Tengo razones de sobra para sentirme
satisfecho. Este el segundo número de la segunda época de Necronomicón y
editándose, además, con
la periodicidad planificada. Esto no hubiera sido posible sin el apoyo de los escritores que
gentilmente se han ofrecido a compartir sus visiones con el público lector. Si ellos lo
continúan permitiendo,
mes a mes tendremos esta cita.
Concibo a
Necronomicón como un muestrario de la prosa fantástica que existe actualmente en el
mundo hispanohablante, un catálogo vibrante de relatos ultracortos, breve, pero contundente.
Opción para todos nosotros, hambrientos de literatura, pero quizás asfixiados por los tiempos
modernos, monopolizadores de nuestra atención. El relato ultracorto es esa opción, instantánea,
demoledora, reveladora; que en pocas líneas destruye o construye, universos, vida y entropía.
Así que están invitados, viajeros, lectores, a consumir, a experimentar las visiones de tres
autores en una cita mensual; aquí, en las páginas del misterioso Necronomicón.
Este mes nuestro número viene con cuatro relatos, obras de Domínguez Nimo, Aguilar y Ruiz.
Como en el mes de octubre el arte de este número corresponde a Juan Raffo, quien ha empeñado
su alma con las potencias de más allá de Betelgeuse para plasmar todo el horror innominable que
medra en las limes de nuestro universo.
Pasen, entren y lean lo que fue escrito en noviembre con extraña caligrafía.
Huecos en la Estantería
por Francisco
Ruiz
Si Francisco Ruiz no ha tocado algunos
temas con su literatura, lo sabe sólo él. Si alguna temática le es especialmente sagrada,
también es asunto suyo. En su blog tiene un muestrario variado de su literatura breve y
espontánea, un verdadero turismo por la potencialidad del escritor y sus historias, lectura
por demás recomendable. Está de más decir que la obra de Txisko no se limita a eso, pero
es un buen abrebocas. Los invito a leer dos de su relatos, escogidos del universo de
Eterno
(su blog). Accidente es un jugueteo travieso con el mundo vampírico; mientras que Huecos en
la estantería es un breve pero sobrio vistazo al universo fantástico de Txisko, una
instantánea elegante y lírica repleta de sensaciones y sentido. Recientemente los cien
primeros microrrelatos de
Eterno y su némesis
Efímero fueron compilados en la antología
Canope 1.
Esta no es la primera colaboración de Francisco Ruiz en proyectos de UBIK, pueden leer su relato
El Médico en
Ubikverso N° 1.
Me sorprendió ver ese hueco en la estantería.
Acerqué la escalerilla y subí hasta situarme a la altura del vacío. Viendo los libros
que le rodeaban, todos de William Hope Hodgson, no me costó mucho adivinar el título del
volumen: se trataba de una edición primeriza de "La nave abandonada". Contemplé con extrañeza
esa ausencia. Ese era el libro favorito del abuelo. Él lo podía declamar de memoria, por lo
que no lo solía sacar del estante.
Pero no estaba.
De repente, en una balda cercana, otro libro empezó a desvanecerse. Pude leer su título antes
de que desapareciera: "El horror de Dunwich". Sentí cómo algo se rompía dentro de mí, algo
cercano y en extremo doloroso.
Cuando mi hermana entró en la biblioteca la noticia no me tomó por sorpresa: el abuelo había
muerto. Salí de la enorme habitación. Todas sus estanterías estaban ahora vacías.
Nacimiento
por Hernán Domínguez Nimo
Aunque no sé si Hernán escribe para liberarse, estoy seguro que sus relatos sí se sienten
liberados cuando les llega la hora de la publicación. Él me ha comentado que tiene decenas
de cuentos encajonados, escritos condenados a no ver la luz después del parto (suerte de
negación del acto de dar a luz). Los tiene prisioneros, engarzados con grilletes en el fondo
de los cajones; yo he pensado que tal vez no sean decenas, sino cientos o miles, los relatos
que sufren el injusto encierro; pero Hernán los ha ido indultando poco a poco, les ha
permitido disfrutar de la gloria, de cumplir con su objetivo de ser leídos en distintos
concursos literarios y e-zines. Esta vez le tocó el turno a Nacimiento y a Necronomicón el
honor de brindarle la libertad. En Nacimiento presenciamos un tipo de parto al que no
estamos destinados todos los seres humanos, sin importar el género.
