hubieran cumplido un día los tantos deseos de sus viejos queridos. En su biografía cabía una mamá india, no sé si bruja, no sé si madre, vendedora de hierbas para rituales con apus o de rosarios de obsidiana para gente de fe diferente. Una madre que de adolescente, oficiando de guía en las ruinas de Sacsayhuamán, se enamoró de una especie de arqueólogo extranjero. Parece que Wotan y Cynthia tuvieron dos hijos, pero el acentuado silencio que epilogaba cualquier mención daba a entender que murieron trágicamente en algún lugar donde ellos perdieron la forma humana, porque sencillamente se les deshizo de tanta pena y no les quedó otra que volverse brujos y milongueros.

La cuarta visión me tomó violentamente del pescuezo y me refregó cosas locas por las narices: un pez que cantaba letanías sánscritas, un laúd que se tocaba solo, una lluvia de piedras, una caracola hecha de pétalos de jacinto, una muñeca de trapo con anteojos de coral. La visión de la locura tuvo de la tercera el brío y de la segunda el terror. Se apagó y caí, mis manos tenían barro y mis ojos estaban manchados de estrellas.

El día de las revelaciones fue triste porque fue el último. Se habló de forma muy directa, una porción de la regla aludía a los propios. Un propio es la vanguardia de los brujos. Es un viajero y un contador de cuentos. Se marcha a tierras exóticas, de éste y del otro mundo, ve primero lo que otros verán luego, cata el peligro y a menudo sucumbe devorado por lo desconocido sin que se sepa nunca más de él. Debe haber un mundo donde van a parar los propios perdidos. Ha de tener tres soles como mínimo y muchas lunas. Ha de haber tanta nostalgia que se la debe poder palpar. Y debe ser maligna la atmósfera, respirar tanta añoranza le ha de robar el alma a uno. En el planeta de los propios perdidos, Wotan tiene a su padre y Cynthia a su hermana gemela. Planean rescatarlos, pero se sabe que los propios que buscan propios perdidos terminan irreparablemente extraviados. Acaso eso que llamamos gloria sea la tierra habitual de los propios. Quién sabe si luego de preparar los nuevos caminos de sus naguales no se distraerán del grupo y se irán al planeta de los propios perdidos. Tal vez eso que los griegos denominaban musas sea el accidental acceso a una ventana desde la cual se mira el parnaso de los propios perdidos. Wotan era el propio del nagual Zacarías, y a mi me tocaba ser el propio del nuevo ciclo. Mi preparación como propio un día debió ceder a la otra, pero se trata de una historia bien distinta. El arte del propio es el contar anécdotas que iluminen, aunque más no sea un instante, el corazón de los guerreros. Como aprendiz de ese arte, a veces me pongo a escribir: es mi impecabilidad, cansada de esperarme, que procura en vano obtener lucidez en las palabras escritas. Todo propio se hace a la mar luego de recibir del espíritu el anillo de las cuatro visiones.

 27 de junio de 2000

Galo

 

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