A comienzos de los años cincuenta, la familia Fernández se fue a vivir al número 18 de la Calle Cruz, en el mismo centro de la capital granadina, a escasos 300 metros del famoso edificio de la Diputación.

Llevaban poco tiempo viviendo en el inmueble cuando dos miembros de esta amable familia, María José y Antonia, fueron testigos de un episodio singular. Fue la mayor de ellas, María José, la que advirtió a su hermana pequeña de la existencia en el pasillo de una presencia que le impedía continuar su camino. El resto de los habitantes de la casa no dio excesiva importancia a lo sucedido hasta que días más tarde y en la misma zona del inmueble, (el aseo y la cocina) otros miembros de la familia sentían como alguien los pellizcaba o empujaba.

Por estas mismas fechas se empezaron a oír gran cantidad de ruidos sin origen aparente, y lo más inquietante: un interminable desfilar de pasos que eran también percibidos por el resto de los vecinos, que no encontraban explicación alguna a lo que estaba sucediendo.

Los fenómenos siguieron esta misma pauta varios años hasta que se produjo la muerte de Antonio Fernández, hijo de la inquilina del lugar. Fue a raíz de este trágico hecho cuando los sucesos extraños sufrieron un profundo cambio. Haciéndose los ruidos más persistentes y desagradables hasta el punto de impedir a los miembros de la familia, conciliar el sueño.

Doña Pilar Fernández, madre del difunto, colocó una fotografía del fallecido en el salón, pero esto no alivió la situación, sino todo lo contrario. Las velas que rodeaban a la foto aparecían muchas mañanas tiradas en el suelo, e incluso la puerta de esta habitación se abría y cerraba dando fuertes golpes.