Hernán Domínguez Nimo ha ganado el concurso Fobos 2003 y fue finalista del premio Terra Ignota 2001.
Hace por lo menos media hora que Alberto se fue. Ya debe estar
llegando al trabajo. El ruido del agua contra el agua es lo único que oigo. Escuché
cuando salía, cuando saludó a la vecina de al lado y le preguntó la hora
—para
asegurarse de que los dos la recordaran—.
Pero no creo que llegue a oír el teléfono cuando él llame y deje un mensaje que atestigüe la
hora, con la promesa cínica de volver a llamar. No creo que dure tanto.
El agua que cae es tan delgada como una aguja. Está caliente. Las palmas de mis manos
—apoyadas
contra el fondo de la bañadera— ya la sienten.
Mastico mi bronca. El jabón debajo de mi cabeza resbala un poco. La apoyó ahí, apenas, para que
el agua tarde un poco más en taparme. ¡Qué delicadeza de su parte, después de pegarme en la nuca!
Pero el dolor me llega desde muy lejos, casi como si fuera de otra persona. Debe ser por la droga
que me dio. El muy hijo de puta me explicó todo antes de irse.
"La droga que te di no te va a hacer nada. De hecho vos no vas a poder hacer nada. No vas a poder
moverte en lo más mínimo. Los ojos quizá, pero no creo".
Me puso en posición casi fetal, como un bebé, como siempre me trató, como si fuera una criatura,
una idiota, siempre subestimándome, descartando mis comentarios, mis ideas, mis necesidades, por
poco importantes.
Me dio una última clase de catedrático pero no me dijo lo más importante. No me explicó el porqué.
"No lo vas a entender" me hubiera dicho si yo hubiera podido mover mi lengua y mis labios, articular la pregunta.
Los ojos me arden y lloran de rabia. Debe hacer más de una hora que no parpadean.
"No te va a doler" dijo y se fue.
Mi deseo de rechinar los dientes basta para deslizar un poco más el jabón. Me quedo mentalmente
quieta aunque siempre lo estuve. No quiero acelerar lo inevitable. Quizá alguien venga. Quizá él
se arrepienta.
Y vuelvo a sentirme más idiota que nunca, porque en el fondo sigo amándolo y ese amor es lo
único que sostiene esta esperanza inútil y ridícula de que él sienta por mí algo más que un poco
de lástima. O aunque sea la suficiente para volver.
No. Tengo que seguir intentando moverme, caer del jabón, hacerle fallar la coartada, que la hora
en que llegue al trabajo no coincida con la de mi accidente.
La inmovilidad exacerba la ira asesina que recorre mis venas con impotencia, sin poder llegar a
mis músculos. De pronto me doy cuenta de que si estuviera a mi alcance yo sería tan despiadada cómo él.
O peor. La pasión hace cosas más terribles que una mente fría.
El agua ya sobrepasa el jabón y me toca el ojo derecho. Nunca pude abrir los ojos en una pileta
para bucear. Ahora no puedo cerrarlo. La imagen que forman un ojo adentro del agua y otro afuera
es muy extraña.
"¡Se resbaló en la bañadera!" lo oigo decir entre lágrimas. "!Qué muerte estúpida! Si yo me
hubiera quedado un poco más…!"
¡Hipócrita hijo de puta!
Y todos le van a creer. Porque yo misma me encargué de construir una imagen falsa de nuestro
matrimonio, proclamando a los cuatro vientos un amor mutuo inexistente, escondiendo mis dudas
debajo de la alfombra, engañándome a mí primera que todas.
Ni siquiera van a dudar cuando aparezca la dichosa póliza con mi firma. Y dentro de un año
—¿será
capaz de esperar tanto?—, cuando lo vean del brazo de una nueva mujer, todos se van a alegrar,
porque por fin deja el luto, porque ella va a hacerlo olvidar, perder la tristeza…
¡Dios! Me imagino todo eso, casi como si fuera una espectadora más, y me retuerzo de impotencia
estéril.
El nivel del agua sobrepasa la barrera de mis labios y entra en mi boca, llenándola en un buche
caliente, extraño…
La proximidad de la muerte —debe ser eso— produce en mí un extraño desdoblamiento, que aleja a
otro plano el sufrimiento corporal y me otorga una claridad mental inexplicable.
¿Cómo nacen los fantasmas?
No sé de dónde surge esta pregunta repentina —es como una voz ajena, el aliento cálido de una
incitación al oído— pero me detengo en ella, regodeándome en las posibilidades…
Porque sé que hay otra. Me mentí mucho tiempo pero siempre lo supe. No sé su nombre pero la
conozco. Conozco su lápiz de labios, su perfume, su color de pelo, su calor en la ropa de mi
marido, los lugares en los que le gusta besarlo…
Mi boca ya no alcanza. El agua penetra mi garganta y la inunda como una larga lengua de plata
caliente.
¿Cómo nacen los fantasmas?
Nacen del odio inconcluso, irresoluto. Son ángeles etéreos de venganza trunca. Seres con una
sola vida, como mariposas imposibles cuyo día no acaba hasta cumplir con su cometido.
Los imagino besándose sobre mi cadáver, brindando con mi sangre, pisoteando mis recuerdos,
como dos adolescentes enamorados. La furia incontenible acelera mis latidos, hierve mi sangre,
escapa de mi cuerpo.
¿Cómo nacen los fantasmas?
Nacen porque Dios así lo quiere. Son el lado oscuro de la justicia divina. Dios los deja existir
y los tortura con sus recuerdos lacerantes y malsanos hasta que cumplen con su misión.
Mi cuerpo se retuerce en una violenta arcada refleja que expulsa el agua pero también despoja
a mi cabeza de apoyo. Los pulmones vuelven a abrirse, ansiosos, sedientos de aire, y solo reciben
más agua. Las burbujas de mi saliva pasan frente a mis ojos pero ya no siento que sean míos. Subo
con esas burbujas y emerjo del agua, de la bañadera, y floto.
Ahí abajo está mi cuerpo inerte, acurrucado como un bebé recién nacido.
Espera
por Juan Carlos Aguilar
Juan Carlos Aguilar es ferviente admirador de la obra de San Asimov, eso no lo duda nadie
que lo conozca y espero que desde ahora los incrédulos se conviertan también. Muchas
anécdotas rodean tal veneración, la más importante, quizás, ha sido recogida en la
revista
Cygnus y en
Desde el Lado Obscuro, cuando Juan Carlos viajó a Nueva York con la
esperanza de conseguir una entrevista con Asimov (era marzo de 1992). Así que, al menos
en nuestra realidad, Juan Carlos llegó demasiado tarde (el Bienamado se encontraba ya en
su lecho de muerte, abandonando este mundo pocos días después).
Desde el 26 de junio de 1987 es miembro activo de UBIK y ha colaborado en varias de sus
publicaciones; sin embargo, esta es la primera vez que lo hace en el Necronomicón. Espera
cuenta el destino de casi todos nosotros en alguna otra realidad… tal vez la misma en la que
Juan Carlos sí consiguió hablar con Asimov.
Una insidiosa claridad
atraviesa los párpados cerrados mientras el sol abrasa mi rostro. La respiración es lenta
y profunda, como si mi cuerpo tratara de prepararse aprovechando cada bocanada de aire
fresco.
El calor inclemente azota mi sistema termorregulador, el cual se defiende exudando profusamente
por mis poros la hedionda salsa que sirve para aderezar la piel bien tostada.
Una conciencia nublada por el sopor es el común denominador de todos aquellos que como yo nos
encontramos aquí, a la espera de lo inevitable.
El sagrado animal está dormido, pero ya despertará, nunca le falta apetito y nunca le falta
alimento, siempre nos engulle hasta quedar satisfecho.
Nosotros debemos cumplir con nuestro diario ciclo vital, por eso voluntariamente nos entregamos
a nuestra pasión, a nuestra tortura.
Siempre es igual, siempre lo mismo.
A la hora indicada despierta, abre la boca y se atiborra de sus primeras víctimas.
Enseguida viene la molienda de la carne, cachete a cachete, hueso contra hueso, un magullar
continuo, sin distingo de especie ni rangos. La consistente presión de la carne que entra nos
empuja y superamos la barrera de la glotis.
Una vez en su sistema digestivo, algunos se arrepienten y logran que la bestia los regurgite.
El resto nos quedamos a soportar la primera etapa del proceso.
La bestia comienza a rugir y con cada rugido una cascada de ácido maloliente nos empapa y nos
sofoca. El aire nos falta mientras nos maceramos al calor de las entrañas del animal.
De vez en cuando vuelve rugir. Así manifiesta la bestia su poder, así nos hace estremecer.
El hedor se hace insoportable. Ha comenzado realmente su digestión. Ruge como nunca y con gran
satisfacción. Mientras nosotros, pobres almas atormentadas, nos desplazamos involuntariamente al
ritmo de espasmos viscerales que obligan a retorcernos por los vericuetos de aquel purgatorio,
topándonos unos con otros, agarrándonos de quien o lo que podemos.
Mi turno se acerca. Me muevo por el tracto final, tropezando ocasionalmente con los infelices
predigeridos, aquellos que habrán de soportar un poco más de agonía. Pobres criaturas, y es que
no todos somos igualmente digeribles, ellos lo saben y se resignan sin remedio.
Finalmente, el monstruo indica que es mi momento de salir mediante una última contracción,
una violenta sacudida final. Detrás de mí se agolpan a toda prisa otros desesperados por
abandonar aquel infierno. La energía de un pequeño empujón en mi retaguardia me propulsa
finalmente fuera de aquel despreciable organismo.
Por fin, habiendo cumplido con el obligado ritual, lo maldigo una vez más. Pero de nada sirve.
Siempre habrá gente como yo y él siempre sabrá dónde y cuando encontrarla.
Una súbita sensación de presión a la altura de mi omoplato izquierdo, irrumpe bruscamente en
mis pensamientos:
—¡Dale vale! ¿No ves?.
Aún aletargado por la larga espera, levanto reluctante mis párpados para dar paso a una avalancha
de fotones que inundan mis ojos. Mientras mis pupilas ajustan el flujo de luz a un nivel tolerable,
comienzo a enfocar la realidad circundante. Realizo entonces un gesto irreflexivo con mi brazo
izquierdo, veo mi reloj y pienso:
—¡Coño, ya es la hora!
Comienzo a caminar cansadamente hacia la cola ya avanzada, mientras meto la mano en mi bolsillo
derecho buscando las monedas para pagar el autobús.
Accidente
por Francisco
Ruiz
Tras el frenazo hubo un golpe brutal en la parte trasera
del camión. Al asomar la cabeza confirme mis temores: un coche se había incrustado contra las
varas que trasportaba. Empecé a sollozar: por favor, que no haya ocurrido, que no haya
ocurrido.
Bajé de la cabina y corrí hasta el auto. En efecto, tal y como me temía, dos de las varas de
hierro se habían soltado y atravesaban el habitáculo de lado a lado.
—No lo pude evitar –les grité preso de los nervios—. El jabalí salió de repente al asfalto y,
con esta noche tan cerrada, no le vi hasta que estuvo encima. Frené de forma inconsciente.
¿Puedo…?
La pregunta quedó en el aire: en el asiento del conductor sólo estaba la vara, atravesando por
completo el respaldo. Nada más. En el puesto del copiloto se debatía una mujer tratando de
liberarse de la otra vara, que parecía haberla rozado el pecho enganchándola de la ropa, pero
sin más complicaciones. Miré desconcertado el asiento vacío, el de la copiloto y de nuevo al
puesto del conductor. Entonces reparé en el polvo que formaba un extraño montoncito: sobre la
tapicería, en el suelo, incluso algo en el volante. Muy fino, grisáceo… ceniza.
—¿Qué demonios…?
Todo se redujo a un siseo similar al que provoca un gato histérico, una sombra brumosa saltando
desde el asiento del copiloto y dos agujas perforando mi cuello. Luego placer seguido de vacuidad
y, al final, negrura.
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